El aullido del lobo.

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CAPITULO 1
NIKKI Ashton corría para salvar su vida, cuando al dar vuelta en la esquina de un viejo edificio de ladrillo, chocó contra algo duro... un pecho masculino. La habían atrapado; no tendría una segunda oportunidad. Cuando unos brazos fuertes la rodearon, Nikki lanzó un grito desesperado.
El hombre la sujetó de los hombros y la sacudió, luego la soltó como si ella padeciera alguna enfermedad contagiosa.
—¡Contrólese, mujer! —exigió con voz tajante—. No voy a violarla, por todos los cielos. ¡Tropecé con usted por accidente!
Sin apoyo, Nikki sintió que se le doblaban las piernas y cayó al suelo, entonces levantó la vista. El hombre con quien había chocado no era uno de los dos que la arrastraron a un oscuro callejón, para atacarla. La amarillenta luz de un farol, en la inmunda calle, brillaba sobre el negro cabello de la chica, su delicado rostro estaba pálido y sus ojos azules brillaban asustados.
Nikki sólo podía ver a contraluz una figura alta y oscura,. El desconocido titubeó, pero sólo durante un momento. Nikki trató desesperada de aferrarse a una pierna cubierta por el pantalón, pero la tela se deslizó entre sus dedos.
—No se vaya —jadeó con la garganta seca y su esperanza renació al ver que el hombre titubeaba de nuevo, aunque tal vez era sólo su imaginación.   La misma esperanza hizo que las lágrimas anegaran sus ojos y se pasó una mano por la cara, dejando una huella húmeda y pegajosa—. Por favor —murmuró—, estoy en problemas.
La mancha húmeda y pegajosa resaltó en su rostro... era sangre. —Santo Dios —exclamó el hombre, en tono alterado. Se puso en cuclillas frente a ella y Nikki vio unos ojos de color café oscuro que cuando se suavizaran debían ser aterciopelados —pensó— pero ahora se clavaban en ella como un estoque—. ¿Es norteamericana, verdad? ¿Qué diablos está haciendo en Soho y de noche? ¿No sabe criatura insensata, que no es un lugar para venir a pasear sola?
—¿Le parece que he venido a dar un paseo? —estalló furiosa, con los puños apretados contra su pecho, pues las palmas le ardían. Ahora que ya no era imperativo huir, el dolor había vuelto—. ¡Me he extraviado y dos hombres me persiguen! ¡Uno corría justo atrás de mí cuando di vuelta en la esquina y choqué con usted!
El desconocido se puso de pie y se alejó. Aturdida, Nikki inclinó la cabeza para contemplar sus propias manos heridas. De manera que su esperanza había sido en vano. Pero él simplemente había ido a asomarse a la esquina, luego regresó a su lado, se arrodilló y habló con brusquedad.
—No hay nadie ahora, pero tampoco debemos quedarnos aquí, pues podrían regresar. ¿Está demasiado lastimada como para caminar?
A pesar de su tono cortante, el hombre le limpió la sangre del rostro, le tomó las manos y le volvió las palmas hacia arriba con suavidad. Ella extendió los dedos tanto como le fue posible para que él los inspeccionara. En cada palma había un corte en diagonal, desde la base del dedo índice hasta el extremo opuesto y las heridas seguían sangrando.
El hombre contuvo el aliento y en sus ojos había una expresión de sorpresa que luego se convirtió en furia
—¿Esos hombres le hicieron esto?
—¡Trataron de hacer algo peor! —estalló Nikki y la ira animó las delicadas líneas de su rostro—. Logré sujetar la muñeca del que tenía el cuchillo y cuando él trató de soltarse yo misma me hice esto.
El alzó las cejas con gesto sardónico y contempló los chispeantes ojos azules de Nikki y su barbilla alzada de manera agresiva, pues aterrorizada o no, la chica parecía dispuesta a seguir luchando.
—Necesitamos llamar a la policía y a un médico —declaró—. La llevaré al teléfono más cercano.
La ayudó a ponerse de pie y ella se tambaleó insegura; entonces el desconocido le pasó un brazo por la cintura para caminar calle abajo. Con cada paso, el esbelto y atlético cuerpo rozaba el de Nikki, quien se había recuperado lo suficiente como para percatarse de ciertos detalles acerca de él. Era de cabello entrecano de un tono acerado como la piel de un lobo.
El teléfono más cercano se encontraba en el automóvil del hombre, unas dos calles abajo. Nikki miró con ironía el elegante Jaguar negro cuando él introdujo la llave en la cerradura. Era un vehículo adecuado para los ágiles y agraciados movimientos de ese hombre, pero sólo como un accesorio. Parecía un tipo que conocía la calidad y la usaba, pero sin concederle demasiada importancia. Ella había conocido a muchos como él y por su larga experiencia, reconocía el poder cuando lo veía.
La descarga de adrenalina producida por el terror había cedido, así que Nikki podía pensar con claridad. Cuando el desconocido de cabello cano se volvió para ayudarla a subir en el auto, tuvo la impresión de que todo lo que él hacía era importante: la sensibilidad en sus ojos oscuros al evaluar la condición de la chica, la mano larga y agraciada que le tendió con las palmas anchas y fuertes, la tranquilidad reflejada, en su delgado rostro cuando escudriñó la calle por última vez.
Controlado, decidió Nikki, ya instalada en su asiento, mientras él cerraba la puerta para dirigirse al lado del conductor. No, reprimido. Luego evocó su expresión de dureza cuando le vio las manos. No, reservado, se corrigió.
Tan pronto como subió en el auto, el hombre oprimió los seguros automáticos de las puertas, entonces se volvió hacia ella y pareció taladrarla con la vista. Tenía el rostro de un jugador de cartas, o del miembro de una junta directiva, familiarizado con las maniobras de poder y no tan viejo como podría indicar el cabello gris; Nikki le sostuvo la mirada con aplomo.
—¿No experimenta la menor aprensión al verse encerrada en el auto de un desconocido? —preguntó sardónico.
Debía cuidarse de esos duros ojos, pensó Nikki y luego respondió sin el menor vestigio de cólera:
—Estoy con vida. Sino hubiera tropezado con usted, tal vez ahora estaría muerta. Eso coloca las cosas bajo cierta perspectiva.
—Tal vez usted confía con demasiada facilidad —replicó él, amable.
Ella le dirigió una leve sonrisa y luego respondió breve:
—¿No cree que es como estar entre la espada y la pared? —La expresión facial del desconocido no cambió, pero sus ojos revelaron un cambio sutil. Nikki sentía que el corazón le latía con fuerza. El bajó la vista y se quitó el pañuelo que llevaba al cuello. —Extienda las manos —le pidió.
No le ofrecía ninguna seguridad. Tal vez quería atarle las manos. Nikki era experta en interpretar los matices; deduciría de él lo que pudiera y reaccionaría con naturalidad. Era otra clave para conocerlo. El hombre poseía cierta dosis de compasión, pero sólo eso; y sin pronunciar  siquiera   una   palabra, le estaba diciendo lo que debía decirle a muchos de los asociados en los negocios: acéptalo o retírate. Nikki sonrió con genuina diversión. Eso iluminó sus rasgos, transformándola en una mujer sensata y su sonrisa le indicó a él que no estaba intimidada... La última persona capaz de transmitirle eso había fallecido hacía cinco años y ni siquiera ella tenía esa mirada tan franca y pura. Esa joven mujer era algo excepcional.
El sujetó el pañuelo con ambas manos y los anchos hombros debajo del traje de etiqueta se flexionaron sin el menor esfuerzo cuando desgarró el frágil material. Nikki le tendió las manos heridas con un gesto expresamente vulnerable y con mucho cuidado el desconocido se las envolvió con los retazos de la costosa seda. Luego se inclinó hacia ella con un inesperado movimiento que la hizo parpadear sorprendida. Nikki se encogió de manera instintiva en el asiento... no sabía si para dejarle más espacio o para evitar el contacto. El hombre tiró del cinturón de seguridad de la chica y la sujetó.
—No sabía que iríamos a alguna parte —comentó ella en tono ácido, lo que le ganó una irónica mirada de soslayo.
—Tal vez prefiera quedarse sentada aquí una o dos horas mientras llega la policía, pero le aseguro que yo no —declaró él, impaciente.
"Lamento no ser síquica para adivinar sus intenciones", pensó ella sarcástica e irritada al ver que su salvador parecía ignorar su existencia.
Después de sujetar su propio cinturón de seguridad y poner en marcha el motor, el desconocido conectó el teléfono del auto a un aparato de intercomunicación para poder hablar mientras conducía y marcó un número, mientras Nikki hacía una mueca y se acurrucaba en el asiento.
El Jaguar avanzó por la tranquila avenida y se unió al tráfico de Londres cuando se empezó a escuchar la llamada y alguien respondió. Era la voz de un hombre y sonaba impaciente:
—¿Sí?
—Gordon —respondió el hombre sentado al lado de la chica. Había guardado silencio tanto tiempo que ella dio un salto. Un impecable acento inglés, pensó distraída. Probablemente de Eton—. ¿Estás en Londres?
—Sí.
—¿Podrías estar en mi casa dentro de media hora?
—Si, es importante —la voz al otro extremo de la línea cambió de manera drástica y desapareció la impaciencia.
—Lleva tu maletín médico.
—Harper, ¿estás bien? —la pregunta fue brusca y le dijo a Nikki un buen número de cosas.
Así que él se llamaba Harper... y Gordon no sólo es médico, sino un amigo.
—No te preocupes, estoy bien —aseguró Harper, breve—. Pero con alguien que se lastimó las manos, tal vez seriamente.
—Estaré allí en veinte minutos.
Harper interrumpió la comunicación justo cuando llegaban a Piccadilly Circus, donde el tráfico estaba casi paralizado. Nikki nunca lo había visto de otra forma y miró a su alrededor interesada. Siempre pensó que tenía un buen sentido de orientación, hasta que llegó a Londres donde todas las calles se cruzaban en los ángulos más externos. Eso se debía a que era una ciudad muy vieja. Si al salir del metro lo hacía por la salida equivocada, Nikki se veía obligada a averiguar su ubicación con la ayuda de un mapa. Antes le fascinaba el laberinto de calles adoquinadas, pero ahora ése gusto casi le costó la vida.
Esa noche Nikki se encontraba cerca de Leicester, que siempre le había parecido un lugar seguro debido a las multitudes que salían de los centros nocturnos, a la gente que salía del teatro, a los turistas y a los omnipresentes taxis negros. Leicester era un área vecina de Sonó, donde ella nunca se había atrevido a ir, ya que a pesar de que era un lugar atestado de restaurantes, también abundaban los ebrios y las prostitutas. Soho era un lugar peligroso para una mujer joven y sola, sobre todo de noche.
Sin embargo, los dos hombres que la atacaron la habían acorralado como si fuera un animal, obligándola a adentrarse en esa zona...
Harper llamó a la policía, explicó lo sucedido e hizo arreglos para que alguien se reuniera con ellos en su casa, cerca de Berkeley, en Mayfair. Además de darle su nombre cuando él se lo pidió, Nikki guardó silencio, desconcertada al ver el rumbo que parecían tomar las cosas. Estudió al hombre que iba a su lado con una fascinación casi soñadora. Harper se volvió a mirarla de pronto y se percató de su escrutinio antes que ella pudiera disimularlo, alzó las cejas y Nikki vio que eran negras, delgadas y arqueadas lo suficiente para darle al atractivo rostro cierto aire de misterio.
Harper Beaumont. El nombre no significó nada para ella, pero cuando los oficiales escucharon, Nikki captó un respeto instantáneo. De manera que su primera impresión era exacta. Se trataba, sin duda, de un hombre muy poderoso.
Una persona podía enterarse de ciertas cosas si vivía algún tiempo en una ciudad, entre ellas las zonas que se deben evadir y las habitadas por los ricos. Nikki conocía las mansiones de los millonarios a lo largo de la avenida Bishop, en Hampstead, el distrito de la clase alta de St. John's Wood y el elegante barrio de Chelsea, y por supuesto estaba Mayfair, al sur de la calle Oxford y al oeste de Hyde Park, donde se encontraba la embajada de Estados Unidos, una zona impregnada de poder, personificado por el hombre a su lado.
El Jaguar se deslizó por el elegante vecindario, donde los edificios de piedra tenían altas verjas de hierro forjado y cuyas cortinas, para proteger la intimidad, resplandecían con una luz dorada. Desde lejos se percibía el ambiente de la política y el dinero, pensó con ironía.
El auto disminuyó la velocidad y viró para entrar en una cochera subterránea, cuyas puertas se abrieron en silencio, electrónicamente y se deslizaron hacia la oscuridad.
—Quédese donde está —indicó Harper cuando bajó del auto, con una mueca burlona pues no podía ver nada, Nikki obedeció. De pronto la luz iluminó la cochera, revelando los espacios ordenados y un lugar más amplio de lo que esperaba; Harper rodeó el auto, le abrió la puerta y se inclinó para quitarle el cinturón de seguridad. —Gracias —señaló ella en tono seco y bajó del auto.
El giró sobre sus talones; sus movimientos eran precisos, lo cual no sólo hablaba de su control, sino de una existencia muy ordenada. Nikki reflexionó que algunos hombres estaban demasiado acostumbrados a exigir obediencia, no obstante lo siguió por la escalera. Entraron en el vestíbulo de un apartamento y allí los recibió un hombrecillo de cabello oscuro, vestido impecablemente.
—Señor —saludó con una ligera reverencia.
—Duncan, dentro de poco llegarán algunos visitantes. Oh, discúlpeme, ya tenemos una. Ella es Nikki Ashton. Encárgate de que se sienta cómoda, ¿quieres? No le toques las manos, pronto llegará el doctor Stanhope. Nikki... él es mi hombre de confianza, Duncan Chang.
Así que Duncan era euroasiático y, a juzgar por su reverencia, más asiático que europeo. Harper se hizo a un lado y ella pudo ver bien al hombrecillo bien proporcionado, de cabello negro y lacio, piel de marfil y ojos oscuros e impasibles no del todo rasgados. Duncan podría tener cuarenta y cinco años...
Nikki unió con cuidado las manos vendadas, ya que le dolían, e inclinó un poco la cabeza hacia Duncan, en una aproximación europea a la cortesía oriental, lo que sorprendió al sirviente y lo hizo sonreír, deleitado. La chica sintió la mirada penetrante de Harper en la nuca pero debió imaginarlo, pues él ya había dado media vuelta para dirigirse hacia el salón principal, dejando a la joven en manos de Duncan Chang.
—Si gusta seguirme, señorita Nikki —murmuró el hombre, que era de la misma estatura de ella—, le prepararé una bebida caliente. ¿Le agrada el té?
—Sí, tanto el de la India como el chino —replicó Nikki mientras lo seguía a una cocina compacta, pero bien equipada. Duncan le señaló una silla frente a una mesita en un rincón y ella se sentó para verlo moverse por toda la habitación con la gracia de un bailarín—. Por favor, soy simplemente Nikki.
Duncan terminó su tarea con rapidez y preguntó:
—¿Cómo le agrada su té?
—Con leche y una cucharadita de azúcar. Dígame, ¿por casualidad usted aprendió el inglés en Canadá?
Duncan sonrió de nuevo al poner frente a ella una taza de humeante té. Luego respondió.
—Mi padre era canadiense y mi madre de China, y puesto que ahora yo vivo en Inglaterra, ¿no cree que eso me hace parecer una colcha de parches?
Sí, igual que ella, pensó Nikki, al evocar los muchos lugares en donde había vivido. Pero la fuerza de voluntad que unió esos parches en ella ahora empezaba a desgastarse. El deprimente discurso de la adrenalina y los perturbadores acontecimientos de esa noche de pronto se dejaron sentir con toda su potencia. Nikki bajó la cabeza y se cubrió los ojos con una mano aún vendada. La bondad en la voz de Duncan Chang casi acabó con ella.
—¿Le duele, verdad? Yo podría ofrecerle unas aspirinas, pero el doctor Stanhope llegará pronto y sin duda le recetará algo más.
—Sí, lo sé, pero gracias por pensar en eso —respondió. Al menos conservaba el control de su voz.
En ese momento se escuchó el timbre de la puerta y a través del aparato de intercomunicación una voz habló impaciente: —Soy Gordon. Déjame entrar, Duncan.
—Por supuesto, doctor Stanhope. ¿Me disculpa, señorita Nikki? —Por supuesto, señor Duncan —respondió ella con un dejo de venganza al ver que él insistía en llamarla "señorita", y se vio recompensada con una mueca que desapareció rápidamente, antes que el sirviente la dejara sola.
Sentía el cuerpo tenso debido a las diversas reacciones de la última hora y media, y los músculos adoloridos. Hacía apenas dos horas había salido del cine en Leicester para dirigirse a su espacioso apartamento en Knightsbridge, sin tener la menor idea del terror y el dolor que la esperaban, sin la menor premonición de aquel lugar o de esas personas. La experiencia pudo ser más traumática, sin embargo, Nikki poseía una fuerte vena de independencia que su delicado exterior disimulaba y ya empezaba a recuperarse.
Además, en esa casa imperaba una elegancia serena que la invitaba a relajarse. Aunque nunca había visto ese lugar, algunos aspectos la hicieron evocar su infancia, una época dorada, un mundo seguro y compuesto de pequeños y sencillos placeres. Una vez que recuperó la calma, Nikki se concentró en un juego mental que consistía en imaginar lo que eran y lo que harían las demás personas, sin comprender que eso también pertenecía a su pasado, pues era una característica que aprendió de los adultos inteligentes, cuando niña.
Gordon Stanhope insistiría en ver primero a Harper Beaumont, para escuchar sus explicaciones y asegurarse de que su amigo estaba ileso. Harper Beaumont no debía tener la costumbre de dar muchas explicaciones... en sus ojos se adivinaban demasiados secretos... pero le aconsejaría a su amigo que tratara de obtener información de Nikki, ya que el hábito de adquirir información era muy arraigado en las personas poderosas. Harper Beaumont debía ser como un hábil titiritero, sentado en espera de que los acontecimientos se desarrollaran conforme a su coreografía.
Duncan Chang regresaría con el médico en., consultó el reloj en la pared... menos de dos minutos.
Acertó en una cosa y se equivocó en otra. La puerta de la cocina se abrió justo a tiempo, pero no vio a Duncan, sino al titiritero en persona, seguido de un hombre rubio y elegante que llevaba un maletín médico.
Harper Beaumont se constituyó en auditorio; se apoyó contra el fregadero, con los brazos cruzados y una expresión tan atenta e inescrutable que el chino habría podido aprender. El pulso de Nikki se aceleró, pero ella no se percató. Harper no hizo presentación alguna, así que Nikki alzó la vista y al ver unos chispeantes ojos grises declaró con una maliciosa sonrisa.
—Me imagino que usted es el doctor Stanhope.
—Así es, querida —replicó el elegante hombre al colocar su maletín sobre la mesa para abrirlo. Era joven, de unos treinta y tres o treinta y cinco años, con el porte de un hombre que disfruta de una carrera en ascenso y un estilo de vida mundano—. Y usted es Nikki. Ahora, extienda las manos y permítame ver la razón por la cual tuve que abandonar un delicioso mousse de salmón.
En su profesión, esas interrupciones debían ser comunes, pero aún estaba presente la mal disimulada impaciencia, así como un leve dejo de resentimiento en su voz.
La mujer debía ser muy atractiva... Nikki le tendió las manos vendadas y ensangrentadas y Gordon empezó a descubrirlas. De pronto, ella murmuró:
—¿El señor Beaumont interrumpió su cena? Tal vez si se apresura, pueda llegar a tiempo para el postre.
La implicación sexual fue sutil pero obvia y por la reacción del galeno, Nikki supo que había dado en el blanco. Gordon hizo una pausa y los ojos grises la miraron sorprendidos. Harper, por su parte, reía burlón, un sonido sorprendentemente cálido, y luego manifestó:
—Te lo advertí, Gordon. Y ten cuidado; ella no lee las expresiones. Lee los ojos.
Nikki no debió sorprenderse de la observación tan certera de Harper, pero después de todo hacía mucho tiempo que no se encontraba cerca de una inteligencia tan aguda. Después de un momento la mirada de Gordon se tornó divertida, al contemplar a la chica de cabello corto, negro y alborotado, estructura ósea delicada y casi infantil; rostro solemne y ojos muy azules, de largo cuello, tan agraciado como el de un cisne y la postura serena de su menuda figura.
Nikki vestía pantalón de mezclilla, zapatos deportivos, y una atractiva blusa holgada. Un sencillo collar de oro de buen gusto, pero costoso, colgaba de su cuello. Parecía tener unos dieciséis años y el médico aceptó esa primera impresión casi de manera automática; no obstante al volver a mirarla como un observador experto, encontró el enigma al que Harper se enfrentó casi de inmediato. Era joven y sin embargo, no tanto, ya que su aplomo era excesivo para una adolescente, además sus enormes ojos, tan azules como el cielo durante el verano, poseían una expresión capaz de atravesar el cuerpo de un hombre y llegar hasta el fondo de su alma.
Además, había unas extrañas líneas de dolor en las comisuras de los labios. Gordon volvió a adoptar su actitud de médico y se concentró en estudiar las manos de la joven.
—Qué área del cuerpo tan inconveniente para herirse así —comentó reflexivo—. Pero por suerte no hay daño permanente. ¿Está al corriente en sus vacunas contra el tétanos? Ella asintió, con la mirada fija en Harper.
—No creo que necesite sutura, pero estará muy incómoda si no mantiene las manos inmóviles, hasta que cicatricen —mientras desinfectaba las heridas, se percató de la expresión rígida de la joven—. Por supuesto, eso será difícil.
—Sí—respondió brusca a causa del dolor. Después Gordon le preguntó, con suavidad inusitada: —¿Tiene familia, alguien con quien pueda alojarse durante un tiempo para facilitarle las cosas?
Harper guardaba silencio, y observaba la escena. Nikki sentía su presencia de una manera tan intensa como si él se hubiera acercado a tocarle el rostro. Concentró la mirada en él y luego la desvió. —No se preocupe, yo me las arreglaré.
—¿Acaso cree que eso fue una respuesta a la pregunta de él? —el tono de Harper era seco y clavó la vista en Nikki. Había en él la tranquilidad de alguien que puede esperar años por una contestación.
—Creo que eso no es asunto suyo —replicó Nikki en un tono de severa advertencia, rechazando al instante que se entrometiera en su vida. El hombre rubio contuvo el aliento y la expresión de Harper se ensombreció. Nikki no necesitaba que le dijeran en palabras que hacía mucho tiempo que nadie se atrevía a replicarle a Harper con insolencia. ¿Cómo reaccionaría él?, se preguntó mirándolo con fascinación.
—Por supuesto, usted sabe lo que hace —respondió Harper con sardónica cortesía e inclinando la cabeza. ¿Qué edad tendría? ¿Treinta y tantos o cuarenta y tantos años? Era de complexión atlética, de cabello canoso y tenía ligeras arrugas alrededor de los ojos y la boca, pero eran de expresión, no de edad.
—Sé lo bien que los ingleses pueden congelar a cualquiera mientras murmuran frases de cortesía —no sabía el motivo de su ataque, a menos que fuera una reacción al frío comportamiento de él, que no iba de acuerdo con la vitalidad en su rostro. Se miraron a los ojos y Nikki prosiguió en voz baja—: No soy estúpida, no me trate con condescendencia.
La dureza se desvaneció del rostro de Harper y sonrió, de una manera tan repentina y sorprendente como la calidez de su risa. Tenía una sonrisa devastadora. Luego añadió en tono extraño.
—Debí saber que no es así, ¿cierto?
Nikki reflexionaba esa extraña respuesta cuando llegaron dos policías y Harper fue a hablar con ellos. Mientras tanto, Gordon ya se había desocupado y terminó de desinfectar y vendarle las heridas, por lo visto muy divertido por el conflicto entre Nikki y Harper, pues no dejó de reír en voz baja todo el tiempo.
—Ya está —declaró Gordon cuando terminó. Nikki exhaló el aire contenido, le dio las gracias con voz temblorosa, y agradecida se tomó con el resto del té, los calmantes que le dio.
—Ahora que he terminado con usted, deseará reunirse con Harper y los policías —declaró Gordon—. Estoy seguro de que quieren interrogarla.             
—Gracias por su ayuda y lamento haber interrumpido su cena — no pudo abstenerse de hacer el comentario, mirándolo maliciosa.
El hombre rubio hizo una mueca burlona y replicó con voz melosa:
—No se preocupe, querida. El postre sólo tiene una... fascinación limitada, pero por nada del mundo me habría perdido de venir aquí esta noche.
Ella alzó las cejas ante esas enigmáticas palabras y continuó: —Puede enviarme la cuenta por su visita a cargo de "Peter Bellis" Marketing Limited.
—Querida —murmuró Cordón riendo—, usted no podría pagarme.
—Sus juicios son demasiado apresurados —sonrió ella a su vez.
Gordon y Nikki estaba tan absortos en la conversación que no se percataron de la silenciosa llegada de Harper. Nikki desvió su atención, miró a Harper y sintió la fuerza del impacto de su mirada hasta las puntas de los pies. Si no estuviera sentada, la sorpresa la habría hecho perder el equilibrio. La expresión de Harper era de... una intensa irritación.
No obstante, Gordon permanecía imperturbable y, si acaso, su sonrisa se hizo más amplia. Harper miró al médico y un pequeño músculo tembló en su mandíbula, pero su voz fue indiferente, incluso insolente, cuando habló:
—Ya conoces la salida, ¿cierto, Gordon?
—Gracias, Gordon y buenas noches —ironizó Gordon, nada amilanado por la descortesía de su amigo. Sus hombros se sacudían de risa cuando recogió su maletín, luego se detuvo a acariciarle una mejilla a Nikki, con la yema de un dedo—. Ah, Nikki. Mereció la pena perderme del postre por todo esto.
Nikki entornó los ojos cuando el médico se despidió. Algo había sucedido y ella no ¡o pasó por alto. Simplemente no comprendió; pero ni por un momento dudó que tanto Gordon como Harper sí lo habían hecho.



El aullido del lobo- Amanda CarpenterDonde viven las historias. Descúbrelo ahora