Rober Suarez - El Cartero (www.terrorynadamas.com)

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Existen muchísimas profesiones que, más que aportarnos los recursos económicos necesarios para manejar con firmeza nuestras vidas, más bien contribuyen a crear una rutina tan feroz que llega a debilitar nuestra capacidad de influir en ellas. La de cartero, dicen, es una de ellas. Llevo más de veinte años recorriendo la ciudad, repartiendo oportunamente las misivas de miles de personas, y lo comparto. Pero en los tiempos que corren nuestra libertad de decisión, y más en la esfera laboral, está más bien limitada, pocos trabajamos en lo que realmente nos gusta y nos llena. Pese a todo, en todos los trabajos rutinarios ocurren en ocasiones cosas que logran darles emoción y nos ponen a prueba. Son cosas que jamás se olvidan, cosas como la que esta noche, al calor y ante los vivos colores del fuego, me dispongo a contarte.

Allá por el verano de 2001, yo desempeñaba mis labores ya en esta ciudad. No llevaba demasiado tiempo recorriendo sus calles por aquel entonces. Una mañana como cualquier otra, me adentré en el portal de un edificio aparentemente vetusto con la intención de depositar la correspondencia en los buzones respectivos. El vestíbulo en el que me encontré se me antojó extremadamente angosto, húmedo y sumido en una densa penumbra a la que únicamente osaba enfrentarse el débil haz de luz procedente de una bombilla amarillenta que colgaba del techo como una soga. Realicé mi trabajo con calma, como tenía por costumbre, hasta que algo me llamó la atención: no logré encontrar el buzón correspondiente al piso cuarto, letra B. Entre las letras A y C se intercalaba un hueco como si alguien hubiera arrancado el buzón. Extrañado, observé el anverso del sobre que sostenía para comprobar que había leído bien la dirección del destinatario: "Santiago López Aguirre, número ocho, cuarto B, Calle del Sol, Oviedo, Asturias, España" Tras cerciorarme de que la dirección era correcta, envié de vuelta la carta a la oficina de correos, suponiendo que se tratase de algún tipo de error y que alguien terminaría reclamándola si encerraba algo importante.

No ocurrió. Jamás nadie requirió esa carta, ni ninguna de las que durante los meses posteriores pasaron por mis manos, inmediatamente antes de ser devueltas a la oficina. Empezaron a recalar en la lúgubre oscuridad de uno de los archivadores. Cuando las misivas acumuladas alcanzaron un número considerable, se intentó localizar al remitente de las mismas para comunicarle la situación, lo cual resultó imposible: le dirección de Barcelona que figuraba en la reseña tampoco parecía existir. Sin embargo las cartas continuaban llegando, desde una dirección imposible y buscando un punto de destino igual de inexistente.

Una buena tarde, hallándome de nuevo ante una de aquellas cartas, observé cómo un anciano penetraba lentamente en el edificio. Al reparar en mi presencia esbozó una mueca que pretendía ser un saludo. La curiosidad que en mí se había ido fraguando durante meses pareció alcanzar su clímax, y no pude resistir el impulso de indagar más acerca de todo aquello. Cuando pregunté a aquel hosco octogenario acerca del domicilio B del piso cuarto, me miró durante unos segundos que parecieron prolongarse excesivamente a través de unos ojos claros, pero sin atisbo alguno de vivacidad. Detecté cierta sorpresa entre las arrugas que poblaban su semblante. Su enérgica respuesta me descolocó un poco.

No existe el cuarto B, nadie vive allí ya. Le han tomado el pelo.- Sentenció. Y prosiguió su avance.

Yo emprendí el mío tras pocos instantes de reflexión, ascendiendo con paso cansino peldaño a peldaño, piso por piso. Un acre olor semejante al del gas se mezclaba con el propio de la humedad y de los efluvios de frituras que aún prevalecían como prisioneros entre las decrépitas paredes del edificio desde la hora del almuerzo. El extraño silencio reinante me intranquilizaba más a medida que me aproximaba al descansillo de la cuarta planta. Las palabras de aquel viejo, pese a la seguridad y firmeza que pretendían transmitir, no minimizaron mi curiosidad y decidí por ello realizar mis propias averiguaciones. No puedo recordar qué pasaba por mi mente mientras recorría ya el último tramo de escaleras y mi mirada se posaba sobre la tabla iluminada de la pared opuesta en que destacaba la palabra CUARTO.

Ahí estaba, frente a mí: una robusta puerta de madera, aclarada quizá por el polvo, quizá por el omnipotente transcurso de los años. Sin duda era diferente a todos los domicilios colindantes, y no solo por lo que quedaba de un sucio y ya inútil cordón policial. Era la imagen de una vivienda olvidada, que era imposible que nadie habitase.

Nadie sabe qué le ocurrió. - La voz temblorosa del anciano me sobresaltó hasta el punto de que no pude reprimir un brevísimo grito ahogado. - Llevaba meses sin salir de casa, y también sin recibir cartas. Una mañana me lo encontré en el portal, forzando como un poseso el cajón de su buzón hasta que consiguió arrancarlo y se deshizo de él. No le vi más. Un día comenzó a oler realmente mal y llamaron a la policía. El forense diagnosticó muerte natural: un ataque al corazón. Encontraron su cadáver inclinado sobre la mesa de la cocina cerca de un sobre cerrado y, como poco después comprobaron, vacío. Procedía de Barcelona. Cuando intentaron verificar la dirección no les fue posible: hacía treinta años que la vivienda que se señalaba en el remite no había sido ocupada. El anterior inquilino se había suicidado, dicen... Supongo que es todo lo que puedo saber que le interese. Ahora, ¿podría irse ya, por favor? Nos ha costado olvidar...

Descendí sin mediar palabra, observando el sobre que aún estaba en mi poder. Ahora me inspiraba un temor casi ridículo. Por ello me deshice de él: lo arrojé en la primera papelera una vez fuera. Y jamás volví. Nada más llegar a casa, arranqué mi buzón del panel que albergaba todos los de la comunidad.

Cinco años después, a través de la prensa, llegó a mi conocimiento que habían derruido el edificio por razones de seguridad. En su lugar, el ayuntamiento optó por aprobar la construcción de un parque infantil.

La noche había caído y la habitación estaba sumida ya en la penumbra. Recostado en mi cama, observé cómo la luz artificial exterior del alumbrado público se proyectaba sobre el rostro de Pedro, dibujando en él una expresión sombría pero que no ocultaba la mezcla de sorpresa y desconcierto que mis palabras habían provocado en él. Sus ojos se hallaban más abiertos de lo habitual, y una fina línea había surgido separando las comisuras de sus labios. Tras instantes de silencio, su voz se me antojó más leve y aguda de lo que en él era usual:

Abuelo... ¿Por qué me cuentas ahora todo esto? - Preguntó lentamente. Después de todo quizá tenía razón. Le miré de nuevo y ante mí encontré los ojos, brillantes, de un curioso y ahora quizá atemorizado niño de nueve años. Quizás no era la mejor persona a la que confiar todo aquello, pero algo me decía que, con el tiempo, sacaría sus conclusiones, de todas las personas más cercanas a mí sería la que mejor lo haría.

Ya puedes irte a dormir si quieres, Pedro. Simplemente no olvides lo que te he dicho, con el tiempo entenderás el porqué. - Me limité a responder, notando como me costaba hablar. Tenía la boca seca y adormecida. Él se dispuso a abandonar la habitación, pero antes de atravesar la puerta se giró nuevamente.

¿Es por eso que no tenemos buzón? ¿Por eso no recibes cartas? - Indagó. Me sonreí, no pude evitarlo. El chico iba rápido.

Acuéstate, anda. Mañana has de madrugar. - Reiteré. Y se marchó.

Aún permanecí un rato con la luz de mi mesilla encendida, aunque no recuerdo en torno a qué giraron mis pensamientos. Después, simplemente la apagué y traté de pegar ojo. Antes de hacerlo estiré mi brazo izquierdo y alcancé la misiva que había depositado sobre mi mesilla de noche. Alguien la había deslizado aquella misma mañana a través de la ranura inferior de la puerta principal. Leí de nuevo, en alto y lentamente, el remite: "Santiago López Aguirre, número ocho, cuarto B, Calle del Sol, Oviedo, Asturias, España"

No había nada que comprobar ya. Quizá simplemente lo hice para comenzar a asimilar.

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⏰ Última actualización: Oct 25, 2009 ⏰

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