Henry Dickinson y La Joya de Madagascar
Por: Alejandro Aragoncillo
No todos los relatos comienzan de la misma forma, ni todos hablan de la misma clase de gente y por supuesto no todos los narradores son tan apuestos como un servidor. Hoy os voy a hablar de mi gran amigo Henry Dickinson y de cómo se iniciaron sus emocionantes aventuras.
Mi nombre es Harry Porter y soy uno de los múltiples escritores, poetas, diletantes, gentilhombres, muertos de hambre, románticos y muchas otras cosas (todas a la vez) que pululan por nuestro Londres de hoy en día. No se equivoquen ustedes, este servidor tampoco es un ángel, y me gusta frecuentar las tabernas donde se sirve absenta, donde las mujeres no son señoritas y donde a veces se fuma opio. Precisamente fue en uno de estos locales donde conocí a nuestro héroe (si es que se le puede llamar así). La verdad es que la primera impresión no fue demasiado prometedora: la casaca abierta, bebiendo cerveza barata (en esos locales tampoco hay otra) y con los ojos cubiertos por la bruma del alcohol. De hecho no me fijé en él más que unos segundos.
Me abrí paso entre el humo del tabaco y el hedor de los cuerpos que no conocen el significado de la palabra jabón y finalmente llegué a la barra del tugurio. Me hice oír a gritos:
-Oye Gillmore! Donde está Molly?
-Molly? Está sirviendo las mesas
Así que la busqué entre el humo y el ruido, y la encontré precisamente mientras conversaba con este desconocido, que la agarraba de la muñeca. Sé que es una estupidez enamorarse de una puta, pero los artistas disfrutamos cuando nos parten el corazón. Un amigo mío dice que la melancolía es la única musa que susurra en los oídos de los poetas. Así que le eché valor al asunto, me coloqué mi gastado chaleco y me dirigí con paso firme hacia la mesa. El valor desplazó a la melancolía.
-Eh amigo, me parece que está molestando a la Señorita.
-¿Cómo? – Debería aclarar que en vez de una poderoso chorro de voz que amedrentara al patán, lo único que me salió fue unas palabras apretadas dichas suficientemente bajo como para no se me oyeran demasiado. La sensatez desplazó al valor.
-He dicho que quizá está importunando a la dama.- A veces las palabras cultas también funcionan.
-Oye chico, ¿por qué no esperas tu turno?
Entonces la indignación desplazó a la sensatez. Me puse rojo, como un tomate, como un enorme y colorado tomate maduro de final de verano. Mi tío Rodrik cultivaba unos excelentes tomates en su huerto de Gloucester.
-Señor, exijo una satisfacción.
-Claro que sí, yo también, ¡pero preferiría que fuera Molly quien me la diera!
Y ahí todo cambió. Comenzamos a reírnos y cuando vi sus manazas y su aspecto de tipo duro comprendí que era lo mejor que me podía haber pasado. Me invitó a sentarme con él y mientras charlábamos bebimos a la salud de Molly, y a la del viejo Gillmore, a la de los irlandeses y a la de medio mundo. Perdí el conocimiento antes de poder brindar por la otra mitad.
A la mañana siguiente un inoportuno rayo de sol –como no podía ser de otro modo- revoloteó a mí alrededor hasta posarse en mis ojos. Aparté la cara pero ya estaba despierto y la presión de mi repleta vejiga junto con una sed atroz me impulsaron a hacer un esfuerzo por desperezarme. Abrí un ojo. Por lo menos estoy en casa, aunque no tengo ni idea de cómo llegué hasta aquí. El pérfido rayo de sol que entra por la única (y diminuta) ventana del cuchitril en el que vivo vuelve a atacarme en los ojos e insiste para que me levante.
Después de mear y asearme comencé a sentirme de nuevo persona, y pude recordar fragmentos de la conversación que mantuve ayer con el (hasta entonces) desconocido, y que se presentó como Henry Dickinson. Después de que yo hablara largo y tendido de mi Molly él también comenzó a hablar de su Molly… y de muchas otras cosas.