La abuela Silvina

5 1 0
                                    

  El día en que mi abuela murió por un momento el tiempo se detuvo. En cierto modo todos nos lo esperábamos, pero nadie estaba realmente preparado. Ese día hubo muchas lágrimas aunque a mí no me dolió tanto. Mi relación con ella se fue enfriando con el tiempo a causa de su enfermedad. Tenía alzheimer.Pero no siempre fue así. Cuando era más pequeña pasaba mucho tiempo con ella, ya que mis padres trabajaban, y mi abuela se encontraba viuda desde hacía pocos años, por lo que nos hacíamos compañía. Los ratos que pasábamos juntas eran muy agradables: me contaba historias de la familia, le ayudaba a preparar la comida, veíamos la tele... cosas normales entre nietos y abuelos. Cuando me resfriaba me preparaba unos jarabes que no se vendían en ningún sitio, "receta secreta nena" me decía, y en un día ya estaba curada. Me hacía gracia que ella no fuera para nada religiosa a diferencia de los abuelos de mis compañeros de clase, así que no me obligaba a ir a misa ni a rezar. De hecho se enfadó un poco cuando mis padres le contaron que me habían bautizado recién nacida. Le apasionaba la lectura y compartía conmigo sus libros, todos menos unos viejos que estaban en lo alto de la vitrina. "Estos son para cuando seas mayor", me decía. Recuerdo que era despistada. Fue el principio de su enfermedad. A partir de ahí sólo empeoró. Fue muy triste. Su herencia para mí, su única nieta, fueron unas cajas con libros, un baúl (con ropa, cacharros y un teléfono roto) y su perico Heliodoro que me entregaron al poco de que ella nos dejara. No tuve ganas de bucear entre tantos recuerdos así que subí todo a la buhardilla y me llevé a Heli a mi habitación. Al principio el perico no se portaba mal, chillaba como hacen todos pero cuando cogió confianza empezó a hablar. Eran palabras sueltas como "pajarito" o "comida", lo normal. Algunas veces hasta decía frases congruentes. Pero un día me asustó. Estaba tan tranquila leyendo en la cama cuando dio unos saltos por la jaula y sin darme cuenta abrió la puertecilla de alambre y salió. De pronto me lo encontré revoloteando por la habitación chillando "libro, libro, caja, libro". Cuando creía que lo había atrapado siempre conseguía escaparse y volar a un sitio más lejos hasta que llegamos a la buhardilla. El pájaro se posó en una de las cajas de mi abuela.

 — Heli, vamos, esto no tiene gracia — le hice saber al ave un poco irritada. Al intentar cogerlo me propinó un picotazo.

— Caja, ¡abrir!

 — ¿Quieres un libro? ¡Vale! Pero déjame ya. Abrí la caja, retiré un sombrero y saqué el primero que estaba ahí. Heli quiso picarme cuando intenté agarrarlo de nuevo. Por lo visto, el pájaro quería un libro específico. Cuando ya llevaba unos cuantos, saltó al que tenía en la mano y empezó a mordisquearlo. Supuse que era ese, así que con Heliodoro contento volví a mi cuarto esperando quedarme tranquila. No contento con eso, el animal no paró de atosigarme para que abriese el libro. — Está en blanco, ¿ves? — Le dije poniéndole las páginas delante del pico. 

— Letras, cuento. 

— ¡No hay nada aquí! 

— ¿No ver? Oh... No creer... Y dicho esto, se fue volando a su jaula y entró. Harta de él le cerré la puerta y la tapé con su toalla. — No creer magia — dijo tristemente.

Ese maldito bicho iba a acabar con mi paciencia.  

La abuela SilvinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora