1- Visita después de una tormenta

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Cada vez que se mudaba de casa, John Bland tenía la costumbre de presentarse a sus vecinos. Así lo habían hecho siempre sus padres, y le parecía que si no realizaba esa visita de cortesía, algo faltaba para terminar de establecerse en su nuevo hogar. Aun en Londres, cuando después de casarse con Anne arrendaron el pequeño departamento en Halsey St, no dejó de intentarlo entre los indiferentes habitantes del edificio donde vivieron sus primeros años de matrimonio.

Sabía que cuando se mudasen al campo, en las afueras de Chipping Campden, su pequeña tarea de relaciones públicas sería muy breve, porque sólo tenían un vecino: la anciana que vio en el jardín de la única casa cercana, la tarde que pasaron por allí con el empleado de la inmobiliaria.

Pensaba visitarla algunos días después de acomodarse, pero no sucedió así. Habían llegado hacía un par de horas cuando John se encontraba en los fondos de la casa. Una fuerte tormenta, entre otros desmanes había arrojado la rama de un árbol sobre la casilla del jardín. John trataba de removerla cuando vio a Anne salir de la casa. En su expresión advirtió que algo había sucedido:

-Es papá, acaba de llamar, él... no durmió bien. No me gustó el tono de su voz, yo... lo siento. Realmente lo siento John, pero necesito ir a verlo.

John no disimuló su fastidio. No había escuchado el teléfono, y esto lo tomaba de sorpresa:

-Pero Anne, ni siquiera hemos abierto las cajas de la mudanza...

-Lo siento -repitió ella, y bajando la cabeza dio media vuelta en dirección a la casa.

John la siguió con la mirada hasta que desapareció por la puerta de la cocina y, por lo bajo, lanzó una maldición. No había pensado en el teléfono. Tampoco podía imaginar que él la llamaría tan pronto, el mismo día de la mudanza. Arrastró la rama unos metros y se detuvo. De repente se sentía desanimado. Como en Londres, bastaba una llamada para que Anne saliera corriendo. La enfermedad de su suegro, que había enviudado hacía pocos años, y el hecho de que ella fuese su única hija, eran perfectas razones para que su mujer pasara cada vez más noches fuera de la casa. Y por lo visto, vivir en el campo no iba a cambiar las cosas.

Ella volvió al rato. Caminaba lentamente, cuidando que la tierra aún húmeda no se pegara en sus zapatos. También se había cambiado la falda, y ahora llevaba rouge en los labios. John la miró. A veces, cuando quería, Anne podía ser realmente hermosa:

-Bueno, me voy. ¿Necesitas algo de Londres?

-No, nada, gracias. ¡Ah!, saludos a tu padre.

Se hizo un silencio muy breve en el que sus miradas se cruzaron. Anne había percibido el tono de ironía en las palabras de John. Pero se limitó a decir:

-Estaré aquí mañana.

Unos segundos después se oyó el ruido del auto que partía. Cuando dejó de escucharlo, con un gesto de enojo John arrojó la rama al costado de unos brezales, y entró a la casa. Se sentía furioso. Últimamente todo parecía salirse de su lugar, como si hubiese empezado a perder el control sobre las cosas. Hacía meses que no se le ocurría nada para escribir, eso lo ponía de mal humor, ya le había sucedido antes. Y el fracaso de su última novela había contribuido a que todo pareciese más... incierto. ¿Qué derechos tenía sobre Anne si aún los mantenía su padre? Sentía que debía hacer algo, ¿pero qué? Encendió un cigarrillo y se adelantó apenas por el pequeño laberinto hecho de muebles y cajas de mimbre. Miró a su alrededor. Los vestidos de su mujer habían formado una pila que se derrumbaba sobre el televisor. El teléfono, un viejo aparato que pertenecía a la casa, permanecía sobre la chimenea; y contra ella, sus sillones cubiertos de ropa y pequeños paquetes en los que habían guardado los objetos más chicos. Allí casi no se podía dar un paso. De repente sentía que esa casa, el lugar con el que había soñado durante ese último tiempo, era un pequeño infierno. En ese momento se le ocurrió llamar a Dan, tal vez hablar con alguien lo sacaría de su mal humor. Estaba a punto de alcanzar al teléfono cuando se acordó de que era viernes. Los viernes Dan daba clases todo el día. No estaría en su casa hasta la noche. Se sentó en el apoyabrazos de uno de los sillones. No tenía ganas de nada. Entonces vio, a través de la ventana abierta, que después de todo era una espléndida tarde de otoño. El sol caía recostándose sobre los arces, apenas perturbados por una brisa del sur, que se extendían al costado de la casa. Decidió dar un paseo. Sus pequeñas explosiones de enojo no duraban mucho, y caminar un poco lo ayudaría.

Los vecinos mueren en las novelasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora