PRÓLOGO

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"Perdedores, solitarios, cobardes que quisieron parecer fuertes. Delincuentes ordinarios, imbéciles cubiertos de cicatrices, basura inmunda frente a sus reflejos"

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Hace unos pocos días leía en un diario sobre el increíble porcentaje de personas que la pasan solos por el día de los enamorados, San Valentín, como se le conoce habitualmente. Lo hacía mientras esperaba el cappuccino caliente en el Café al que he vuelto a acudir luego de ausentarme durante muchos años. Solía venir cada tarde después de clases. No me recuerdo como alguien de rutinas, mucho menos de horarios, pero esta es la única que mantenía religiosamente hasta cumplir los 20

Puede que durante estos pocos minutos ya te hayas dado cuenta de algo (deberías, al fijarte que soy un joven de la era tecnológica que aún lee el diario), y es que odio los teléfonos inteligentes, tanto que quizás podría considerarse una fobia, tal vez sea por el hecho de que a los 15 vi como mi hermana mayor era hecha un salpicado de carne y huesos tras el encuentro con un Ferrari, que al igual que ella, se encontraba centrado en cualquier cosa, menos en la vía.

Él del Ferrari iba ebrio, vodka del costoso. El niño rico de turno que anda por fiestas y pubs diciendo que su padre es tal o cual empresario multimillonario con el que no te debías meter, y menos con su hermoso y descerebrado hijito, hijito que milagrosamente salió solo con una vértebra rota, todo gracias a la bolsa de aire. Sin mencionar que tampoco pagó un solo día en prisión. Vi a su padre hablar con el juez durante el descanso en el juicio, unas sonrisas, algunos susurros y PUFF! El joven Rockefeller no pisaría una cárcel nunca en la vida mientras nosotros veríamos si la indemnización del seguro podía cubrir todos los gastos del funeral y sepultura de mi hermana.

Ella con el móvil, Él con el alcohol, dos vicios igual de odiosos, inútiles y perjudiciales.

Y tranquilo, ya que puede que no me creas (yo tampoco lo haría por como he empezado mi presentación, dan hasta ganas de salir a comprarse un Ferrari, ¿A que sí?) pero no soy ningún fatalista, todas estas cosas que te cuento, muy aparte de que las he encapsulado en una sección de mis recuerdos que al día de hoy no me ocasiona ningún dolor recapitular, son necesarias para que conozcas lo que fue hace varios años una parte de mi vida y cómo eso influyó en la serie de acontecimientos que me llevaron a la nociva situación en la que me encuentro más de 100 años después.

Terminé de leer el diario casi a la par que daba el último sorbo al cappuccino, algo tibio ya por mi tardanza con la lectura. Me levanto, me abro paso entre las mesas casi ya sin rastro de clientes, y me acercó a la mesera que me ha atendido desde la primera vez que volví al café. Es delgada, pálida y con los ojos grandes y expresivos, cabello limpio y perfumado hasta los hombros. Siempre me agradó que fuera tan menuda y amable conmigo, es de esas chicas que ya no se encuentran. Estaba terminando de limpiar una de las mesas del café, eran casi las 9:00 pm, en una hora más acabaría su turno.

-Kiko- Llamé mientras me acercaba hasta ella sacando un billete arrugado de mi bolsillo trasero para pagar por la bebida

-¡Yongie!- Me sonríe mientras se acomodaba un mechón de cabello tras la oreja y detiene por un momento la limpieza –Son 10 dólares, como siempre- Me suelta cantarina mientras me estira su palma pálida y delgada

-10 dólares, como siempre- Repetí infantilmente mientras le alcanzaba el billete y ella lo guardaba para continuar limpiando.

- Hay algunas revistas en la barra – Me dijo en lo que se apresuraba a coger la escoba para comenzar con su habitual última tarea de todos los días en el café. – Dales una ojeada mientras acabo esto-

A las 9:00 pm Kiko era la única empleada que quedaba en el café, ergo, era la que aseguraba, guardaba y limpiaba todo milimétricamente para el primer turno del día siguiente. Un par de veces traté de ayudarla, solo para que me dijera que lo hacía de pena, por lo cual mi orgullo y yo no volvimos a ofrecerle apoyo alguno concerniente a la limpieza. Lo que sí que podía hacer por ella era darle un aventón hasta su hogar al acabar el turno. Vamos que son las 10:00 pm en el centro de los Ángeles...

...

La oí llamarme una hora después. Cogí mi abrigo y la ayudé a colocarse el suyo. Apagué las luces y a aseguré bien las puertas, ya estaba acostumbrado a hacerlo por ella a diario.

Subimos a mi auto y tras unos 45 minutos conduciendo, tiempo que normalmente pasábamos charlando o escuchando alguna estación de radio, ya estábamos en su departamento. Nos despedimos, y ella como ya era habitual, alcanzó a darme un beso rápido en la mejilla antes de bajarse.

-Ve con cuidado Yongie- llegó a decir antes de cerrar la puerta del coche tras su espalda. Este era nuestro rito habitual. Yo esperaba a que entrara en el complejo de apartamentos, llegara al suyo que quedaba en el segundo nivel, encendiera la luz, abriera la ventana que daba a la calle y desde ahí me diera la última despedida para poderme marchar. Solo así me aseguraba que todo estuviese en orden.

...

Era alrededor de la media noche cuando me hallaba de regreso en casa (una de las muchas sumadas a la colección de hogares de los que eventualmente tendré que marcharme, quiera o no) Un departamento mediano, con una ambientación rústica que me hacía sentir cálido, ya que la casa de mis padres en la que pasé la mayor parte de mi vida era parecida a esta. El rechinar de la puerta de madera me dio la bienvenida; tras lo cual fui a parar directamente al televisor y dejé que el primer programa que apareciese fuera el dueño de mi entretenimiento nocturno, el control remoto se había extraviado hacía un buen par de semanas y no pensaba cambiar manualmente los canales.

Para mi suerte los dibujos animados de Betty Boop me saludaron tras la pantalla. Me vendrían bien unas risas luego de otro día lleno de NADA, y no, ya lo mencioné, no soy un fatalista, mis días y esta existencia en la que no se me permitió ni se me permitirá morir jamás, estuvieron, están y estarán hasta Dios sabe cuándo, girando alrededor de la NADA. Ya ni siquiera sé porque sigo pensando en la ayuda de algún dios que me vea con amparo, digo, en su tiempo trató de hacérmela fácil intentando hacer que mi alma pudiera tener descanso. Pero no pudo lograrlo conmigo...

Mi nombre es Kwon Jiyong, contaba con 26 años al momento de fallecer en medio de algún cruce de caminos en la ciudad de Los Ángeles, es lo único que recuerdo; eso y que fui elegido desde el momento de mi muerte, como el PRIMER PERDEDOR, EL PERDEDOR DEL RUMBO.

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