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Oh Juliette; si quieres como yo vivir feliz en el crimen... y yo cometo muchos, querida mía... si quieres, digo, encontrar en él la misma felicidad que yo, trata de conseguirte, con el tiempo, una costumbre tan dulce que te sea imposible poder existir sin cometerlo; y que todas las convenciones humanas te parezcan tan ridículas que tu alma flexible, y a pesar de eso enérgica, se vaya acostumbrando imperceptiblemente a convertir en vicios todas las virtudes humanas y en virtudes todos los crímenes: entonces te parecerá que ante tus ojos se abre un nuevo universo; se filtrará por tus nervios un fuego devorador y delicioso, abrazará ese fluido, eléctrico donde reside el principio de la vida. Feliz por vivir en un mundo al que me exila mi triste destino, cada día te trazarás nuevos proyectos, y cada día su realización te colmará de una voluptuosidad que sólo será conocida por ti. Todos los seres que te rodean te parecerán otras tantas víctimas entregadas por la suerte a la perversidad de tu corazón; ni lazos ni cadenas, todo desaparecerá pronto bajo la llama de tus deseos, ya no se elevará ninguna voz en tu alma para ahogar el eco de su impetuosidad, ningún prejuicio militará ya en su favor, todo habrá sido suprimido por la sabiduría, y llegarás insensiblemente a los últimos excesos de la perversidad por un camino cubierto de flores. Entonces será cuando reconozcas la debilidad de lo que en otro tiempo te ofrecían como inspiraciones de la naturaleza; cuando te hayas burlado durante unos años de lo que los estúpidos llaman sus leyes, cuando para familiarizarte con su infracción te hayas complacido en pulverizarlas, entonces verás a la pícara naturaleza, encantada de haber sido violada, doblegarse bajo tus deseos, llegar por sí misma a ofrecerse a tus cadenas... presentarte las manos para que la hagas tu cautiva; convertida en tu esclava en lugar de ser tu soberana, enseñará delicadamente a tu corazón la forma de ultrajarla mucho mejor, como si se complaciese en el envilecimiento, y como si te indicase que el mejor modo de obedecer sus leyes es insultarla hasta el exceso. No te resistas nunca cuando hayas llegado a este punto; insaciable en sus pretensiones sobre ti, en cuanto hayas encontrado el medio de dominarla, te conducirá paso a paso de extravío en extravío; el último cometido no será mas que el principio de otro por el que se someterá a ti de nuevo; como la prostituta de Sybaris, que se entregaba bajo todas las formas y adoptaba todas las posturas para excitar los deseos del voluptuoso que la pagaba, igualmente te enseñará cien formas de vencerla, y todo esto para, a su vez, encadenarte con más fuerza. Pero una sola resistencia, te lo repito, una sola te haría perder todo el fruto de las últimas caídas; no conocerás nada si no lo conoces todo; pero si eres lo suficientemente tímida como para detenerte, se te escapará para siempre. Abstente sobre todo de la religión, nada como sus peligrosas inspiraciones para desviarte del buen camino: semejante a la hidra, cuyas cabezas renacen a medida que se las corta, te importunará sin cesar si tú no te cuidas de aniquilar constantemente sus principios. Temo que las extrañas ideas de ese Dios fantástico con que empozoñaron tu infancia vengan a perturbar tu imaginación en medio de sus más divinos extravíos: ¡Oh Juliette, olvídala, desprecia la idea de ese Dios vano y ridículo!; su existencia es una sombra que disipa en un momento el más débil esfuerzo del espíritu, y nunca estarás tranquila mientras que esa odiosa quimera no haya perdido sobre tu alma todas las facultades que le dio el error. Aliméntate constantemente de los grandes principios de Spinoza, de Vanini, del autor del Sistema de la Naturaleza; los estudiaremos, los analizaremos juntas; te prometí discusiones profundas sobre este tema, mantendré mi palabra: nos llenaremos las dos del espíritu de estos sabios principios. Si todavía te surgen dudas, me las comunicarás, yo te tranquilizaré: siendo tan firme como yo, pronto me imitarás, y como yo, nunca volverás a pronunciar el nombre de ese infame Dios más que para blasfemarlo y odiarlo. Confieso que la idea de tal quimera es la única equivocación que no puedo perdonarle al hombre; lo justifico en todos sus extravíos, lo compadezco en todas sus debilidades, pero no puedo pasarle por alto el que haya erigido a semejante monstruo, no le perdono que se haya forjado él mismo las cadenas religiosas que tan violentamente le han subyugado, y que él mismo haya presentado el cuello bajo el vergonzoso yugo que había preparado su estupidez. No acabaría nunca, Juliette, si tuviese que entregarme a todo el horror que me inspira el execrable sistema de la existencia de un Dios: mi sangre hierve ante su solo nombre; cuando lo oigo pronunciar, me parece ver alrededor de mí las sombras palpitantes de todos los desgraciados que esta abominable opinión ha destruido sobre la superficie del globo; me invocan, me conjuran a que utilice todas las fuerzas o el talento que haya podido recibir, para extirpar del alma de mis semejantes la idea del repugnante fantasma que les hizo perecer sobre la tierra.
Aquí, Mme. Delbène me pregunta hasta dónde había llegado yo en estas cosas. -Todavía no he hecho mi primera comunión -le digo. - ¡Ah!, mucho mejor-me respondió abrazándome-; ángel mío, yo te evitaré tal idolatría; respecto a la confesión, cuando te hablen de ella, responde que no estás preparada. La madre de las novicias es amiga mía, depende de mí, te recomendaré a ella y no te molestarán. En cuanto a la misa, tenemos que ir a ella a pesar de todo; pero, toma: ¿ves esta bonita colección de libros? -me dice mostrándome unos treinta volúmenes encuadernados en piel roja-; te prestaré estas obras, y su lectura, durante el abominable sacrificio, te compensará de la obligación de ser testigo de él. - ¡Oh amiga mía! -digo a Mme. Delbène- ¡Cuántas cosas te debo! Mi corazón y mi espíritu ya se habían adelantado a tus consejos... no respecto a la moral, puesto que acabas de decirme cosas demasiado fuertes y demasiado nuevas como para que se me hubiesen ocurrido ya a mí; pero no te había esperado para detestar, como tú, la religión, y cumplía los horribles deberes religiosos con la mayor repugnancia. ¡Qué feliz me haces prome tiéndome ampliar mis luces! ¡Ay de mí al no haber oído nada sobre estos objetos supersticiosos!, el costo de mi pequeña impiedad no se debe todavía más que a la naturaleza. -¡Ah!, sigue sus inspiraciones, ángel mío... son las únicas que nunca te engañarán. -Sabes -proseguí- que todo lo que acabas de enseñarme es muy fuerte, y que es extraño estar tan instruida a tu edad. Permíteme que te diga, amada mía, que es difícil que la conciencia haya alcanzado el grado que parece tener la tuya sin algunas acciones muy extraordinarias; y ¿cómo, perdona mi pregunta, cómo, en tu interior, tuviste la ocasión de los delitos capaces de endurecerte hasta ese punto? -Algún día sabrás todo eso -me respondió la superiora levantándose. -¿Y por qué esta tardanza?... ¿Temes? -Sí, horrorizarte. -¡Nunca, nunca!
Y el ruido de las amigas que llegaban impidió que Delbène me aclarase aquello que yo ardía en deseos de saber.
-¡Chist, chist! -me dice-, ahora pensemos en el placer... Bésame, Juliette, te prometo que algún día tendrás mi confianza.
Pero nuestras amigas aparecieron; es preciso que os las pinte.
Mme. de Volmar acababa de tomar los hábitos hacía alrededor de seis meses. Con apenas veinte años, alta, delgada, esbelta, muy blanca, de pelo castaño, y el cuerpo más hermoso que pueda imaginarse, Volmar, dotada de tantos encantos, era con razón una de las alumnas preferidas de Mme. Delbène, y, después de ella, la más libertina de todas las mujeres que iban a asistir a nuestras orgías. Sainte-Elme era una novicia de diecisiete años, con un rostro encantador, muy animosa, ojos hermosos, un pecho bien moldeado, y el conjunto excesivamente voluptuoso. Elisabeth y Flavie eran dos pensionistas, la primera de apenas trece años, la segunda de dieciséis. El rostro de Elisabeth era fino, con rasgos muy delicados, formas agradables y ya pronunciadas. En cuanto a Flavie, tenía el rostro más celeste que se pueda ver en todo el mundo: no existe una risa más bonita, unos dientes más hermosos, un pelo más bello; nadie posee un talle más perfecto, una piel más dulce y más fresca. ¡Ah!, amigas mías, si tuviese que pintar a la diosa de las flores, no elegiría jamás a otra modelo. Los primeros saludos no fueron largos; sabiendo todas el motivo de la reunión, no tardaron en ir al grano; pero confieso que sus propósitos me asombraron. Ni en un burdel se realizan unos actos de libertinaje con la soltura y la facilidad de estas jóvenes; y nada era tan agradable como el contraste de su modestia, de su recato en el mundo, y su gran indecencia en estas reuniones lujuriosas. -Delbène -dice Mme. de Volmar según entra- te desafío a que me hagas manar hoy; estoy agotada, querida; he pasado la noche con Fontenille... Adoro a esa bribonzuela; ¡en mi vida me lo han movido mejor... nunca he vertido tanto líquido, con tanta abundancia... tan deliciosamente'. ¡Oh, querida, qué cosas hemos hecho!
-Increíbles, ¿verdad? -dice Delbène-. Pues bien, quiero que nosotras hagamos esta noche otras mil veces más extraordinarias.
- ¡Oh, joder!, apresurémonos -dice Sainte-Elme-, yo estoy excitada; no soy como Volmar, me he acostado sola. Y levantándose el vestido:
Mirad, ved mi coño... ¡ved cómo necesita ayuda! -Un momento -dice la superiora-, esta es una ceremonia de recepción. Admito a Juliette en nuestra sociedad: es preciso que cumpla las formalidades de rigor. -¿Quién? ¿Juliette? -dice como aturdida Flavie, que todavía no me había visto- ¡Ah!, apenas si conozco a esta bonita muchacha... Así pues, ¿te excitas, corazón mío? -continuó acercándose a besarme en la boca-... Así que eres libertina... ¿eres lesbiana como nosotras?
Y la bribona, sin más preliminares, me agarra el coño y el pecho a la vez. -Déjala -dice Volmar, que, levantándome la falda por detrás, examinaba mis nalgas-, déjala, tiene que ser recibida antes de que nos sirvamos de ella. -Mira, Delbène --dice Elisabeth-, mira cómo besa Volmar el culo de Juliette: la toma como a un muchacho; ¡la zorra quiere darle por el culo! (Observad que la que hablaba así era la más joven) -¿No sabes -dice Sainte-Elme- que Volmar es un hombre? Tiene un clítoris de tres pulgadas, y, destinada a ultrajar a la naturaleza, sea cual sea el sexo que ella adopte, es preciso que la puta sea alternativamente lesbiana y tipo; no conoce término medio. Después, aproximándose a su vez y examinándome por todos lados, en vista de que Flavie mostraba mi delantero y Volmar mi trasero: -Es cierto -prosiguió- que la zorrilla está bien hecha, y juro que antes de que acabe el día conoceré cómo sabe su jugo. -¡Un momento, un momento, señoritas! -dice Delbène intentando restablecer el orden. -¡Eh, santo Dios!, date prisa -dice Sainte-Elme-, ¡me voy yo sola! ¿A qué esperas para empezar? ¿Tenemos que rezar nuestras oraciones antes de excitarnos el coño? ¡Fuera los vestidos, amigas mías!...
Y al momento veríais seis jóvenes muchachas, más bellas que el sol, admirarse... acariciarse desnudas y formar entre ellas los grupos más agradables y variados. - ¡Oh!, de momento -respondió Delbène con autoridad- no podéis negarme un poco de orden... Escuchadme: Juliette va a tumbarse en la cama, y cada una de vosotras irá, alternativamente, a probar el placer que queráis obtener con ella; yo, al frente de la operación, os recibiré a todas a medida que la vayáis dejando, y las lujurias iniciadas con Juliette acabarán en mí; pero yo no me daré prisa, mi líquido eyaculará cuando tenga a las cinco sobre mí.
La gran veneración que sentían por las órdenes de la superiora hizo que éstas se realizasen con la más precisa exactitud. No es difícil que comprendáis lo que cada una de estas criaturas, siendo tan libertinas, exigió de mí. Como llegaban siguiendo el orden de edad, Elisabeth pasó la primera. La bonita bribona me examinó por todas partes, y, después de cubrirme de besos, se entrelazó entre mis muslos, se frotó contra mí, y ambas nos extasiamos. Flavie fue la siguiente; hizo más tanteos. Después de mil deliciosos preliminares, nos tendimos en sentido inverso, y; con nuestras lenguas cosquilleantes, hicimos brotar torrentes de flujo. Sainte-Elme se acerca, se tiende sobre la cama, hace que me siente sobre su cara, y, mientras que su nariz excita el agujero de mi culo, su lengua se sumerge, en mi coño. Doblada encima de ella, puedo acariciarla de la misma manera; lo hago: mis dedos excitan su culo, y cinco eyaculaciones seguidas me prueban que la necesidad de la que hablaba no era ilusoria. La correspondí por completo; nunca hasta entonces había sido yo tan voluptuosamente chupada. Volmar sólo desea mis nalgas, las devora a besos, y, preparando la vía estrecha con su lengua de rosa, la libertina se pega a mí, me hunde su clítoris en el culo, entra y sale durante mucho tiempo, da la vuelta a mi cabeza, besa mi boca con ardor, chupetea mi lengua y me excita dándome por el culo. La maldita no se detiene aquí: con un consolador que me ató a la cintura, se presenta a mis embestidas, y, dirigiéndolas hacia el trasero, la zorra es sodomizada; mientras la excitaba pensaba que iba a morir de placer.
Después de esta última incursión, me situé en el puesto que me esperaba sobre el cuerpo de la Delbène. Así es como la puta dispuso el grupo: Elisabeth, de espaldas, estaba situada al borde de la cama. Delbène, entre sus brazos, se
hacía excitar el clítoris por ella. Flavie, de rodillas, con las piernas colgando, la cabeza a la altura del coño de la superiora, se lo besaba y le apretaba los muslos. Por encima de Elisabeth, Sainte-Elme, con el culo encima de la cara de esta última, ofrecía su coño a los besos de Delbène, a la que Volmar daba por el culo con su clítoris ardiente. Me esperaban para completar el grupo. Un poco doblada cerca de Sainte-Elme, yo presentaba para lamer lo contrario de lo que aquélla besaba por delante. Delbène pasaba sin plan fijo y rápidamente del coño de Sainte-Elme al agujero de mi culo, lamía, chupaba ardientemente uno y otro, y, removiéndose con la agilidad más increíble bajo los dedos de Elisabeth, la lengua de Flavie y el clítoris de Volmar, la zorra no dejaba ni un sólo momento de derramar torrentes de flujo. -¡Oh, Dios! -dice Delbène, retirándose de allí roja como una bacante- ¡redios! ¡cómo he soltado! No importa, sigamos nuestras operaciones; ahora colocaos cada una de vosotras en la cama; Juliette exigirá de vosotras, una por una, lo que le convenga, estáis obligadas a prestaros a ello; pero como todavía es nueva, la aconsejaré; el grupo se formará sobre ella, como acaba de hacerse conmigo, y la haremos que eyacule su flujo hasta que pida que la dejemos.
Elisabeth es la primera que se ofrece a mi libertinaje. -Colócala -me dice Delbène que me aconsejaba de manera que tú puedas besar su bonita boquita mientras que ella te excita; y, para que seas acariciada por todas partes, yo me encargo del agujero de tu culo durante toda la sesión. Flavie sustituye a Elisabeth. -Te aconsejo los bonitos pezones de esta muchachita -me dice la abadesa- chúpaselos, mientras que ella te excita... A causa de los gustos de Volmar, tienes que hundir tu lengua en su culo, mientras que, inclinada sobre ti, la bribona te besará... En cuanto a SainteElme, -prosiguió la superiora- ¿sabes que haré con ella? Me colocaré de forma que pueda chuparle a la vez el culo y el coño, mientras que ella hará lo mismo contigo... Y en cuanto a mí, ordena, vida mía, estoy a tus órdenes.
Calentada por lo que había visto hacer a Volmar: -Quiero darte por el culo -digo- con este consolador. -Hazlo, amada mía, hazlo, -me responde humildemente Delbène ofreciéndose a mis golpes- este es mi culo, te lo entrego. - ¡Y bien! -digo mientras sodomizo a mi instructora-, puesto que el grupo debe colocarse sobre mí, que empiece enseguida. Querida Volmar -continué- que tu clítoris devuelva a mi culo lo que yo hago al de Delbène; no puedes imaginarte hasta qué punto se exalta mi temperamento con esta manera de gozar. Con cada una de mis manos, excitaré a Elisabeth y a Sainte-Elme, mientras que chupo el coño de Flavie. Ya que las órdenes de la superiora eran agotarme, no me tomé el trabajo de decir nada: las situaciones cambiaron siete veces, y siete veces mi flujo corrió entre sus brazos. Los placeres de la mesa siguieron a los del amor: nos esperaba una soberbia comida. Al calentar nuestras cabezas diferentes tipos de vinos y de licores, volvimos al libertinaje; se perfilaron tres grupos. Sainte-Elme, Delbène y Volmar, como las de más edad, eligieron cada una a una excitadora; por azar o por predilección Delbène no me abandonó; Elisabeth fue elegida por Sainte-Elme, y Flavie por Volmar. Los grupos estaban colocados de manera que cada uno gozase de la vista de los placeres del otro. No pueden hacerse una idea de lo que hicimos. ¡Oh! ¡Cuán deliciosa era Sainte-Elme! Apasionadas ardientemente la una por la otra, nos excitábamos ambas hasta el agotamiento: no dejábamos de hacer cualquier cosa que imaginásemos. Por último, todo se mezcló, y las dos últimas horas de este voluptuoso libertinaje fueron tan lascivas, que quizás en ningún burdel se hayan cometido tantas lujurias. Una cosa me había sorprendido: el extremo cuidado que tenían por la virginidad de las pensionistas. Sin duda no se observaban las mismas leyes respecto a aquéllas cu ya vocación era muy pronunciada; pero se respetaba, hasta un punto que yo no podía comprender, a aquéllas que se destinaban al mundo. -Su felicidad depende de eso me dice Delbène, cuando le pregunté sobre esta reservaqueremos divertirnos con estas muchachas, pero ¿por qué perderlas? ¿por qué hacerles detestar los momentos que han pasa do junto a nosotras? No, nosotras tenemos esa virtud, y por muy corrompidas que nos creas, nunca comprometemos a nuestras amigas. Estos procedimientos me parecieron magníficos; pero creada por la naturaleza para proporcionar la maldad sobre todo lo que me rodease, un día el deseo de des honrar a una de mis compañeras me calentó la cabeza por lo menos tanto como el de ser deshonrada a mi vez. Delbène se dio cuenta enseguida de que yo prefería a Sainte-Elme a ella. Efectivamente, adoraba a esta encantadora muchacha; me era imposible dejarla; pero como era infinitamente menos inteligente que la superiora, una inclinación natural me llevaba invenciblemente hacia ésta.
-Como te veo devorada por la pasión de desvirgar a una muchacha, o por serlo -me dice un día esta encantadora mujer- no me cabe la menor duda de que Sainte -Elme te ha concedido estos placeres, o te los promete para pronto. De ninguna manera hay peligro con ella, porque está destinada como yo a pasar el resto de sus días en el claustro; pero, Juliette, si ella hace contigo otro tanto, nunca podrás casarte, y ¡cuántas desgracias podrían sobrevenirte como consecuencia de esta falta'. Sin embargo, escúchame, ángel mío, sabes que te adoro, sacrifica a Sainte-Elme y yo satisfago al instante todos los placeres que tú desees. Elegirás en el convento a aquélla cuyas primicias quieras recoger, y seré yo la que mancillaré las tuyas... Los desgarramientos... las heridas... tranquilízate, yo arreglaré todo. Pero estos son grandes misterios; para ser iniciada en ellos, necesito tu juramento de que a partir de este momento, no volverás a hablar a Sainte-Elme: de otra forma, no pondré límites a mi venganza.
Como amaba demasiado a esa encantadora muchacha para comprometerla, y como, además, ardía en deseos de probar los placeres que me esperaban si renunciaba a ella, lo prometí todo. - ¡Y bien! -me dice Delbène al cabo de un mes de prueba-, ¿has hecho tu elección? ¿A quién quieres desvirgar?
Y aquí, amigos míos, ¡no adivinaríais en vuestra vida sobre qué objeto se había detenido con complacencia mi libertina imaginación! Sobre esta muchacha que tenéis ante vuestros ojos... sobre mi hermana. Pero Mme. Delbène la conocía demasiado bien como para no hacerme desistir del proyecto. - ¡Pues bien! -digo- dame a Laurette. Su infancia (apenas si tenía diez años), su bonita carita despierta, la altura de su cuna, todo me excitaba... todo me inflamaba hacia ella; y la superiora, viendo que casi no había obstáculos, en vista de que esta huerfanita no tenía como protector en el convento más que a un viejo tío que vivía a cien leguas de París, me aseguró que ya podía dar por sacrificada la víctima que mis deseos inmolaban por adelantado. El día ya estaba elegido; Mme. Delbène, haciéndome ir la víspera a pasar la noche en sus brazos, hizo recaer la conversación sobre las materias religiosas. -Mucho me temo -me dice- que hayas ido muy lenta, hija mía; tu corazón, engañado por tu mente, todavía no está en el punto que yo desearía. Esas infames supersticiones te fastidian todavía, lo juraría. Escucha, Juliette, préstame toda tu atención, y procura que en el futuro tu libertinaje, apoyado en excelentes principios, pueda con desfachatez, como en mí, entregarse a todos los excesos sin remordimientos. El primer dogma que se me ocurre, cuando se habla de religión, es el de la existencia de Dios: comenzaré razonablemente con su examen puesto que es la base de todo el edificio. ¡Oh Juliette! no hay ninguna duda de que sólo a las limitaciones de nuestro espíritu se debe la quimera de un Dios; al no saber a quién atribuir lo que vemos, en la extrema imposibilidad de explicar los ininteligibles misterios de la naturaleza, gratuitamente hemos erigido por encima de ella un ser revestido del poder de producir todos los efectos cuyas causas nos eran desconocidas.
Tan pronto como se consideró a este abominable fantasma el autor de la naturaleza, hubo que verlo igualmente como el del bien y el del mal. La costumbre de creer que estas opiniones eran verdaderas y la comodidad que se hallaba en esto para satisfacer a la vez la pereza y la curiosidad, hicieron que pronto se diese a esta fábula el mismo grado de creencia que a una demostración geométrica; y la persuasión llegó a ser tan fuerte, la costumbre tan arraigada, que se necesitó toda la fuerza de la razón para preservarse del error. No hay más que un paso de la extravagancia que admite un Dios a la que hace adorarlo: nada más sencillo que implorar a lo que se teme; nada más natural que este procedimiento que quema incienso en los altares del mágico individuo que se constituye a la vez en el motor y el dispensador de todo. Lo creían malo, porque resultaban malos efectos de la necesidad de las leyes de la naturaleza; para apaciguarlo se necesitan víctimas: y de ahí los ayunos, las laceraciones, las penitencias, y todas las otras imbecilidades, frutos del temor de unos y del engaño de otros; o, si lo prefieres, efectos constantes de la debilidad de los hombres, porque es cierto que allí donde éstos se encuentran se hallarán también dioses engendrados por el terror de tales hombres, y homenajes rendidos a tales dioses, resultados necesarios de la extravagancia que los erige. Mi querida amiga, no hay duda de que esta opinión de la existencia y del poder de un Dios distribuidor de bienes y males es la base de todas las religiones de la tierra. Pero, ¿cuál de estas tradiciones es preferible? Todas alegan revelaciones hechas en su favor, todas citan libros, obras de sus dioses, y todas quieren ser la que prevalezca sobre las demás. Para aclararme en esta difícil elección no tengo más guía que mi razón, y en cuanto examino a su luz todas estas pretensiones, todas estas fábulas, ya no veo más que un montón de extravagancias y de simplezas que me impacientan y sublevan.
Después de haber dado un rápido recorrido a las absurdas ideas de todos los pueblos sobre este importante tema, me detengo por fin en lo que piensan los judíos y los cristianos. Los primeros me hablan de un Dios, pero no me explican nada de él, no me dan ninguna idea suya, y no veo más que alegorías pueriles sobre la naturaleza del Dios de este pueblo, indignas de la majestad del ser al que quieren que yo admita como el creador del universo; el legislador de esta nación me habla de su Dios sólo con contradicciones sublevantes, y los rasgos con los que me lo pinta son mucho más propios para hacer que lo deteste que para que lo sirva. Viendo que es este mismo Dios el que habla en los libros que me citan para explicármelo, me pregunto cómo es posible que un Dios haya podido dar de su persona nociones tan propias para conseguir que los hombres lo desprecien. Esta reflexión me impulsa a estudiar tales libros con mayor cuidado: ¿qué ocurre cuando no puedo impedir ver, al examinarlos, que no solamente no pueden estar dictados por el espíritu de un Dios, sino que además están escritos mucho tiempo después de la existencia del que se atreve a afirmar que los ha transmitido de acuerdo con el Dios mismo? ¡Y bien!, ¡así es como me engañan! exclamé al final de mis investigaciones; estos libros santos que me quieren presentar como la obra de un Dios no son más que obra de algunos charlatanes imbéciles, y en ellos se ve, en lugar de huellas divinas, el resultado de la estupidez y de la bobería. Y en efecto, ¿hay mayor necedad que la de presentar por todas partes, en estos libros, un pueblo favorito del soberano recién creado por él, que anuncia a las naciones que sólo a él habla Dios; que sólo se interesa por su suerte; que sólo por él cambia el curso de los astros, separa los mares, aumenta el rocío: cómo si no le hubiese sido mucho más fácil a ese Dios penetrar en los corazones, iluminar los espíritus, que cambiar el curso de la naturaleza, y como si esta predilección en favor de un pequeño pueblo oscuro, abyecto, ignorado, pudiese estar de acuerdo con la majestad suprema del ser al que vosotros queréis que yo conceda la facultad de haber creado el universo? Pero por más que yo quisiera estar de acuerdo con lo que me enseñan estos libros absurdos, pregunto si el silencio universal de todos los historiadores de las naciones vecinas sobre los hechos extraordinarios que en ellos se consignan, no debería bastar para que dudase de las maravillas que me anuncian. ¿Qué debo pensar, por favor, cuando es en el seno del mismo pueblo que tan fastuosamente me habla de su Dios donde encuentro la mayor cantidad de incrédulos? ¡Qué! ¿Este Dios colma a su pueblo de favores y de milagros, y este pueblo querido no cree en su Dios? ¡Qué! ¿ ¿Este Dios truena desde lo alto de una montaña con la más imponente aparatosidad, dicta sobre esta montaña leyes sublimes al legislador de este pueblo, que, en la llanura, duda de él, y se elevan ídolos en esta llanura para mofarse del Dios legislador que truena sobre la montaña? Por fin muere, ese hombre singular que acaba de ofrecer a los judíos tan magnífico Dios, expira; un milagro acompaña su muerte: ¡y los descendientes de los que fueron testigos de tantos milagros no creen en Dios! Pero, más incrédulos que sus padres, la idolatría derriba en pocos años los vacilantes altares del Dios de Moisés, y los desgraciados judíos oprimidos no se acuerdan de la quimera de sus ancestros más que cuando recobran su libertad. Entonces, nuevos jefes les hablan: desgraciadamente las promesas hechas no se corresponden con los acontecimientos. Los judíos, según estos nuevos jefes, deberían ser felices si fuesen fieles al Dios de Moisés: nunca lo respetaron tanto, y nunca la desgracia los oprimió con mayor dureza. Expuestos a la cólera de los sucesores de Alejandro, no escapan a los hierros de éstos más que para caer bajo los de los romanos, quienes, cansados por fin de su eterna rebelión, derriban su templo y los dispersan. ¡Y así es como les sirve su Dios! ¡Y así es como ese Dios, que los ama, que sólo en su favor modifica el orden sagrado de la naturaleza, así es como los trata, así es como mantiene lo que les ha prometido!
Así pues, no será entre los judíos donde buscaré el Dios poderoso del Universo; al no encontrar en esta miserable nación más que un repugnante fantasma, nacido de la imaginación exaltada de algunos ambiciosos, aborreceré al Dios despreciable ofrecido por la maldad, y dirigiré mis miradas hacia los cristianos.
¡Qué nuevos absurdos se presentan aquí! Ya no son los libros de un loco sobre una montaña los que deben servirme de reglas; el Dios del que ahora se trata se hace anunciar por un embajador mucho más noble, ¡y el bastardo de María es mucho más respetable que el hijo abandonado de Jocabed! Así pues, examinemos a este impostor: ¿qué hace, qué imagina para probarme su Dios?, ¿cuáles son sus credenciales? Piruetas, comidas de putas, curaciones de charlatanes, juegos de palabras y engañifas. Se me anuncia como el hijo de Dios, ese patán que ni siquiera sabe hablarme y que, desde ese día, no escribió ni una línea; es el Dios mismo, debo creerlo porque él lo ha dicho. El zorro es colgado, ¿qué importa?, lo abandona su secta, }o;' todo esto da igual: sólo él es el Dios del universo. Solo pudo engendrarse en una judía, sólo pudo nacer en un establo; es por la abyección, la pobreza, la impostura por lo que debe convencerme: y si no le creo ¡tanto peor para mí, me esperan eternos suplicios! ¿Puede esto definir a un Dios y hay ay en él un solo rasgo que eleve el alma y la persuada? ¡Es el colmo de la contradicción! La nueva ley se apoya sobre la antigua, y sin embargo, la nueva aniquila a la antigua. Entonces, ¿cuál será la base de esta nueva? Entonces, ¿ahora es Cristo el legislador al que hay que creer? Solo él va a explicarme el Dios que me lo envía; pero si Moisés tenía interés en predicarme un Dios del que obtenía su fuerza, ¡cuál no será el interés del Nazareno en hablarme de Dios, del que dice que desciende! Por supuesto, el legislador moderno sabía mucho más que el antiguo: al primero le bastaba charlar familiarmente con su amo; el segundo es de su misma sangre. Moisés, atribuyéndose milagros de la naturaleza, persuade a su pueblo de que el rayo sólo se enciende para él; Jesús, mucho más astuto, hace él mismo el milagro; y si los dos merecen el eterno desprecio de sus contemporáneos hay que convenir al menos en que el nuevo supo, con más picardía, conseguir la estima de los hombres; y la posteridad que los juzga < asignando a uno una sala en los manicomios, no podrá, sin embargo, abstenerse de dar al otro ano de los primeros puestos en el patíbulo. Puedes ver, Juliette, en qué círculo vicioso caen los hombres en cuanto su cabeza se pierde por estos absurdos... La religión prueba al profeta, y el profeta a la religión. Al no haberse mostrado todavía este Dios, ni en la secta judía, ni en la otra secta tan despreciable de los cristianos, lo busco de nuevo, llamo a la razón en mi ayuda, y analizo a ésta para que me engañe menos. ¿Qué es la razón? Es esa facultad que me ha sido dada por la ; naturaleza para determinarme hacia tal objeto y huir de tal otro, en proporción a la dosis de placer o de daño recibido de esos objetos: cálculo sometido de modo absoluto a mis sentidos, puesto que sólo de ellos recibo las impresiones comparativas que constituyen o los dolores de los que quiero huir o el placer que debo buscar. Como dice Fréret, la razón no es más que la balanza con la que pesamos los objetos, y por la cual, poniendo en el peso aquellos objetos que están lejos de nuestro alcance, conocemos lo que debemos pensar por la relación existente entre ellos, de tal forma que sea siempre la apariencia del mayor placer lo que gane. Puedes ver que esta razón, en nosotros como en los animales, que también la tienen, no es más que el resultado del mecanismo más tosco y más material. Pero como no tenemos otra antorcha, sólo a ella podemos someter esa fe, imperiosamente exigida por los bribones, hacia objetos sin realidad, o tan l prodigiosamente envilecidos por sí mismos, que sólo me- recen nuestro desprecio. Ahora bien, sabes, Juliette, que el primer efecto de esta razón es establecer una diferencia esencial entre el objeto que se manifiesta y el objeto que es percibido. Las percepciones representativas de un' objeto son de diferentes tipos. Si nos muestran los objetos como ausentes, pero como presentes en otro tiempo a nuestra mente, es lo que llamamos memoria, recuerdo. Si nos presentan los objetos sin expresarnos ausencia, entonces es lo que llamamos imaginación, y esta imaginación es la causa de todos nuestros errores. Pues la fuente más abundante de estos errores reside en que suponemos una existencia propia a los objetos de estas percepciones interiores, una existencia separada de nosotros, de la misma forma que las concebimos separadamente. Por consiguiente, yo daría, para que me entiendas, daría, digo, a esta idea separada, a esta idea surgida del objeto que imaginamos, el nombre de idea objetiva, para diferenciarla de la que está presente, y que yo llamaría real. Es muy importante no confundir estos dos tipos de existencia; no puedes ni imaginarte en qué torbellino de errores se cae cuando no se tienen en cuenta estas distinciones. El punto dividido hasta el infinito, tan necesario en geometría, pertenece a la clase de las existencias objetivas; y los cuerpos, los sólidos, a la de las existencias reales. Por muy abstracto que esto te parezca, querida mía, tienes que seguirme si quieres llegar conmigo al final al que quiero conducirte por mis razonamientos.
En primer lugar, observamos, antes de ir más lejos, que no hay nada más común ni más ordinario que engañarse torpemente entre la existencia real de los cuerpos que están fuera de nosotros y la existencia objetiva de las percepciones que están en nuestra mente. Nuestras mismas percepciones se diferencian de nosotros, y entre sí, según que perciban los objetos presentes, sus relaciones, y las relaciones de estas relaciones. Son pensamientos en tanto que nos aportan las imágenes de las cosas ausentes; son ideas en tanto que nos aportan imágenes que están dentro de nosotros. Sin embargo, todas estas cosas no son más que modalidades, o formas de existir de nuestro ser, que no se distinguen ya entre sí, ni de nosotros mismos, más de lo que la extensión, la solidez, la figura, el color, el movimiento de un cuerpo, se distinguen de ese cuerpo. A continuación, se imaginaron forzosamente términos que conviniesen de manera general a todas las ideas particulares que eran semejantes; se ha dado el nombre de causa a todo ser que produce algún cambio en otro ser distinto de él, y efecto a todo cambio producido en un ser por una causa cualquiera. Como estos términos excitan en nosotros al menos una imagen confusa de ser, de acción, de reacción, de cambio, la costumbre de servirnos de ellas ha hecho creer que teníamos una percepción clara y distinta, y por último hemos llegado a imaginar que podía existir una causa que no fuese un ser o un cuerpo, una causa que fuese realmente distinta de cualquier cuerpo, y que, sin movimiento y sin acción, pudiese producir todos los efectos imaginables. No hemos querido reflexionar sobre el hecho de que todos los seres, actuando y reaccionando constantemente unos sobre otros, producen y sufren al mismo tiempo cambios; la íntima progresión de los seres que han sido sucesivamente causa y efecto pronto cansó la mente de aquellos que sólo quieren encontrar la causa en todos los efectos: sintiendo que su imaginación se agotaba ante esta larga secuencia de ideas, les pareció más breve remontar todo de una vez a una primera causa, imaginada como la causa universal, siendo las causas particulares efectos suyos, y sin que ella sea, a su vez, el efecto de ninguna causa.

Juliette - Marqués De SadeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora