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Me llamo Alexander, tengo veintitrés años y soy un asesino.

Recuerdo perfectamente el día que cometí mi primer homicidio. ¿De quién? De mi madre.

Todo comenzó cuando tenía siete años, en una noche de finales de octubre. Mi madre y yo esperábamos ansiosos a que volviera mi padre de la oficina de policía para poder celebrar su cumpleaños. Ella deseaba ver a su marido y yo deseaba comerme el pastel (siempre me han gustado los dulces). Él trabajaba como detective privado y, a veces, llegaba tarde a casa a causa del papeleo que su trabajo le causaba. Mi madre siempre le decía que dejara esa vocación porque era peligroso. Desde mi punto de vista, lo de ser detective lo veía, y lo sigo viendo estúpido. Cada uno debe resolver sus problemas, meterse en sus asuntos, no contratar a alguien para que haga ese trabajo por ti.

Cuando llamaron al timbre, mi madre se abalanzo hacía la puerta, abriéndola de par en par y a punto de exclamar: "¡Feliz cumpleaños!", pero las palabras murieron en su boca. Curioso, fui a la entrada y, en vez de encontrarme la enmarañada barba de mi padre y sus ojos oscuros surcados por ojeras, había un hombre totalmente extraño y vestido de negro.

-¿Es usted la esposa de Christian Wells

? -mi madre asintió, con la confusión pintada en su rostro-. Lamento decirle que ha fallecido este mediodía. Lo siento.

-¿Q-qué? -mi madre tuvo que apoyarse en mí para no caerse. Un rio de lágrimas salió de sus ojos, empañando su mirada y corriendo su maquillaje. Comenzó a hipar desenfrenadamente. Yo sólo miraba al hombre que teníamos delante, escrutando su cara-. ¿Có-cómo ha sido?

-Estaba siguiendo a alguien que, supuestamente, vendía drogas. Se acercó demasiado y... le dispararon tres veces. Dos en el pecho y una en la sien. Mañana será el entierro, espero que asista.

Mi madre no podía más. Rompió a llorar ahí mismo, en el recibidor, así que la llevé a su habitación y volví a la entrada para despedir al hombre.

No asistimos al entierro, más bien; no salimos de casa. Mi madre estaba devastada, no paraba de llorar y sollozar. Sinceramente, no me apenó la muerte de mi padre. Siempre pensé que era un débil mental y un vago. Pasaron las semanas y mi madre seguía llorando su perdida, cada día más fuerte.

Una noche, un mes después de que mi padre dejara el mundo, daba vueltas en mi cama, intentando dormir. Misión imposible, ya que mi madre lloriqueaba sin cesar. No soportaba el sonido. Me martilleaba la cabeza, sentía que si no hacía nada en los próximos cinco segundos me arrancaría las orejas. Cansado y harto, fui a la cocina, cogí un cuchillo y le rebané el cuello a esa mujer. Fue sencillo e indoloro. El cuerpo decapitado cayó al suelo, amortiguado por la alfombra y borboteando sangre.

Al fin un poco de silencio, pensé. Pateé la cabeza, no sin antes observar su rostro; tenía los ojos desorbitados, mirando hacia ninguna parte. De la comisura de sus labios salían hilillos de sangre y su tez era cada vez más pálida. Sonreí. Me encantó esa cara. Fui a la despensa y cogí muchos dulces, lavé mis manos y la hoja de mi puñal. Apague las luces, fui hacía la puerta y, con el cuchillo en mano y un cargamento de golosinas, me fui de mi casa.

Ese fue mi primer asesinato. El primero de muchos.

Después de ese incidente, vagué de acá para allá y un buen día, un hombre me encontró y me llevó a su orfanato. No fui consciente de que me quedé huérfano hasta ese día y, verdaderamente no me desagradó la idea. En el hospicio empezó a interesarme la anatomía humana. Cada día, después de los estudios, iba a la biblioteca del lugar y me refugiaba entre los libros de ciencias.

A los dieciocho años me marché de allí. Necesitaba probar todo lo que había aprendido. Así que comencé con mi primera oleada de crímenes. Mataba a aquellos que me decía el subconsciente. Gracias a mis conocimientos de anatomía, mis asesinatos eran más precisos, más pulidos y más divertidos. Es increíble lo que disfrutaba matando de forma aleatoria, tanto me gustó que empecé a tener miedo de mi incansable sed de sangre. Pero siempre acababa olvidándome del asunto decapitando a otra víctima. De todas las formas que utilizo para matar, sin duda, mi favorita es la decapitación.

Gracias mamá.

En mi vida solamente ha habido un amor: Jane. La conocí en la facultad, tres años atrás. Era perfecta, me había conquistado. Cuando reía, se le achinaban sus hermosos ojos azules. Al sonreír, pequeños hoyuelos aparecían en sus mejillas pecosas. Su cabello rojo y liso era brillante y suave. También era muy inteligente y sociable, con una gran capacidad empática. Era como un rayo de sol tras varias semanas de lluvia.

Hace un par de días la maté.

Todo sucedió cuando decidimos irnos a vivir juntos a su casa. Me dijo que a partir de ese instante, no debía ser tan frío con la gente, que no tenía que ser tan mordaz y desconfiado. Que con sólo ser más cálido bastaría. Eso me enfadó muchísimo. Yo era así. Yo era frio, mordaz y desconfiado. Ella quería cambiarme. Quería cambiarme a su manera. Quería que fuese otra persona.

Saqué mi cuchillo de mi sudadera y se lo puse en el cuello.

-Alexander... ¿qué estás haciendo? -susurró, aterrada.

-Nunca debiste intentar transformarme en algo que no soy, pequeña -me acerqué a su menudo rostro. Aparté el cuchillo de su cuello y le hice un corte en la mejilla, haciendo que una fina capa de sangre la cubriera-. Adiós, Jane.

Y la besé. Fue un beso normal, como los de siempre. Pero el sabor de sangre que tenían los labios de mi novia me encantaba. Ella no respondió al beso, sólo se quedó quieta en el sito, con lágrimas inundándole sus ojos. No me demoré más, y le clavé el puñal en el lado izquierdo del pecho, limpiamente.

Su liviano cuerpo se desplomó y chocó contra el parqué, cubriéndolo de sangre. Me acuclillé para ver su rostro: ojos desorbitados mirando al vacío y labios muertos. Me recordaba al cadáver de mi madre. La primera muerte que causé.

AlexanderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora