Capítulo 6: Asignados

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El día anterior, mientras Karter y yo hablábamos con el emperador y con Hatik, todos nuestros compañeros fueron asignados a una unidad. Éramos los únicos que no sabíamos de qué tropa formaríamos parte, por lo que, para no entorpecer el entrenamiento de los demás soldados, nos separaron nuevamente para poder asignarnos. El capitán nos llamó a ambos para que nos dirigiéramos al patio interior del palacio mientras los demás seguían con sus entrenamientos en el patio exterior. Contábamos con el permiso del emperador para poder entrar en el interior del palacio, lo que, en cierto modo, me pareció bastante excitante.

Conforme caminaba por los pasillos, me preguntaba cuántos afortunados, quitando a los guardias y a la alta nobleza, habían podido apreciar las obras de arte que se exponían por todas partes, desde las esculturas de mármol hasta las pinturas que lucían en las paredes. Hasta la propia arquitectura era algo impresionante y maravilloso. Las columnas que sostenían el techo servían a su vez como decorado por las formas y los motivos de sus grabados. En algunas podían verse historias de la guerra, o interpretaciones de algunas leyendas antranas, como solían hacer las inscripciones de las paredes de algunos templos.

El patio interior, por su parte, era de un tamaño mucho más reducido que el patio exterior, el cual era casi tan grande como la plaza. Varias losas de piedra apiladas unas junto a otras formaban un cuadrado perfecto justo en el centro, bajo un pequeño techo sostenido por pequeñas columnas de piedra, esta vez, sin ningún tipo de grabado. Rodeando ese espacio, varias flores decoraban cuatro pequeños jardines que hacían esquinas, pintando aquel intenso verde con pequeños puntos de diversos colores. Entre los jardines, cuatro cortos caminos de piedra comunicaban con el pasillo que rodeaba el patio central, cuyos muros se alzaban hasta apenas un metro de altura, dejando ver el interior y el exterior del pasillo, y algunas columnas similares a las del cuadrado central que llegaban desde el suelo hasta el techo. Aquel pasillo comunicaba con otras estancias y corredores del palacio a los que no teníamos acceso.

Nos detuvimos en el cuadrado central, donde su techo nos haría sombra si no fuese porque el día estaba nublado. Ahí habían dejado un barril hueco con algunas espadas de distinto tamaño y cuatro maniquíes de madera con corazas metálicas que se alzaban repartidos en las esquinas. El capitán nos invitó a coger la que mejor nos sirviera para combatir. Karter cogió un mandoble bastante pesado que, utilizando las dos manos, solo tendría que aprender algunas técnicas y algunos trucos para manejarlo con soltura. Yo, por el contrario, busqué una espada que pudiera manejar con una sola mano y que no fuera demasiado pesada, pero sí lo suficiente para tener la seguridad de que no se rompiera en mitad de una pelea.

-Parece que tenéis claro qué queréis ser, pero no pienso arriesgar vuestras vidas solo por vuestras preferencias-dijo el capitán, pues cada espada era utilizado por un tipo de unidad distinta, y yo sabía quién usaba cuál-. Karter, has de saber que tu armadura será bastante pesada y que tendrás que aprender a manejar un arma muy difícil de controlar si quieres salir airoso del combate. Por muy resistente que sea tu armadura, de nada te servirá si apenas puedes moverte y recibes golpes por todas partes-después de decirle eso a Karter, me miró a mí-. Celadias, tu armadura será muy parecida a la que usaste la otra noche en batalla. ¿Te sentiste cómodo con ella?-asentí a su pregunta-. Karter tiene el consuelo de que algo le protegerá, pero tú serás quien mejor tenga que saber combatir, pues estarás bastante desprotegido. Por eso os invito a que ataquéis a los maniquíes para ver si sabéis usar las espadas que habéis cogido. A ver si vuestras preferencias se corresponden con vuestras habilidades.

Durante toda la mañana estuvimos peleando contra muñecos inmóviles, lo que me resultaba bastante frustrante por no suponerme ningún reto. Poco a poco me iba habituando al peso del acero en mis manos, por lo que llegó un momento en el que era inútil para mí seguir peleando contra aquello. Aunque a Karter parecía venirle bien esa práctica, pues sus movimientos eran bastante pobres y torpes en comparación con los míos, y el capitán se dio cuenta al instante. En su defensa, debería decir que él también estaba acostumbrado a pelear con espadas de madera y que su espada era mucho más grande y pesada que la mía.

El precio de la libertad: Sueños de grandezaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora