Puedo sentir

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Estaba aburrido, sentado en esa tumba cruelmente vulgar. Grisácea, habitada en ese entonces, por los huesos carcomidos por los gusanos. No estaba seguro de quién residía allí, ya no recordaba. Podría ser algún rey de la época o simplemente un mercader. Y, sinceramente, ya lo tenía sin cuidado.

Miraba sin ganas cómo la gente entraba y salía del cementerio, algunos con lágrimas verdaderas, maldiciéndolo por haber arrebatado a su ser querido. Otros, con lágrimas fingidas, agradeciéndoles en el fondo de haberse llevado a ese ser. El amor u odio que los humanos le profesaban no le quitaba el sueño -y debía decirlo, dormía muy plácidamente-, pero no le era indiferente. A pesar de que muchos lo ponían como un ser incapaz de sentir, la realidad es que todo ser viviente, o semi-viviente en este caso, sin importar a que especie pertenezca, siente.

Incluso él, acusado de llevarse la vida de la forma más ruin en algunos casos, y en otros llevársela con un cálido abrazo. Podía llorar y sufrir con pesar. Y también, amar.

Amar sin límite.

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-No me importaría si me llevas -le dijo la joven. Permanecía acostada, con su pelirrojo cabello esparcido por la cama del hospital, mientras observaba con dulzura el gesto contrariado de él, negándose a cederle ese capricho.

-Alba, ya te lo he dicho millones de veces, no puedo llevarte hasta que tu cuerpo este cansado y rendido -con una mueca triste se recostó en la ventada, rogando para que la chica lo entendiera-. Además, por mi puede tardar toda una eternidad.

-Sabes que tarde o temprano me llevaras -le señalo con el dedo acusatoriamente, para ser reemplazado con una mueca traviesa que lo invitaba a acostarse junto a ella.

-Los dos sabemos que eso es imposible -le sonrió acomodándose, recibiendo como respuesta un golpe en su hombro y el peso de un cálido cuerpo sobre su pecho.

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Alba Bejer, 19 años, estudiante universitaria de Arquitectura. Causa de muerte: CIPA, Insensibilidad congénita al dolor.

Eran los datos que le fueron suministrados por parte de sus lobos, que lo orillaron a moverse de su cómoda y reclinable silla de estar. Muy pocas almas merecían que su atención, y normalmente controlaba su proceso para decidir el momento justo para intervenir, lo que solía durar un par de meses.

Suspiro cansado. ¿Cuántos años fueron desde la última vez de un pedido?, ¿veinte?, ¿treinta? No lo recordaba, y ni le interesaba recordar.

-Que fastidio -espeto en ese entonces, sin saber que todo rastro de disgusto se disiparía con un par de ojos esmeraldas que tenían prisioneros al topacio.

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Al entrar en la habitación, lo primero que noto fue un desorden impropio para un hospital, menos para uno de tan alto estándar.

-¡Ya les he dicho que estoy bien!, No me duele nada y mucho menos estoy sangrando -se escuchaba al otro lado de la puerta.

-¡Alba, tienes tres costillas rotas, y prácticamente te acabamos de sacar hecha un palo de hielo! -vociferaba una voz masculina, que se notaba bastante sobresaltado- ¡Así que te vas a quedar en esa cama, y vas a dejar que te mediquen quieras o no! -sentencio. La joven entro con un portazo, seguida de lo que él pudo deducir, sus progenitores.

Efectivamente, el padre mantenía la cara roja y una vena sobresalía de su cuello, demostrando su merecido enojo. Era moreno, lo que se diferenciaba de su hija y esposa, pelirrojas como la sangre; ojos verdes al igual que su mujer, y ambos de buen ver físicamente. La madre sollozaba, seguramente por la renuencia de su hija. Acordándose de ese detalle, se centró en su cliente.

Lobo RojoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora