Águila Imperial

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Natasha está sentada en el fondo del bar, con las piernas cruzadas sobre una banqueta alta que me deja ver más de lo que debería y menos de lo que quisiera. ¿Cómo sé que se llama Natasha? Ni idea. Debo habérselo sacado a alguien en un momento de debilidad, porque ni mi propio hermano en su sano juicio me diría el nombre de esa mujer si lo supiera. Natasha no es del tipo que uno quisiera... compartir.

Ahí en el extremo de la barra se ha sentado cada día de la última semana, dando vueltas a una copa de Sauvignon Blanc, con la misma parsimonia con que un águila rondaría a su oveja moribunda. Yo soy la oveja de Natasha aunque ella no lo sabe.

No me he molestado en invitarla a otra copa porque repetiría el trillado camino de los que ya han sido rechazados. De modo que me limito a admirar las curvas que me deja ver y a beber un whisky tras otro mientras recorro otro camino, no menos trillado, de los que se preguntan cómo han llegado ahí, a cinco metros y tres mesas de mirar a una mujer sin atreverse a preguntarle amablemente, con toda la elegancia de un caballero, si le permitiría llevársela a la cama.

Ese es el verdadero peligro de Natasha, es el tipo de mujer que te hace pensar y pensar mal. Que te hace preguntarte por qué en este siglo eres más esclavo que un negro de Maryland en 1850: porque los lazos de la sagrada familia son más pesados que cualquier grillete. Es el tipo de mujer que te hace cuestionar los domingos por la tarde, las tertulias en noche buena, las visitas al supermercado, las cenas con los suegros, los calzones largos y las esposas con dolor de cabeza. Aunque tengo que reconocer que Ania es mucho más imaginativa.

Ania Belikof. Mi esposa durante los últimos... ¿qué, veinte años, veinticinco... quién se acuerda? Mi esposa es la viva imagen de la perfección hecha mujer, delicada, especial, atenta, inteligente, afable, y desde cualquier punto de vista, convencional. Nuestro mayor concilio ha sido sin dudas la bilateral decisión de no tener hijos: una gota menos de hastío que añadir a los muchos días en que peleamos más y nos acostamos menos. Yo no quise porque nunca pensé en eso, ella precisamente porque lo pensó mejor.

Y ahora, mirando a Natasha tan concentrada en su propia degustación del ambiente, caigo en cuenta de dos cuestiones elementales; una: es innato en las rusas eso de pensar, debe ser una reminiscencia socialista, y dos: me gustan las mujeres que piensan, tal vez por eso prefiero a las rusas.

Natasha representa, en una extraña medida, la antítesis de lo supuesto, de lo normal, de lo acostumbrado. No la imagino trabajando en una oficina con un traje gris de cuello alto, o mejor dicho, sí la imagino y me apiado de su jefe. He imaginado a Natasha de tantas formas en los últimos siete días... y ninguna posee un ápice de convencionalismo.

De cualquier forma la chispa de esos ojos no es la que encontraría en la estación del metro vendiendo boletos, en la ventanilla de un banco cambiando cheques, o sirviendo mesas en el restaurante donde mañana mi mujer va a conocer a su media hermana después de casi treinta años. Tal vez Natasha pueda solucionar eso, quizás me enferme hasta tal punto que por un solo día pueda evadir mi patriarcal responsabilidad de estar presente en cada ocasión familiar.

La veo depositar con justo aburrimiento la copa vacía sobre la barra, y empujarla con seguridad hacia el cantinero en busca de un poco de atención, otro tercio de vino y esa mano en la barbilla que no tiene prisa porque la noche acabe. Afuera tengo un Cadillac nuevo sobre el que debería caer un chaparrón, al menos sería una curiosa forma de ofrecerle ayuda sin que pareciera demasiado... ¿estudiado? Aunque me impresiona que Natacha es la clase de mujer que se quitaría los zapatos y arruinaría felizmente el vestido de cuatrocientos euros que lleva puesto, solo por el placer de no darle a un hombre el placer de llevarla.

Con gusto levantaría mi vaso, así en la distancia como suele ocurrir en las películas, para brindar con ella; pero la atención de Natasha hacia mí rivaliza con la atención de Jaques Chirac a las protestas de Green Peace por las pruebas francesas en el Atolón de Moruroa. O sea, estoy jodido. De manera que levanto mi vaso y brindo con mi mejor amigo, compañero de los últimos siete días -y de todos días siempre que lo invite- a la salud del águila imperial que se lleva a los labios otra copa de Sauvignon Blanc.

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⏰ Última actualización: Feb 04, 2016 ⏰

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