Escena 3. Andrea de Martino.

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Erasmo Martínez Perera


Mar no deseaba que fuese cierto, pero todo parecía indicar que la escena que se veía en la mesa cuatro, tenía que ver con la aventura que estaba viviendo Andrés con la francesita. ¿Qué otra cosa podía ser? Que ella supiese fuera de Brigitte, su amigo no se code­aba con personas de aspecto distinguido, ni mucho me­nos con personajes que se trasladaban en limusinas y utilizaban guarda espaldas , iguales a los que en ese mo­mento montaban guardia fuera del local, como ya se habían dado cuenta todos en el Starbucks. Ella tenía razón, su dulce amor de siempre, estaba metido en proble­mas, enfrentaba a un millonario celoso y enojado, que ya había mandado a matar por causas fútiles, por lo menos a una persona: el ladrón que le había quitado el bolso a su mujer. Si era capaz de eso con un simple arreba­tador de carteras, ¿qué no le haría a su amigo por mantener un ardiente y apasionado romance con la infiel esposa Brigitte? Era para preocuparse y tenía razón, pues el visitante estaba allí, para reclamarle a Andrés su compor­tamiento con Brigitte. Pero mientras esos pensa­mientos ocupaban la mente de Mar, en la citada mesa, De Martino no dejaba de amenazar a Andrés.

—La próxima vez que tenga conocimiento que an­das detrás de mi mujer te mueres —le dijo al sorprendido Andrés, que se mantenía callado—. Escúchame bien,—volvió a advertirle— si me llego a enterar que has mante­nido algún tipo de trato con mi esposa, te voy a mandar a cortar en pedazos y arrojaré tus restos al primer basurero que encuentre, y si no aprecias tu miserable vida, enton­ces a la chica de la barra, la que nos observa queriendo escuchar la conversación, tu amiga con derechos, será la primera que voy a dividir en ocho pedazos, de los cuales solo verás su cabeza, porque el resto de su cuerpo será convertido en salchichas en el tercer mundo.

—No entiendo nada de lo que dice, señor —co­mentó Andrés instintivamente, buscando defenderse.

De Martino, sentado en el mullido sofá, levantó la so­lapa izquierda de su saco y dejó ver la empuñadura pla­teada de una pistola y dijo:

—Tal vez un balazo en la rodilla te haga entender.

—Está bien señor, no volverá a suceder, me ena­moré y nunca pensé que podía herir a alguien. Tiene mi palabra, jamás volveré a ver a su mujer —terminó de decir el joven, aguardando que sus palabras bastaran para apaci­guar los celos del peligroso individuo que tenía en­frente.

Andrés siempre imaginó al vengativo esposo de Bri­gitte como un hombre bien vestido, pero de baja esta­tura, calvo y hasta de malos modales, algo que había empu­jado a su mujer a buscar otros brazos, por eso es­taba tan sorprendido con la figura de Andrea, con sus cua­renta y tres años, alto, fuerte, sin un gramo de grasa, vestido con traje azul marino, camisa blanca de lino, y un corte de cabello con la raya de lado impecable. De Mar­tino se puso de pie para dar por terminada su visita, miró con desprecio al amante de su esposa y una vez más fue clara su advertencia:

—Si vuelves a tratar a mi mujer, por el motivo que sea, te mueres tú y tu amiga. —Andrés tragó grueso, no obstante, como en todo el encuentro, le sostuvo la mirada, no tanto para vigilar al posible agresor, sino como alguien que asume su irresponsabilidad, que no busca huir del daño causado. De Martino se dio cuenta de eso y por mo­mentos deponía su actitud. Su mirada iracunda, cambió, por segundos, su feroz mirada se tornó benevolente, co­mo buscando entender al joven, pero solo fueron breves instantes, enseguida volvió con su airada advertencia—: Ya sabes muchacho, no me obligues a matarte, trata de llegar a viejo —terminó de decir. Luego abrió la puerta del local, y se unió a los guarda espaldas que lo esperaban, para conducirlo al auto donde había llegado al Starbucks, y mientras caminaba se dijo entre dientes—: Maldita sea, que no se me vaya de las manos.

Andrea de Martino era hijo de madre española y pa­dre italiano que habían emigrado a Argentina a media­dos de la década de los sesenta. Nació en ese país, pero al poco tiempo la familia regresó a España con la inten­ción de explotar comercialmente un pequeño viñedo que su madre había heredado. Cuando Andrea tenía quince años, las ventas de la pequeña empresa familiar comenza­ron a crecer. El joven lograba colocar la produc­ción del viñedo, sin mucha dificultad en su localidad, gra­cias al tesón que empezaba a demostrar en los negocios y a su cualidad innata de buen vendedor. Cuando tenía dieciocho años ya era un comerciante destacado y, haciendo un paréntesis, comenzó un romance con una joven que lo sedujo. Él se dejó llevar, estaba feliz con te­ner sexo a toda hora con aquella fogosa mujer que sabía más de eso que él. Hasta que un día la chica le dijo: Estoy embarazada, espero un hijo tuyo. Ese fue el último día que Andrea se acostó con aquella joven y poco a poco se fue alejando de ella y de nuevo se entregó de lleno a sus negocios, los cuales le llevaron una vez más hasta Amé­rica Latina. La idea era conseguir compradores para su mercancía, que ya abarcaba nuevos productos, entre ellos aceite de oliva y otras especias requeridas por los europeos de ultramar. Precisamente andando por Colom­bia, se infectó de parotiditis o paperas, como también se le conoce a la enfermedad viral, pero para su mala suerte se convirtió en una rareza de las estadísticas, pues el vi­rus lo dejó estéril. Andrea siguió su ascendente vida empresa­rial, la noticia de que ya no volvería a tener hijos le afectó poco. A los treinta años era un hombre adine­rado, se había convertido en representante de diversas casas licoreras de Europa para vender sus productos en Íbero América, lo cual lo habían convertido en millonario. Las mujeres se volvían locas por él, era apuesto, tempera­mental, galante, y rico... muy rico. Una vez le dijo a un amigo cercano: Las mujeres se vuelven locas por mí, todas, no hay una que se me resista, con novios o con maridos, si les propongo algo no se niegan. ¿Sabes la causa? Soy rico y bello, la mezcla que enloquece a las mujeres de todo el mundo.

A Brigitte la conoció en París, en un hotel cinco estre­llas, durante una reunión de negocios con un adine­rado francés productor de vinos, que deseaba que su producto llegara al Caribe y Sudamérica. Durante la reunión, la hija del magnate vinícola, la bella y sexy Brigitte, se apareció, en mini falda e inmediatamente hechizó al apuesto y viril Andrea, que juró, que nunca en su vida había visto a una mujer tan hermosa, con aquellas piernas de diosa griega, reservadas solo para hombres apuestos, decididos y adinera­dos como él. La imagen de la chica francesa, desde ese momento lo siguió a todas partes, a tal punto que se desvelaba pensando en ella. No podía olvidar la primera vez que vio su rostro, el rostro de la mujer más bella de este mundo y de todos los mundos. Había estado con centenares de mujeres, asiáticas, negras, latinas, ru­bias, pero no recordaba haber sentido algo por ellas. Por primera vez se había enamorado y se moría de celos pen­sando que otro pudiese adelantarse y arrebatarle su amor. Actuó rápido y enamoró a Brigitte. Se casaron desvi­viéndose él por ella, todos sus gustos eran cumpli­dos, nada le faltaba a la francesa y ella también lo amaba, hasta que un día descubrió, que a Andrea, le era imposi­ble ser un hombre fiel. Aun así, Andrea de Martino amaba a su mujer con locura, consideraba que no era su culpa las infidelidades, "eran las mujeres que lo asaltaban a él" se decía. Las otras eran eso: otras. Brigitte era su amor verdadero, adoraba a su mujer, y estaba decidido a que ningún hombre se la disputase, así tuviese que matar a cualquiera que quisiera interponerse en su camino.

*********

De vuelta al Starbucks, Andrés, blanco como un pa­pel, pidió un vaso de agua para pasar el susto.

—¿Qué pasó Andrés?, ¿quién es ese hombre que te ha dejado tan descompuesto?

Pero el joven no reaccionaba, cuando lo hizo, es­tuvo a punto de contarle todo a su amiga, pero en ese mo­mento, un grupo de turistas argentinos y mexicanos entra­ron por la puerta del local y Andrés dijo:

—Luego te cuento, ha llegado trabajo.

Al finalizar sus labores Andrés le contó todo a Mar.

—Ese hombre es el marido de Brigitte, y me ha di­cho que si la vuelvo a ver me mata, y no solo eso, a ti tam­bién te amenazó de muerte.

—¿Y eso?

—Piensa que tú y yo somos pareja.

—¿Y qué piensas hacer?

—Pues dejarla, no me queda otra opción, si ya es­taba mal que me acostara con ella, ahora con más razón.

Pasaron los días, las semanas, los meses, ya Andrés,había aceptado que Brigitte no era para él, hasta que un día sonó elteléfono... Era la francesa.

El peligro de amarWhere stories live. Discover now