24 años: Ella

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Mi móvil sonó suavemente. Un mensaje.

Adrián: ¿todo bien? ¿Cómo estáis la peque y tú? ¿Puedo ir a veros?

Estaba destrozada, intentando dar el pecho a mi pequeña Paula. ¿Quien decía que eso era fácil? Tenía los pezones en carne viva. Bendito Purelán. El parto había ido muy bien, y en dos días estaba en casa. Sergio no estaba. El permiso de paternidad se le había acabado, aunque yo estaba planeando dejarle algunas semanas del mío, para que se quedara con la peque mientras yo volvía al trabajo después de las seis semanas reglamentarias. No podía permitirme, es decir, la empresa no podía permitirse una baja de tres meses. Aunque mi hermano Fran me intentó convencer de lo contrario. Que él se haría cargo de todo.

Fran y yo tuvimos una larga conversación cuando volví a casa. Se había enfadado mucho conmigo cuando le conté que me iba a casar. Me dijo que Sergio no me merecía, que sólo buscaba la empresa y nuestro dinero. Y ahora me intentaba convencer de que hiciera testamento, dejándole todo a Paula. Y en el fondo, sabía que tenía razón.

Miré de nuevo la pantalla y suspiré.

Adrián y yo nos habíamos visto varias veces desde aquél día en mi despacho. Habíamos firmado un contrato de colaboración para el centro comercial, ampliable a la división de investigación si se cumplían los objetivos. Estaba contenta. Los informes con buenos resultados llegaban puntuales.

Cada vez que nos veíamos tomábamos café, nos reíamos, hablábamos de nuestras hijas. Fue divertido, las dos se llamarían Paula.

Adrián compró una casa cerca del centro comercial. En definitiva, éramos sus mejores clientes, y mi barrio era perfecto para criar a un niño. Buenos colegios, parques, y poco, muy poco tráfico. Se mudó con Gloria, y por eso sabía que, en cuanto contestara el mensaje, Adrián aparecería en menos de diez minutos.

"Ven cuando quieras. Paula y yo estamos solitas en casa."  Tecleé en el móvil.

No fueron diez minutos. Según envié el mensaje, el portero sonó. Me acerqué y en la imagen de la cámara apareció él. Abrí la puerta.

Adrián cogió a la pequeña en sus brazos y me dio un beso en la mejilla, como siempre hacía desde hacía cuatro meses. Y me extendió el brazo, dándome una cajita. La abrí y allí estaban los pendientes más bonitos que había visto nunca. Eran dos mariposas, de oro, pequeñitas. Para mi niña.

Una lágrima se me escapó.

-Ehh, Paloma, no llores. Sabes que no soporto verte llorar.

-Sí, lo sé, es que no puedo evitarlo. Son preciosos... No tenías por qué comprar nada.

-Claro que tenía. Esta niña es la hija de mi mejor amiga, de la... -se calló.

-¿De la? -pregunté.

-Nada.

-Dímelo, por favor.

-De la mitad de mi alma, del amor de mi vida -dijo en un susurro.

Un torbellino de emociones me recorrió el cuerpo. Y sin poder resistirlo, lo abracé. Los abracé. Y allí nos quedamos, hasta que Paula empezó a reclamar de nuevo su comida.

Sonreí, me encogí de hombros y me senté a darle el pecho.

-Adrián, va a ser muy difícil que yo pueda escaparme a ver a tu niña. No creo que a Gloria le apetezca mucho verme. Así que, si quieres, dile que eso que está en el primer cajón -dije señalando el mueble de la entrada- lo has comprado tú, o te lo ha regalado algún compañero de trabajo. En el fondo, sería verdad, ¿no te parece?

Adrián abrió la caja y sonrió. Una cadena de oro, con una "P" como colgante, era mi regalo.

-Es muy bonita. No tenías por qué.

-Claro que tenía. Tu hija será parte de tu vida. Tú también eres el amor de mi vida. Además, tiene truco, serán las dos "P". Mi hija tiene otra. Seguro que llegan a ser grandes amigas.

-Eres de lo que no hay.

Almas unidas, vidas separadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora