Cosas prohibidas

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  Marzo de 1942, Alemania nazi, 
campamento militar de Nuremberg.  


—Gracias por la ayuda —Solté su mano lentamente, intentando no ser brusca, y miré alrededor, tratando de distraer la atención—. Creo que va a empezar a llover —Max llevó las manos a sus bolsillos con actitud despreocupada y sonrió ladino.
—¿Necesita algo más, señorita Rosenbaum? —preguntó sin dejar de mirarme. Yo lo miré de reojo y negué con la cabeza.
—Nada más —Miré mi reloj, tan solo por hacer tiempo—. De hecho, ya he terminado por hoy. A no ser que haya alguna emergencia. ¿Tiene usted alguna emergencia, señor Eisenhardt? —volví a ladear una sonrisa, cruzándome de brazos con aire divertido.
—Ahm.. no, no que yo sepa —contestó aparentemente confundido por el cambio de actitud, lo que a mi me divertía aún más. De pronto, sacándome de mis pensamientos y haciendo que me sobresaltara, una voz sonó imponente acercándose a la enfermería.
—¡Eisenhardt! —Pude reconocer el timbre de voz del coronel de la unidad. Mantuve una expresión neutra, consiguiendo disimular el asco que sentía por aquel hombre. Sin embargo me sorprendió ver que el soldado que tenía ante mi no tuvo la misma agudeza; durante un segundo pude ver como su expresión cambiaba por completo. Luego cerró los ojos y respiró hondo, preparándose para encararlo. No es que fuera precisamente sorprendente que alguien le tuviera poco aprecio, a decir verdad.
—¿Señor...? —preguntó esperando conocer el motivo de tal grito. Y no se hizo esperar; su superior no dudó un segundo en empezar a sermonearlo por quién-sabe-qué. Me mordí el labio inferior, bastante incómoda, y, a sabiendas de que me la estaba jugando, decidí hablar.
—Señor, si disculpa mi atrevimiento... —comencé adelantando unos pasos para acercarme a ellos, creando contacto visual de inmediato con el coronel— El señor Eisenhardt siente unas molestias horribles que imposibilitan la correcta ejecución de su trabajo. Ha venido para que le revisara, y aún no he terminado. ¿Sería usted tan amable de dejarme acabar y luego ya sigue sermoneándole si quiere?

Añadí una sonrisa encantadora; eso siempre funcionaba con los hombres, ya podías haberlos insultado que lo olvidaban por completo. Y esta vez no iba a ser diferente, el coronel se disculpó conmigo, tratando de aparentar una humildad que para nada era propia de su carácter, y sin volver a dirigir la mirada a Max, desapareció del lugar. Este, al verlo marchar, me dirigió una sonrisa agradecida, casi contagiosa. Me había sentido bien al ayudarlo, aunque quisiera fingir que lo había hecho porque me molestaba que el cerdo ese invadiera mi enfermería.

—En realidad me duele la espalda —comenzó sin borrar su sonrisa—, ¿podría hacer algo por mi además de ahorrarme un sermón nada agradable?
—Todo tiene un precio —bromeé, sonriendo con picardía. Y ahí estaba otra vez, flirteando con un hombre que no me podía permitir—. Venga, túmbese en la camilla boca abajo sin la camisa, veré qué puedo hacer —concluí mientras cerraba la puerta para no ser molestada—. Aunque no soy masajista, sólo enfermera —le advertí, esperando a que hiciera lo que le había pedido de brazos cruzados. Por suerte o por desgracia, así fue, así que me limité a observarlo mientras se deshacía de la chaqueta y la camisa y la dejaba ordenadamente sobre una silla.
—Podremos negociar ese precio, espero... —comentó con una sonrisa ladina antes de tumbarse en la camilla obedientemente. Mentiría si dijera que no estaba pensando en, al menos, cinco formas de las que podría habérmelo pagado.
—Claro, usted ofrezca... —contesté con toda la naturalidad que pude. Unté mis manos en aceite y me acerqué a la camilla empezando a examinar su espalda. Al contrario de lo que le había dicho, lo cierto es que tenía suficientes conocimientos no sólo para detectar cualquier problema, sino para solucionarlo—. Parece no tener usted especial aprecio por su superior —comenté empezando una charla casual. O al menos pretendiendo que lo pareciera. Emitió un ligero gruñido, que al principio pensé que era causa de mis manos, pero al oírle hablar disipé mis dudas.
—Supongo que es normal, ¿no? Estamos sometidos a mucha presión por su parte —No podía ver la expresión de su cara, así que decidí hacerle hablar un poco más.
—Juraría que su expresión ha sido más de... asco —murmuré con cierta complicidad, haciéndole creer que allí podría hablar de todo. La experiencia me había enseñado que un hombre relajado habla más que uno bajo presión, así que comencé a masajear su espalda con cuidado—. A mi tampoco me cae muy bien, pero no tengo nada personal en su contra por ahora —comenté con naturalidad, encogiéndome de hombros. Supuse que si yo era "sincera", él sentiría que podía serlo también—. Supongo que es normal que sea duro. Al fin y al cabo esto no es un juego de niños, y muchos lo toman como tal.
—No tengo nada personal contra él —comentó aparentemente más relajado, no sólo en su tono de voz, sino bajo mis manos—. Es como los demás...
—¿Como los demás...? —Le hablaba con un tono de voz suave y cálido al ver que se relajaba, era mi momento de sacar información— ¿Debo suponer que siente usted la misma animadversión por sus compañeros? —Por un segundo sentí cierta necesidad de que dijera que sí, de que también estuviera infiltrado o algo así, que fuera "de los míos" por decirlo de alguna manera. Sin embargo, se tensó ante su respuesta y no tuve claro cómo interpretarlo.
—Al contrario. Todos somos soldados en la guerra, en condiciones extremas y tratando de dar lo mejor de nosotros mismos por nuestra... patria —La última palabra la pronunció de una manera que tampoco supe descifrar. ¿Sería emoción o desprecio? Suspiré de manera leve, algo frustrada. Pero no pensaba rendirme, quería hacerle hablar, de lo que fuera que pudiera servirme, así que una vez deshechas las contracturas, comencé a masajearle con la única intención de hacer que se relajara.
—Oh, por supuesto. Nuestra patria es lo primero, por encima de todo —esbocé una sonrisa, utilizando un tono de voz pasional, como si creyera firmemente en lo que decía—. Sin embargo... se rumorea que este nuestro país no tiene las de ganar en esta guerra —Y esperaba que eso fuera suficiente; cualquier patriota se habría sentido ofendido por tal comentario.
—Sea como sea, sabemos que todos aquí haremos lo que haga falta por nuestro país —repitió como si de una propaganda se tratara y aún tenso, a pesar del masaje.
—Tal vez no todos... —murmuré como si de un secreto entre ambos se tratara—. Se dice también que hay traidores entre nuestras filas. Se pide a todo el mundo que denuncie sobre la marcha de encontrar alguno —comenté en voz baja y con aparente nerviosismo perfectamente fingido, como si temiera que fuera real. Já, como que me iba a denunciar a mí misma.
—Sí, soy consciente. ¿Por qué lo dice? ¿Ha descubierto alguno? —preguntó con interés, sin cambiar aparentemente la tensión de su cuerpo más de lo normal.
—Esto ya está.

Contesté volviendo a hablar en un tono de voz normal, tratando de no sonar frustrada y yendo a lavarme las manos. Me maldije una y mil veces por haber creído que ese hombre era algo que aparentemente no era. Tal vez lo hubiera malinterpretado tan sólo porque quería hacerlo, y eso era un paso en falso para mi trabajo. Me hubiera complacido saber que ese hombre tan diferente a los demás podría ayudarme con mi cometido. ¿En qué estaría pensando? Ni aunque fuera un traidor podría fiarme de él.

—No, la verdad es que no —contesté a su pregunta de espaldas a él, lavando mis manos—. Aunque me parece algo emocionante y a veces me gusta jugar a intentar adivinar quién puede serlo —comenté de manera falsamente distraída, volviendo al papel de enfermera inocente y encantadora, mirándole con una sonrisa mientras me secaba las manos.
—¿Entonces le gustaría atrapar a los traidores a nuestra patria? —Su pregunta me hizo pensar que estaba rozando el peligro y dar demasiada información no era buena idea.
—Puede vestirse —le advertí mientras dejaba la toalla a un lado, desviando la mirada sólo un segundo para pensar en mi respuesta—. Pues verá... Creo que no sabría qué hacer si encontrara a uno de esos supuestos traidores o algo así. Seguramente me podría nerviosa y por miedo me callaría y viviría con la culpa de ser una cómplice toda mi vida —dejé escapar una suave risa, encogiéndome de hombros.
— Sí, seguro que es aterrador encontrarse en esa posición —comentó mientras cogía su camisa sin apartar la mirada de mis ojos— Tiene razón, señorita Rosenbaum —tampoco aparté la vista de sus ojos, pero sí que me acerqué a la silla para cederle la chaqueta y ayudarle a que se vistiera más de prisa. Me incomodaba su presencia y su parsimonia para vestirse.
—Pero no hablemos de ese tipo de cosas tan amargas. Hablemos mejor de cómo piensa pagar mis favores...
—¿Tiene alguna petición en mente? —preguntó alzando una ceja mientras terminaba de abotonar su chaqueta. Yo negué con la cabeza.
—Le he dado la libertad de haga su oferta. Y más le vale ser generoso —bromeé ladeando una sonrisa. Él alzó esta vez ambas cejas, ensanchando su sonrisa.
—Veamos... ¿Apreciaría usted una buena copa? Una de verdad —Esta vez fui yo la que enarqué una ceja. Tenía suficientes motivos para no negarme, y vi necesario volver a recordarme que se trataba de trabajo y no de coqueteo.
—Con mucho gusto. Tal vez así podríamos conocernos mejor... —Pero para no ser coqueteo, se parecía mucho.
—Perfecto. Siempre y cuando, claro, esté dispuesta a pasar por alto una falta menor —añadió bajando la voz con confidencialidad— No se nos permite tener esa clase de alcohol aquí, ¿sabe? Ese lujo está restringido a nuestro querido superior —Volvió a sonreír ladino y esperó una respuesta por mi parte, paciente. Exhalé algo de aire, a modo de suspiro, desviando la mirada unos segundos.
—¿Ve usted? Me he puesto nerviosa sólo con hablar de una falta menor. ¿Cómo cree que reaccionaría ante el caso anteriormente nombrado? —Me mordí el labio inferior volviendo a mirar sus ojos, como si fuera a cometer una travesura, pensando en si debía o no aceptar— Prometo no decir nada. De lo contrario, me perjudicaría a mi también. 
— Se ha hecho tarde y creo que todos están durmiendo. Ahora sería un buen momento para hacer algo prohibido —dijo tendiéndome una mano, con una sonrisa ladina y enarcando una ceja a modo de pregunta. Miré mi reloj y asentí a la pregunta no formulada, ¿cómo resistirse? Cogí con cierta delicadeza su mano.
—Me parece el momento perfecto, pero... ¿Qué momento del día no es perfecto para hacer cosas prohibidas? —pregunté con picardía en la mirada, bajando el tono de voz a uno más cómplice y sugerente.

Continuará...

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⏰ Última actualización: Jan 31, 2016 ⏰

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