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Era por la tarde y los demás parecían estar extrañamente tranquilos. La sala de entrenamiento estaba reservada por el Moyashi y su amigo pelirrojo y eso significaba que no tendría el silencio que necesitaba mi concentración al meditar, así que decidí quedarme en mi cuarto.

Podía pasarme las horas allí mismo, tan solo el escuchar a personas pasar por los pasillos. Risas, palabras entre compañeros, bromas... todo opacado gracias a la puerta.

Yo, por el contrario al resto de miembros que habitaban en la Orden, miraba por la ventana. Observaba sentado desde aquella mesa el paisaje que me daban esos finos cristales que abrían sus puertas al exterior... y era capaz de sentir y pensar que allí sí que encajaba a la perfección.

No se necesitaban palabras, sólo ojos que pudieran contemplar el azul del cielo o las nubes que con su típica parsimonia, cruzaban de un lado para otro sin más dirección que la que el viento les daba a placer.

En un momento de relajación, dejé caer por accidente a Mugen y ni siquiera mis reflejos pudieron atraparla, creando un estruendo que echó a perder por completo mi momento de reflexión.

Decidí bajar de la mesa de un pequeño salto, tomarla entre mis manos y observarla con detenimiento. Y es cuando paré a pensarlo detenidamente.

-¿A cuántos habré matado ya? –me pregunté como si la katana tuviera vida propia para responder cuanta sangre de Akuma había probado su filo. Fruncí el ceño y dejé el arma en su correspondiente lugar, me estaba sintiendo estúpido hablando con un objeto pero algo me detuvo, tomando de nueva cuenta a Mugen y sacándola de su vaina al sentir un movimiento extraño. Me giré en instantes y mis ojos se abrieron un poco más de lo normal debido a la sorpresa.

Otro pétalo había caído.

La urna de cristal permitía ver como ese suave pétalo rosado caía hasta tocar el fondo, perdiendo toda vida y color, quedando gris y desapareciendo ante mis ojos. Desvié mi vista al suelo y luego cerré mis párpados.

Cada flor que dejaba caer uno de sus preciados miembros, se llevaba un pequeño pedazo de mis esperanzas por encontrar a esa persona. Algún día, terminaría del mismo modo que las flores, y era algo inevitable para cualquier tipo de existencia que estuviera viva.

-¿Vivo? –volví a pensar en voz alta, y aunque no quisiera admitirlo y remarcara tanto mi superioridad en él, sabía que el Moyashi entendía más de ese verbo que yo. Sabía aprovechar su tiempo, disfrutaba de cada momento vivido solo o en compañía.

Incluso era único y digno de admirar por su pasión en la batalla.

Deseché esos pensamientos al instante ¿Por qué estaba malgastando el tiempo en cosas sin importancia?

Salí de allí ajustando a Mugen en mi cintura y con paso decidido dejé los pasillos de las habitaciones, parando en seco al haber llegado a la sala de entrenamiento y lograr esquivar el martillo –¡Mira por donde apuntas! –le miré de reojo.

-Yuu-chan, cuanto tiempo. –saludó con su típica y estúpida sonrisa.

–¡No me llames así, es Kanda! –exclamé con enojo -Tch... Baka usagi. –di media vuelta, pero antes de poder irme de allí, la voz del menor me llamó, éste sin apelativos denigrantes como su compañero solía hacer.

Le miré por unos instantes. Venía corriendo hacia mí, con una sonrisa aunque sabía que no la iba a corresponder. Comenzó a hablar pero no le escuché. Cerré los ojos, volví mi cabeza al frente y continué caminando con el peliblanco atrás, pidiéndome lo que ya tenía.

Mi atención...

DaybreakDonde viven las historias. Descúbrelo ahora