Capitulo 8

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Después de la clase de infantería seguía la de caballería. En verdad me gustaba. Nos enseñaban desde las partes del caballo hasta su cuidado y alimentación. Quien impartía las clases era una profesora, de nombre Lízbeth, alta y cariñosa. Es decir, parece imposible que una persona que pertenece al ejército sea capaz de demostrar sentimientos, porque de cierta forma, debe de dejarlos a un lado para estar dispuesta a hacer lo que sea por su país, sí, matar a otros. Pero esta maestra era diferente, era comprensiva y paciente, y demostraba una gran pasión por lo que hacía.

Ojalá pudiera llegar a ser como ella si en un futuro no salgo de aquí.

De inmediato borré la idea de mi cabeza. Claro que saldría de aquí, no sé cómo, pero lo haría, debía hacerlo. No podía ser egoísta, tenía familia en quien pensar.

Todo era nuevo para mí, todo me causaba curiosidad, como una niña pequeña que trata de tocar todo a la vez, de conocer los nuevos olores, formas, colores y sabores que se presentan en su mundo, ante su vista.

Y, de hecho, para ser sincera, la mitad de la clase había prestado atención, porque siempre he sido alguien reflexiva, que ha pasado la mitad de su vida pensando e imaginando. Tal vez por el hecho de estar encerrada en mi propio mundo, sin amigos y sin nadie más que charlar que mis padres, hermanos y los animales del bosque. Porque sí, por más loco y desquiciado que parezca, hablaba con ellos. Pero vamos, ¿acaso no mis circunstancias lo justifican?

Tal vez por eso me sentía muy bien en la clase de caballería, porque de esa forma podía conocer un poco más a esos seres que tanto tiempo habían sido mis confidentes y mis amigos, esos que cuando me sentía triste o desesperada por mi situación, acudían a mi, como para darme consuelo. En realidad, los caballos siempre habían sido de mis favoritos. Y estos, por alguna razón, me preferían a mi. Sí, de todos los miembros de mi familia, era conmigo con quien se sentían mejor,o al menos, eso pensaba, porque siempre me buscaban.

Veía el esqueleto que la maestra señalaba, pensando "¿En verdad Daisy luce así por dentro?" Daisy era mi yegüa, la habíamos encontrado entre los prados, a unos kilómetros de nuestra cabaña.

Ese día mi papá y yo habíamos ido a pescar a un riachuelo donde había un árbol de manzanas. Nos gustaba ese lugar, y de vez en cuando íbamos porque allí se encontraban los peces más frescos y grandes, además, era un buen lugar para pasar la tarde. ¡Oh que bellos tiempos aquellos! Disfrutaba mucho de la compañía de mi padre. Ese día precisamente, estábamos sentados en frondoso pasto cuando divisamos a lo lejos una silueta, sí, la de un caballo. Era uno pequeño, así que supusimos que era un potrillo, o en todo caso un poni. Pero, ¿qué hacía allí? ¿Se había perdido? Lo más probable era que sí.

Nos acercamos con cuidado, hasta que en un punto mi padre mi pidió que me quedara detrás de él. Obedecí. Sabía que era lo mejor. Entonces él se acercó más y me susurró.

—Es una potranca.

Era bellísima. Era de un color alazán crines lava, y la raza parecía ser árabe. Porque sí, mi padre había montado toda su vida, y conocía muy bien a los caballos, y por supuesto, me había transmitido esos conocimientos. No le costó nada calmar a la potranca, se ganó su confianza y poco a poco ésta se acercó más, busco el consuelo en los brazos de mi padre. Entonces lo supimos: se había perdido. Me partió el corazón saberlo. Era una niña pequeña que amaba mucho a su madre, y la idea de que un ser vivo tan hermoso como este tuviera que vivir sin su propia madre, era descorazonadora. La llevamos a casa, y ahí le dimos de comer. La cuidamos y la limpiamos, le entrenamos y la domesticamos. Le dimos un hogar.

Estando en esa clase pensaba mucho en eso, recordaba la historia y me preguntaba qué pasaría con Daisy, ahora que nadie estaba para cuidarla... Mi padre no estaba.

Se me escurrió una lágrima. Detestaba no poder controlar las lágrimas que salían de mis ojos, porque así era, involuntariamente, estaban saliendo.

—No me gusta verte así.— De inmediato sequé mis lágrimas con el dorso de la mano y voltee a ver quién había dicho eso.

—Dime qué debo hacer con tal de verte sonreír, en serio, lo que sea, lo haré — dijo Luke, sentándose a mi lado. La maestra estaba distraída, ni siquiera me había dado cuenta en qué momento había dejado de hablar y se había sentado en su escritorio.

—Dime, ¿por qué tanta la necesidad de verme sonreír? — pregunté con un poco de ironía, sin saber que más decir.

—Porque solo una vez te he visto hacerlo, y desde ahí se ha convertido en algo así como mi droga. Tú sabes que las drogas son adictivas, no te conformas con una sola vez, deseas más. Y tu, tú tienes la más hermosa sonrisa que jamás haya visto.

Dios, ¿qué estaba pasando? Intentaba fingir, pero este tipo en realidad me hacía sentir cosas que ni yo entendía.

—Ehh.. bueno, gr-gracias— tartamudeé, como una vil tonta. Así me sentía. ¿Es que en serio no se me ocurría otra cosa? Él solo sonrió y se fue. Termine por sonreír yo también.

Acabó la clase y posteriormente, nos dirigimos al salón donde nos darían las clases de arma blindada; básicamente, aquí aprendías a conducir los tanques y a disparar municiones con ellos. En el ejército, tenías la instrucción de matar a cualquier enemigo que se te pusiera enfrente. Eso no cabía en mi cabeza. ¿Yo, matando a alguien? La simple idea en mi cabeza me atemorizaba, me causaba escalofríos. Apenas lo pensaba y ya deseaba sacarlo de mi mente, aún si, era inevitable que esa idea no se cruzara en mi mente, y mucho más siendo que los profesores lo mencionaban constantemente. Me ponía a imaginar el cargo de conciencia que podían tener los soldados sabiendo que habían matado a una persona, a dos, a diez, a decenas... Qué horrible. No sabía cómo podían vivir con eso.

Bueno, la verdad, si tenía una idea. La misma idea que había surgido cuando mi padre golpeó a ese hombre, la que me rondaba la cabeza una y otra vez. Si mi padre podía haber hecho eso ¿yo también?

Cada clase duraba aproximadamente una hora, y para mí, el tiempo estaba pasando muy rápido, tal vez porque eran cosas nuevas, que jamás hubiera podido conocer si no hubiera salido de mi zona de confort. De hecho, nunca había tenido una educación como tal, por las razones que son más que obvias. Es decir, mis padres me enseñaron en casa todo lo que pudieron, pero la idea de una escuela donde se conviviera con maestros y alumnos jamás había sido más que una ilusión. Aunque... no era esto lo que yo había imaginado. No me quejo, porque el conocimiento es conocimiento, sin importar de qué tipo; aunque hubiera preferido la educación normal, que los chicos normales de la sociedad tenían en una vida normal. Pero claro, esta no era una situación así.

Era hora de la última clase (o eso dijeron mis compañeros) y nos dirigimos a donde se especializaban los ingenieros en combate. Prácticamente, estas clases, eran apenas como una introducción, porque el verdadero entrenamiento en esta área se daría cuando se seleccionaran a los adecuados para desempeñarla. Me gustaba lo que hacía el ingeniero en combate, básicamente, éste abría el paso a la infantería al territorio enemigo, pues se encargaba de la destrucción o construcción de puentes, alambradas, barricadas, campos minados o detección de minas, ya sea para preparar el terreno al ejército amigo, o dificultar el ataque del enemigo. Era interesante escuchar las estrategias e instrucciones que se debían seguir, así que procuré prestar mucha atención.

Eran las 11 am. Había terminado la última clase.

—Por fin, estoy muy agotada— dije suspirando a Charlotte, parece que ella se había convertido en mi amiga.

—¿Qué? ¿Cansada? ¡No vamos ni a la mitad del día! Han acabado las clases teóricas, pero siguen los ejercicios y educación física. Calentamiento, deportes, natación...— la interrumpí.

–Calla, me estás matando. Te juro que de solo escucharlo ya me cansé— dije en suplica y ella rió.

—Bueno, más vale que te guste el agotamiento físico, porque no tienes idea de lo que te espera.

Charlotte no podía tener más razón. No tenía ni idea.

El precio de una deudaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora