La ciudad muerta

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Cuando Rodrigo Morian despertó, se sintió extraño, como si no perteneciera al mundo. Con calma, observó su habitación, cada objeto seguía en su lugar, no había nada raro, pero la sensación no desaparecía. Enfundándose unos zapatos viejos salió de la cama, recorrió el cuarto y lo inspeccionó. Todo seguía en su sitio.

Eran las nueve de la mañana del día domingo, su rutina sería la misma de siempre, tomar una ducha, afeitarse, comer un tazón de cereal y salir a caminar hasta la tarde. Así lo hizo, el baño lo relajó, ahora estaba más calmado, el desayuno le cayó de maravilla, sintió como recuperaba sus fuerzas. Una vez aseado y con el estómago lleno, era hora de salir a caminar por las raras calles de Tijuana. Sin importar el clima, Rodrigo vestía para sus caminatas el mismo atuendo, pantalón de mezclilla azul, camisa blanca manga corta, suéter negro y una mochila pequeña donde cargaba lo que creía podría necesitar.

Al salir de su casa volvió a sentir esa extraña sensación de no encajar en el mundo, pero no le prestó demasiada atención y continuó caminando. La calle Laurel era por donde comenzaba su ruta, además de ser una de las calles que más espectáculo solía ofrecer, Rodrigo en especial había presenciado desde la muerte de un hombre hasta lo que parecía ser una persona siendo tragada por un charco de agua. Sin embargo, este día lo raro no lo presentaron los transeúntes, más bien parecía que Rodrigo era lo raro. Nadie le despegaba el ojo, desde los más pequeños hasta los ancianos, todos sin excepción lo miraban. Le fue difícil ignorar esas miradas acosadoras, no entendía por qué sin previo aviso se había convertido en el bicho raro del vecindario, la mayoría de las personas lo conocían de sus muchas caminatas, pero ahora le eran indiferentes.

Durante diez minutos caminó hasta llegar a un pequeño parque, buscó una banca vacía y se sentó. Las personas que ahí se encontraban también lo miraron de forma extraña. Rodrigo sacudió la cabeza y de su mochila sacó un libro, el más preciado que tenía; comenzó a releer esas páginas que ya se sabía de memoria y se sumergió en la lectura, en ese momento no existía el mundo exterior para él, lo único real era una ciudad primitiva, más vieja que las primeras civilizaciones, una ciudad que carece de nombre, pero que los desafortunados que lograron verla bautizaron como Niroma. Rodrigo no hacía más que emocionarse ante esos relatos mágicos, y en diversas ocasiones soñó con estar frente a la entrada de esa extraña ciudad.

Cuando terminó el capítulo, notó que lo seguían observando. «¿Acaso soy un maldito adefesio?», se preguntó Rodrigo guardando el libro. Molesto, reanudó su caminata. Sin importar a donde se dirigiese, las personas lo miraban de forma extraña. Intentó no prestarles atención, sin embargo, la presión social que ejercían era demasiada. Rodrigo apuró el paso y se dirigió a su casa. Al llegar, puso llave a la puerta principal y se encerró en su habitación. Algo andaba mal, tenía que haber una explicación a esas miradas de mala muerte que todos le dedicaban.

Levantándose, se acercó al espejo que tenía en el baño, se observó con detenimiento pero no encontró nada inusual en sí mismo. Se olió para descartar una peste que hubiese atrapado en la calle, mas estaba limpio. «Locos de mierda», pensó con odio, pues esas miradas no tenían justificación.

Al igual como en los días en que se molestaba, ese domingo no volvió a probar bocado. Solo se la pasó leyendo su libro favorito, recreando en su mente los muros ancestrales, tallados por una forma de vida ajena a lo conocido por el hombre, donde Erdi, el autor, aseguraba escondían algo más perverso. Como nadie había logrado sobrevivir a la majestuosidad de Niroma, era difícil saber que había dentro. Lo único en que coincidían todos aquellos desdichados que escaparon de sus garras, era que incluso a la distancia podían observarse unas rocas enormes, talladas con símbolos extraños, una especie de lenguaje pictográfico, aun así, eso no era lo más impactante, pues aseguran que sobre estas podía verse algo verde y misterioso, algo tan extraño que al atardecer dobla los rayos de luz, creando un espectáculo único y efímero.

Crónicas del miradorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora