EL CAMINO

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Cuando iniciábamos nuestro paseo, el sol brillaba intensamente sobre Munich y el aire estaba repleto de esa alegría propia de comienzos del verano. En el mismo momento que íbamos a partir, Herr Delbrück (el maître del hotel Quatre Saisons, donde me alojaba) bajó hasta el carruaje sin detenerse a ponerse el sombrero y, tras desearme un placentero, le dijo al cochero, sin apartar la mano de la manilla del coche:

-No olvide estar de regreso antes de la puesta del sol. El cielo parece claro, pero se nota un frescor en el viento del norte que me dice que puede haber una tormenta en cualquier momento. Pero estoy seguro de que no se retrasará-sonrió-, pues ya sabe qué noche es.

Johann le contestó con un enfático:

-Descuide señor Herr.

Y llevándose la mano al sombrero se apresuró en partir.
Cuando hubimos salido de la ciudad le dije, tras indicarle que se detuviera:

-Dígame, Johann, ¿qué noche es hoy?

Se santiguó a la vez que decía:

-Walpurgis Nacht.

Y sacó su reloj, un grande y viejo instrumento alemán de plata y lo contempló, con las cejas juntas y un pequeño e impaciente encogimiento de hombros. Me di cuenta de que aquella era su forma de protestar respetuosamente contra el innecesario retraso y me volví a recostar  en el asiento, haciéndole señas de que prosiguiese. Reanudó una buena marchas como si quisiera recuperar el tiempo perdido. De vez en cuando, los caballos parecían alzar sus cabezas y olisquear suspicazmente el aire. En tales ocasiones, yo miraba alrededor, alarmado. El camino era totalmente insípido, ya que estábamos atravesando una especie de meseta barrida por el viento. Mientras viajábamos, vi un camino que parecía poco usado y que aparentemente se hundía en un pequeño y serpenteando valle. Parecía tan invitador que, aún arriesgándose a ofenderle, le dije a Johann que se detuviera y, cuando lo hubo hecho, le explique que me gustaría que me bajase por aquel camino. Le dio toda clase de excusas a mi petición. Esto, de alguna forma, me intrigó aún más, así que le hice varias preguntas. Respondió evasivamente, sin dejar de mirar una y otra vez su reloj. Al final le dije:

-Bueno, Johann, quiero bajar por ese camino y si usted no quiere, no baje, pero yo voy… Al menos, ¿puede decirme el porqué de que no quiera bajar?

Ante esa pregunta palideció y, mirando a su alrededor se sobre saltó y se alejó diez metros de mi. Yo le seguí y le pregunte por qué había hecho aquello. Al no hablar mucho mi idioma, Johann sólo pronunció las palabras:

-Enterrados…, estar enterrados los que matarse ellos mismos.

Recordé la vieja costumbre de enterrar a los suicidas en los cruces de los caminos.

-¡Ah! Ya veo, un suicida. ¡Qué interesante!
Pero aún no podía saber por que los caballos también estaban asustados y no paraban de mover la cabeza para soltarse de las riendas y salir corriendo de aquel lugar.
Mientras hablábamos, escuchamos el sonido que era un cruze  de aullido de lobo y ladrido de perro. Se oía muy lejos, pero los caballos estaban muy inquietos, y a Johann le llevó bastante tiempo calmarlos. Estaba muy pálido y dijo:

-Suena como lobo, pero… no hay lobos aquí ahora.

-¿No?-pregunté curiosamente- ¿Hace ya mucho tiempo desde que los lobos estuvieron tan cerca de la ciudad?
-Mucho, mucho tiempo-contesto-. En primavera y verano, pero con nieve los lobos no mucho lejos.

Mientras acariciaba los caballos y trataba de calmarlos, oscuras nubes comenzaron a pasar rápidas por el cielo. El sol  desapareció, y una bocanada de aire frío sopló sobre nosotros. No obstante, tan sólo fue un soplo, y parecía, más que una realidad, un aviso, ya que instantes después volvió a salir el sol. Johann miró, haciendo visera con su mano izquierda, hacia el horizonte y dijo:

-La tormenta de nieve venir dentro de mucho poco.

Luego miró otra vez su reloj, y , manteniendo firmemente las rendas, pues los caballos no paraban de agitarse , subió al carruaje como si hubiera llegado el momento de seguir con el viaje.

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⏰ Última actualización: Mar 05, 2016 ⏰

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