Su mirada me deslumbró, me hechizó. Me gustó tanto.
Cómo lo hizo, su forma tan natural y despreocupada de atraparte, de conquistarte.
Esa delicada forma en que revoloteaba sus majestuosas pestañas, de una manera parsimoniosa, al compás de la brisa. Tenía deslumbrantes ojos que parecían reflejar la imagen del alba más hermosa que podrías apreciar en toda tu vida. Suaves enredaderas crecían en sus irises, cautivando toda aquella mirada curiosa.
Una cabellera de ensueño. Proporcionar una caricia a esos desenfrenados rizos era como tocar las sedosas y complacientes nubes, acompañada de una sensación de tranquilidad y desenfreno, a la vez, que te otorgaba tan humildemente. Ese color chocolate era tan común, pero también tan atractivo, realmente era atrayente.
Tenía esos labios rosados. Delicados e imponentes, ni muy finos ni muy voluminosos. La asimetría que poseían los hacía aun más bonitos. Un roce de ellos era como experimentar la caricia de un ángel del mismísimo cielo, que tan modestamente bajaba a ceder tal privilegio.
En sus suaves mejillas se desplegaban esos dos pequeños hoyuelos, los cuales eran la envidia de los dioses. Le concedían una ternura indescriptible y propia de él. Su sonrisa agravaba todo, cualquier buena sensación o sentimiento.
Su tacto era arrebatador, delicioso. Podías derretirte en segundos con uno de sus mimos en el punto exacto. El roce quemaba y dejaba marca a su paso, ni más ni menos.
En su totalidad, era peligrosamente divino, precioso. Provocaba en mí cosas que nadie más pudo, ni siquiera mi propia memoria. Podía convencerte de cualquier locura con la que era para él una simple mirada cómplice y una caricia en el dorso de tu insignificante mano, claro, comparada con la de ese ser que todo lo podía en mí.
Tan exquisito fruto del amor de dos personas. Un resultado que se batió en un encantador niño, el cual con su distinguida belleza podía tener a cualquiera a sus pies, incluyéndome.
