Gracias a que "La matanza de Texas" acabó tarde, me quedé dormida y tuve que preparar todo corriendo. Por suerte fui previsora y me preparé toda la ropa antes de acostarme, así que me vestí en la mitad de tiempo. Cogí rápidamente a Heliodoro de su jaula y salimos los dos a la calle. El frío húmedo se metía por todos los recovecos de mi cuerpo. El pobre Heli se hinchó como una pequeña pelota verde y amarilla. Me puse la capucha y lo metí dentro para que estuviese más calentito. Al poco vimos que un Volkwagen Golf rojo se paraba enfrente de nosotros. El conductor, un hombre joven, iba acompañado del que parecía su padre.
— Debes de ser Claudia. Por fin nos conocemos. ¡Soy Guido! — Lo saludé con dos besos —. Este es mi hijo, Máximo o Max, como quieras llamarlo.
— Hola — me dijo.
— Venga pasad, que os vais a congelar.
Realmente no sé cuánto tardamos en llegar, pero se me hizo muy corto. Guido, que debía de tener unos setenta años, vivía con su mujer y su hijo pequeño en un pueblecito tranquilo, rodeado de un mar verde de hierba y desde donde se podían ver las montañas. Su casa, que tenía dos plantas, era de piedra y tenía pinta de ser vieja. Unos rosales y arbustos de diferente tipo guiaban al visitante hacia la entrada de la casa, mientras que una valla de madera marcaba el límite de la propiedad. Era una pena que en esa época del año no hubiera flores, porque seguramente debía de ser precioso. Una mujer, de una edad similar a la de Guido salió de la casa para darnos la bienvenida. Era un poco rechoncha, chiquitilla, con la cara redonda y mofletuda. Vestía un vestido de flores muy coloridas y una chaqueta de punto larga de color amarillo que le hacía parecer una persona muy alegre.
— Hola cariño, me llamo Begoña. Pasad, dentro está la lumbre encendida. No quiero que os constipéis con este frío.
Seguí a la anfitriona hasta dentro de la casa. El olor del guiso impregnaba el aire. El calor me abofeteó de lleno e hizo que me quitase unas cuantas capas de ropa. Heliodoro se sacudió y se puso a revolotear por todas partes cotilleándolo todo. Al ser una casa antigua, prácticamente toda la primera planta era la cocina, centro neurálgico del hogar; donde podías comer, ver la televisión o leer al calorcito. En general había una decoración muy rural, como la cocina que era de leña, o los platos pintados a mano de las paredes.
— Habéis tardado mucho, ¿no? — Le preguntó Begoña a su marido.
— Sí, bueno. Hemos ido por el camino largo, para que no se asuste.
— Ah, vale. Si es por eso... Es que ya me habíais preocupado. Claudia, cielo, ¿quieres que te enseñe la casa?
— Vale.
Me volví para buscar con la mirada a mi periquito, el cual estaba acercándose peligrosamente al puchero.
—Ven Heli, deja de husmear eso.
Obediente, Heliodoro se posó en mi hombro y los dos fuimos tras la anciana. Tenía una agilidad increíble y subía las escaleras de maravilla. Tal y como estaba construida la casa permitía que el calor subiera hacia las habitaciones del segundo piso. Eran tres y un aseo. Me contó que ellos se duchaban en un baño que había en el primer piso, de esa manera aprovechaban el agua que se calentaba en la cocina. Estaba todo muy bien pensado.
Bajamos y la mesa estaba ya lista para comer. Max me sirvió primero a mí y luego a sus padres. He de reconocer que nunca había probado un pote tan bueno. La comida transcurrió animada y pude escuchar numerosas anécdotas sobre mi abuela y su amistad con Guido y Begoña.
Una vez habíamos terminado, recogimos la mesa y Guido trajo la carta que mi abuela le dio como última voluntad.
— Toma niña, lo que viene aquí escrito lo debes de conocer tú también.
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La abuela Silvina
FantasiClaudia, una veinteañera independizada, recibe la mala noticia de que su abuela ha fallecido. Le deja en herencia una serie de objetos un tanto inservibles y a su periquito Heliodoro. Con el tiempo, Claudia descubre que su abuela no era como las de...