El Paraíso de los Suicidas

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Luego de que se produjera el cataclismo mundial que llevó a la muerte a más de la tercera parte de la humanidad y dejara al resto sumido en la desesperación, Miguel asumió esta situación con calma. Cuando empezaron a llegar las noticias sobre el virus de la gripe que estaba matando a millones en el hemisferio norte, una corazonada nacida de ver cientos de films apocalípticos y de Ciencia Ficción, lo llevó a juntar agua potable y alimentos enlatados en su casa maternal, de la cual quedó como amo y señor a la muerte de su madre un año antes.

Cuando las autoridades sanitarias del país declararon que la cepa mortal había ingresado al país, llamó a Yolanda, su eterna enamorada, quién estaba en ese valle interandino donde habían nacido, crecido y amado, para que se protegiera y avisara para que no salieran los carros a la ciudad, distante a 12 horas de cuatro mil metros de altura y curvas infinitas. Miguel se encomendó a la Virgen por lo que iba a hacer y salió a conseguir dos cosas fundamentales para él en esos momentos: armas y más comida enlatada.

El remordimiento no existía en la mente del joven. Entre el policía y el delincuente que se le cruzaron por esos días, no halló diferencia. El tema de la comida fue sencillo. Incitó a una turba para arremeter contra el supermercado y, mientras los demás estaban preocupados en los televisores plasma y equipos de sonido, él se llevaba carritos y más carritos llenos de atunes y más atunes, bolsas de arroz y azúcar. Al último, cuando no quedaba casi nada, entró a la farmacia y arrasó con antibióticos, vendas y medicinas varias.

La ciudad era un infierno y Miguel un ángel frio y macabro que contemplaba todo desde el segundo piso de su casa. En el sótano había almacenado los pertrechos y protegido la entrada con sacos de arena, por si algún incendio alcanzaba también su hogar. No pasó.

Los días siguientes y antes que se cortara la comunicación, aconsejó vía radio a Yolanda para que con su familia se proveyera de granos, de agua limpia, de mantas, de todo lo necesario para pasar hambre y penurias por algún tiempo. Que se alejaran de los que presentaban la gripe y de ser posible que los quemaran. Siempre terminaba las comunicaciones con la promesa de llegar hasta ella, sea como sea.

Atrincherado, esperó pacientemente al diezmado de la población de esa ciudad que lo acogió años atrás, con sus tres volcanes, la blancura de su sillar y su inmensa Catedral, la cual se mantuvo erguida, mientras la muerte pasó con su guadaña, dejando el rastro sanguinolento de pulmones destrozados a su paso.

El éxodo fue peor. Los huesudos dedos los alcanzaron en plena carretera, asidos a los volantes, reclinados en sus asientos, corriendo hacia la nada.

Miguel esperó una semana más, hasta que el silencio se le hizo costumbre, hasta que en la radio las noticias se apagaron solas. Una que otra vez se comunicaba con algún sobreviviente. A las dos semanas colapsó la electricidad. El sistema de desagüe tardó algo más, así como el agua, que ya no era potable.      

Apertrechado con lo necesario, se animó un día a salir a buscar lo que siempre ideó en esos días. Como supuso, en el cuartel más cercano, no había guarnición que protegiera los tesoros. El camión que anheló estaba allí. Las horas trabajando, cargando el combustible y algunas armas más, colocando la carreta con el jeep detrás, valieron la pena. Estaba listo para empezar su travesía. La salida fue un tema, viajar un tramo, tratar de sacar los vehículos que estorbaban, avanzar otro, y así hasta llegar hasta su casa y descansar con un ojo abierto.

Continuar con el trabajo dos días más antes de animarse a salir a cumplir con su cometido. Había pasado algunos meses desde el exterminio de la humanidad. Sin embargo, luego de algunos encuentros repentinos terminados en muerte y negociaciones con algún sobreviviente más dispuesto a acatar sus órdenes, salió de la ciudad junto a tres compañeros: una mujer madura, enfermera para mayores rasgos, un adolescente solícito y una niña abandonada.

Nadie entendía los motivos de Miguel, pero lo seguían. Estuvieron a su lado cuando se enfrentó a una banda de desesperados mineros artesanales que los intentaron emboscar en la ruta. Estuvieron con él y hasta lo cuidaron los siguientes días de su convalecencia cuando a punta de metralleta incursionó en un campamento de sobrevivientes que obstruían su paso en plena carretera. No preguntaron nada. Estaban anestesiados por la violencia que vivieron en los días posteriores a la gripe masiva.

Alguna vez se preguntaron a la luz de la fogata, asando alguna vizcacha capturada o una alpaca extraviada por esos rumbos, sobre el motivo de su resistencia y sobrevivencia, pero terminaban atribuyéndole méritos al Dios común, mientras que Miguel, sólo respondía que sobrevivió por el amor. Solo la enfermera y el adolescente entendieron sobre ese sentimiento salvífico. La niña, madura antes de tiempo por su pérdida, intuía que no sería el blanco del afecto de ese hombre que le causaba miedo y la paz le volvió al cuerpo.

Luego de casi dos meses de camino, en el que pasaron peripecias mil, como la falta de combustible, un par de emboscadas más, el rapto de la enfermera, entre otros incidentes, llegaron a ese valle donde se hallaba Yolanda y había nacido Miguel. Como seguridad había enviado al adolescente para asegurar la entrada pacífica de su caravana. Al verlo regresar sano y entero, entró en el pueblo, siendo recibido por más de cien personas, sobrevivientes de la gripe masiva, gracias a los consejos que les proporcionó el mismo Miguel, a través de Yolanda.

Ella estaba allí, mirándolo con esa misma mirada incierta que siempre le ofreció durante sus años de corretear por las chacras de maíz alto, en las horas del amor adolescente y que no cambió cuando él se fue a la ciudad para conseguirse un nombre y regresar por ella para el casorio correspondiente. Pero esa mirada traía algo más y lo comprendió cuando se acercó a ella y no pudo dejar de desviar la mirada, junto con la de Yolanda, hacia Pedro, el amigo de la infancia de ambos que estaba a pocos metros de ella. Los tres se miraron durante algunos instantes, suficientes para que Miguel comprendiera que su promesa de volver por su amante, fue olvidada.

Miguel dejó pasar un día antes de encaminarse hacia el Paraíso de los Suicidas, ese farallón ubicado metros más abajo del cementerio del pueblo, que daba directamente al río en una caída de trescientos metros, donde desde inmemoriales decenios, los amantes frustrados de ese valle interandino, culminaban con su dolor. Atrás dejaba a Yolanda y su nuevo amor, abrazados eternamente en ese charco de sangre, demostrando que, aunque pasara lo peor a la humanidad, el hombre en sí, nunca cambiaría en sus pasiones, en sus venganzas, ni en sus frustraciones cotidianas…

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