Era una mañana tranquila, al abrir la ventana sentí el sol iluminando mi piel, blanca como el papel. Escuché el agradable sonido de los pájaros cantando y los niños jugando. Me sentí trasladada a uno de los momentos de mi juventud, que llevo guardados en mi memoria, cual libro que se guarda en una repisa: no siempre es abierto, pero las veces que lo es, vuelve a la memoria de su lector, que con tanto cariño lo guarda, la primera vez que vivió la experiencia de comenzar a leerlo y de luego cerrarlo con provecho.
El aire, al golpear mi pronunciada frente y mis carnosos labios, me recuerda al bellísimo lugar en el que vivo. Desde que yo era apenas una ilusión, una pesadilla posible para algunos, y un sueño lejano para pocos. Nací en las puertas del Cielo, en el preciso momento en el que Dios desterró al diablo del Paraíso. El Cielo es un lugar puro, sin mancha ni pecado, así que la pizca de odio que el diablo había dejado en el Cielo, la que él creía que sería el inicio de su reinado, y que crecería cada vez más, en vez de quedarse en el piso, a las afueras del mismo, cayó, y cayó hasta llegar a la tierra de los hombres, el nivel intermedio entre el bien y el mal. Ya que yo llevaba parte de ambos: parte del amor del Paraíso , en donde había nacido, y parte del odio del infierno, caí allí, en un campo abandonado, que es donde ahora vivo. El aire puro del campo en días soleados me recuerda al sentimiento de haber presenciado lo que era el amor verdadero. O, a veces, de haberme sentido querida por algunas personas, al menos sólo por un tiempo... nunca pude formar lazos afectivos por mucho tiempo con ninguna persona ya que, por mi culpa, ellos luego sufrían afrontando las consecuencias, las consecuencias de esta miserable vida que me ha tocado llevar... Además, debo llevarlas ante Dios, y se que no las podré volver a ver... Yo no pertenezco ni al cielo ni al infierno, y eso implica no poder sentirse amada, no saber lo que es el significado de un abrazo, un beso o una caricia, sólo poder conocer a las personas en sus últimos momentos, y luego, tener que presenciar su última expresión, o última acción.
En los años que llevo ejerciendo este cargo, me e dado cuenta de que, a las personas, en sus últimos momentos es cuando se las puede conocer completamente, como son en su interior: si es un valiente, o un cobarde, si desperdició su vida, o la aprovecho al máximo. Los más valientes, felices y buenos, al morir, lo hacen en un notable silencio, como si se estuviesen durmiendo y sumergiendo en un sueño interminable, el sueño del paraíso, en cambio, los fraudes, los que desperdiciaron su vida y despreciaron a sus hermanos, hacen un escándalo tremendo ¿Sabrán que están a segundos de presenciar el infierno? Estoy segura que si, o que lo presienten. Y por eso siempre se los escucha gritar antes de cerrar sus ojos para siempre.
Mientras estos pensamientos mezclados toman control de mi mente por unos minutos, me encuentro sentada en una silla justo en frente de la ventana, estoy segura de haberme sentado sin darme cuenta. Normalmente me pasa: mientras mi mente divaga por los recónditos pasajes de mis recuerdos, mi cuerpo continúa efectuando la acción que anteriormente había pensado hacer. A veces, sin enterarme, paso de estar en mi habitación, a estar caminando por la calle, pensando en diversas cosas... Quien sabe, tal vez algún día aparezca en tu casa sin haberme percatado de ello...