Memento Mori

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MEMENTO MORI

Max

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ISBN: 978-84-614-3546-3, nº de registro 10/89735

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“No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio” A. Camus

El amor tiene por los menos dos contrarios. Uno es el odio. El otro es la muerte.” Campos de Londres Martín Amis

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Los Idus de marzo

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Capítulo I La circunferencia amarilla del sol naciente se elevaba sobre la raya perfecta del agua. Bajo la yema de huevo que aún no quemaba los ojos, la negrura de las aguas delataba al ojo experto del hombre las turbulencias sumergidas, la violencia de las corrientes. Acaso todo comenzó allí, en un punto indeterminado de la masa negra que veía desde lo alto del monte. A veinte metros bajo la superficie, cuando el fallo en la bombona de oxígeno provocó su primera apnea forzosa y el desvanecimiento, y la muerte primeriza que se apoderó de sus miembros, pues había quedado sumergido el tiempo suficiente para perder la conciencia aún cuando cerca estaba ya la superficie y quedó flotando, inmaterial, incorpóreo, un instante tan incomprensiblemente pequeño y eterno como un átomo. Luego, la Nada, hasta el oxígeno insuflado en sus pulmones por los compañeros, el brusco despertar soltando agua por la boca y la nariz y, de nuevo, la Vida, la satisfacción, la alegría de la luz. Aquel momento había sido una epifanía. Cómo veía lo que le rodeaba: el barco, las aguas, la costa cercana, inundados de una luz nueva, inconcebiblemente vívida, tan irreal ahora como desconocida antes, implacable como un sentimiento, emergiendo de su anterior y vulgar conocimiento de las cosas, adquiriendo una conciencia nueva. Como un país desconocido que, de pronto, se descubre a nuestros ojos. Como si alguien hubiera levantado el telón que nos engañaba sobre su existencia. Seguramente, todo comenzó entonces. Aquel renacer provocó el hombre nuevo en que se había convertido. El que sentía las emociones como si estuviera permanentemente bajo el efecto de una droga psicotrópica. Pero ahora conocía el secreto: la droga estaba dentro, aunque a veces hubiera que empujarla, revolverla como una poción. Y él la había descubierto aquella vez que tan cerca y tan feliz estuvo de la muerte. Colocó la escalera apoyándola en el frontispicio que rezaba Reciescat in Pace, y subió seis peldaños. Echó la soga a través del ancho elemento y la recogió con otra mano. La verja de hierro forjado que cerraba el cementerio de Baria lo obligaba a colgarla por fuera. Pero ahora la cuerda hacía un quiebro. Así no habría manera. Hay que ser idiota, pensó. He estado varias mañanas, a la misma hora, reconociendo el terreno y no me he percatado de algo tan elemental. Como los criminales, que siempre olvidan el detalle más estúpido.

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Recogió la soga, la pasó ahora al revés, primero por debajo del frontispicio y luego lo rodeó de abajo arriba y de atrás adelante, dejando colgar el nudo. Comprobó la plomada y el nudo colgaba a casi un metro de la verja de hierro, de modo que no podría alcanzar con los pies los barrotes para sostenerse continuamente, aunque tal vez pudiera retrasar el instante unos segundos, si era imprescindible. Bajó de la escalera, miró el móvil y comprobó que aún quedaban siete minutos para las ocho de la mañana. Se entretuvo contemplando el sol, que se elevaba sobre la lejana raya tan lentamente como un globo al que cuesta coger altura. No calentaba aún lo suficiente, pero lo iluminaría cuando colgase ante la fachada del cementerio. Se alejó unos metros y colocó la cámara sobre el trípode, comprobando que el objetivo apuntara sin error al lugar exacto. Después conectó el timer para que comenzase a grabar a las ocho en punto. Hoy no se había vestido de forma especial. Al fin y al cabo, sólo había dos destinos posibles tras lo que iba a hacer: el tanatorio o el hospital. No les importaría su aspecto. Llevaba varios días pensando vestirse de alguna manera simbólica, pero había sido incapaz de llegar a una conclusión, de aceptar un modo de hacerlo que realmente quisiera decir algo inteligente y no fuese una simple extravagancia del loco que iban a pensar enseguida que era. Así que sólo llevaba unos tejanos y una sudadera. Como hacía algo de frío, habría traído también un anorak, para combatir la humedad de la primera mañana, pero lo había dejado en el coche, aparcado unos metros más allá. Sí, el mar se va a levantar, pensó, mirando de nuevo la masa de grisura casi negra que, lentamente, el sol comenzaba a esclarecer. Hay corrientes. Las puedo sentir en mi piel erizada y en la sangre, que corre al son de un corazón excitado. La respiración se le hizo entrecortada, asustada, y necesitó abrir mucho la boca. Subió tres peldaños de la escalera. Giró sobre sí mismo y miró a su alrededor. Pudo ver al sur la silueta de las montañas de Sierra Cabrera, a las que el sol quitaba la mordaza de la oscuridad con la sensualidad de quien levanta el velo de una novia. Pudo ver al oeste las llanuras de la tierra amarilla, de su tierra amarilla, la misma que se moría de sed y alumbraba cultivos como una madre escuálida y prolífica al mismo tiempo. Siempre había odiado su tierra. Siempre había querido irse, largarse, huir, a la mierda. Hasta aquel día, cuando salió muerto de las aguas y la respiración ajena lo revivió como un antídoto y alumbró la Vida con otros ojos, con ojos que ahora encontraban sinestesias antes impensables cada vez que miraba un rincón, una llanura, una montaña.

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