SIN

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  Solo si te detenías bien lo podías contemplar. Él se acostaba ahí entre sabanas bordos que se mezclaban con el marrón de la pared, de formas irregulares y diferentes siempre, como una cordillera que se hace y deshace bajo la tutela del cansancio. Sin embargo, era su cuerpo yaciente sobre el esponjoso colchón el que generaba un impacto de desasosiego al ver como esas olas de sabana se petrificaban sin poder tocar su cuerpo. 

Quiero creer que el detalle mayor no era esta figura, si no como la luz fría de su teléfono se cristalizaba a través de una lagrima de profundo azul que bajaba con tal fuerza que parecía arrancarle la piel, y el alma, de sus mejillas rosadas por la luz cálida de la lámpara, que simulaba una falsa tibieza al ambiente. Se lo veía parpadear al contacto con el salado sabor de la amargura, penetrante como si los sentimientos perpetraran un crimen capital ante los frígidos músculos de un corazón, cuya única función era procurar que la viscosa sangre fluya. Así y solo así podría seguir sufriendo, como una ironía eterna. El corazón que vivo mantiene el sufrimiento y a su vez lo aborrece.

Pero todas las noches era así, la lágrima se llevaba consigo a ambas luces, y envestía en oscuridad todo el plano. Tal oscuridad que parecía como si todo fuese ya fútil e inexistente. La noche se cerraba con un suspiro tembloroso y el ruido de los labios separarse, que tronaban como si un cristal se fisurase, cada una, una tajada al corazón que parecía tener más sangre dentro que fuera de él. 

Gareth se levantaba todas las mañanas de la misma forma, evitaba el contacto con el piso frío colocando sus blancos pies sobre unas sandalias de goma grises, y se dirigía de manera hasta mecánica hacia la cocina. El café color petróleo le daba un color negro uniforme a la cafetera. Una gota cayó por última vez, y el líquido hirviente y áspero se depositó en una taza que tenía dibujos difusos pero que cumplía sus funciones. Gozando del amargo placer de los sentimientos poco placenteros decidió tomarlo sin azúcar. Sin embargo, él parecía disfrutarlo, era casi como masticar analgésicos. Un alivio punzante. 

Su teléfono vibraba en sintonia con el silencio, pero Gareth no sentía nada, sabía lo que le esperaba. Mensajes de otros, hasta de la misma empresa de teléfonos a la que pensó denunciar por hacerlo creer que esa chica estaba, ahí, en ese tajado instante. Esa chica, Amber, no estaba ahí como se podía suponer. Ella estaba a ochocientos kilómetros, una meta imposible de tocar para un chico dependiente de apenas 16 años. 

No sentía, veía colores, percibía ruidos borrosos y olores chatos como el mismo aire. Era justamente sentido lo que él no le daba. Porque solo en una cosa lo tenía. Era esa sensación de tener una bola de plomo tambaleándose por las arterias, sin salir del pecho,cual gripe incurable. Ella era la gripe. Cada mensaje era a la vez una ducha caliente de invierno junto la sensación ácida de arañazos en los pulmones, el pecho le ardía y le encantaba. 

Con esta banalidad, las cosas que pasaban fuera de él no parecían existir. Era una persistencia inmunda. Vivía dentro de esos pixeles oscuros y profundos como el océano,ilusiones lingüísticas que impactaban como látigos en él. Pero eran suaves, dilucidaban sobre esos temas que entre dos, solo dos, tienen sentido. Y si pudiese ser llevado fuera de contexto y materializado sería la pintura más bella. La belleza idealista que solo puede ser banal. Ellos no se querían, se deseaban. Sin embargo, eso tampoco lo era, su relación se fundaba en ese algo más que se ve obligado a ser llevado a las palabras como "te amo" pero que la definición no lo suponía. 

Estos sentimientos, estos dolores tenían su fundamento. Probable era que no la volviese a ver. Sus padres eran responsables por haberlo alejado, pero no tenían la culpa, la culpa era del dolor por solo existir. Amber se inyectaba en los sueños que tenía a ojos abiertos, como a la espera de su llegada, ojos dulces como avellana, que brillaban ante las luces dándole lividez. Pobre chica, tal era la carga que residía en ella de satisfacer a él, sin embargo no era su culpa. Con las semanas, proyectó esa idea de que la culpa misma era por causa de quien la estaba sintiendo. 

Encontró una conexión, el frío y punzante metal era como ella, pero estaba cerca y era real. Se sentía enajenado de su cuerpo, no podía sentir como la sangre se le escapaba como pintura que decora una baldosa blanca de formas intolerablemente atormentantes. Pero estaba ahí, secándose fuera de su cuerpo con ese olor a hierro oxidado. A veces lloraba, pero creía que ella no valía despedir esa sustancia salina y transparente que reina en los clichés, quería darle vida a cambio de la propia. Ella le insistía que se detenga, pero porque detendría aquello que la deja más cerca. El dolor. 

Rutinarias pasaban las semanas tristes de poca vida, fingiendo sonrisas amargas que le traían un dolor flamante a los músculos de la cara. Peor era verlos sonreír al unísono, sin comprender, ay que ignorancia tienen decía. Parecían monos contentos, a carcajadas por un espectáculo. Esa sensación de querer sumergirlos en el abismo de su mente le recorría la espina, el placer se manifestaría viendo sus caras de espanto e incomprensión, inocentes en la materia. Sin embargo, había un musculo dentro de él que no se lo permitía, ese trozo de carne palpitante se sacudía implorando piedad a aquellos en algo parecido a código morse.Él solo se retiraba, con la angustia fisionando sus átomos uno por uno, contemplando el amor manifestándose fuera de uno como una ilusión estúpida. 

Nadie lo quería, no le importaba. 

Ella no lo quería, la idea lo destrozaba 

Empalagante amargura, no lo deja respirar, 

Al pobre niño que solo quería saber amar. 

Por supuesto se reencontraron, las almas separadas. Esa noche que él había llegado sintió que el mundo giraba de nuevo, torpemente daba volteretas mientras el teléfono hacía sonidos de campana con cada mensaje que de ella llegaba. Amber se encontraría con Gareth a eso de las cuatro de la Tarde. Júbilo y humor le inundaban la sangre que ya parecía borracho de encantamiento. Comprendía, como quien se sienta por un segundo en el trono de Dios, ese poder desbordante, capaz de convertir a un hombre en un dios en sí. 

Sintió como su vida solo existió en el preciso instante en el que la vio aparecer,todas esas cualidades mundanas resaltadas en su máxima belleza, nunca imagino que un ser tan bello pudiese habitar en la tierra, menos que menos un ser humano. Su mirada lo congeló, como si el hielo pudiese frisar con calor, y abrazar con omnipotencia. Se acercaban, suaves pero constantes, dos puntos inevitables en una recta que suponían colisionar. 

Gareth no sentía nada, Amber hizo un gesto con los brazos, como para indicar el abrazo más nutritivo de una vida. Era inhóspito, sus brazos parecían cuchillas que le desgarraban la carne a trozos, helada como el ártico, completamente sin vida alguna ella se encontraba entre sus brazos. No porque él no lo haya deseado, era ella. Ahí fue, en el dolor máximo que el cuerpo, mente y alma son capaces de sentir, cuando se dio cuenta que ella no existía, estaba muerta. Pudriéndose en los calabozos de odio, pena y dolor, que irónicamente a ella pertenecían. Amber estaba muerta, siempre lo estuvo. El dolor le colapsó el corazón y se desplomó junto con el mundo, haciéndose cenizas de hielo, sobre el océano de inmaculada tristeza.  

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⏰ Última actualización: Feb 20, 2016 ⏰

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