Vll
¡No tenemos un instante que perder!
Sarma espoleo su caballo y cruzo a galope tendido el bosquete, esquivando las ramas que rasgaban la bruma matutina. Junto a el cabalgaba un reducido contingente, todos ellos con miradas frenéticas y rostros tan pálidos como las hebras de bruma que les rodeaban.
Aun podemos llegar a tiempo... no, ¡tenemos que llegar a tiempo!
Tan preocupado iba Sarma con sus pensamientos que no noto que una rama le arrancaba la insignia de capitán de su uniforme. Tampoco le hubiese importado. Ser capitán de la guardia del palacio (es decir, permanecer siempre junto a la reina y protegerla) había sido el eje de su vida, pero eso pertenecía al pasado. ¿Por qué habría de proteger a una reina que estaba empeñada en acabar con su país?... los caballos de los soldados que galopaban con Sarma a través de la bruma matutina acabaron de enterrar la insignia en el lodo con sus cascos.
-¡capitán Sarma! –Grito un joven soldado, situándose dificultosamente al costado de su líder-. ¿Por qué diría la reina una cosa semejante?
-No lo sé –gruño Sarma-. Lo único que sé es que la reina ha desaparecido y que no tengo ni idea de quién es esa mujer que lleva la corona.
Sarma revivió una vez más la escena de la sala del trono, que no conseguía sacarse de la cabeza. Al repasarla una vez más comprendió que acababa de asistir al último capítulo en la caída del reino de Tritonia...
Vlll
-Mata a la Diosa.
Postrado ante el frio suelo de la sala del trono de Anfisa, Sarma se esforzó por encontrar sentido a las palabras de la reina, que se alzaba ante el todavía empapada. ¡Era una locura!
Desde su fundación, el reino de Tritonia había sido relativamente pacifico, aunque tampoco fuese un paraíso. Varias reinas habían servido mal a su pueblo, derrochando las vidas de sus súbditos por puro capricho. En una ocasión, una reina enojada había destruido el castillo de santa Tritonia, la fundadora de la nación. Pero en la larga historia del país ninguna reina se había atrevido a hacer daño a la Diosa.
Y con razón, porque la Diosa era la única fuerza protectora de Tritonia. Aunque normalmente solo estaba presente en las estatuas que la evocaban en los templos, la Diosa tomaba prestados los cuerpos de sus sacerdotisas para intervenir en el mundo material cuando la situación de Tritonia así lo exigía.
La Diosa se había manifestado, por ejemplo, para deponer a reinas traicioneras o para rechazar ejércitos que amenazaban las fronteras de Tritonia. Fuera cual fuera el motivo, si aparecía la Diosa era porque el reino se encontraba en una situación desesperada. Por eso, siempre que la Diosa estaba a punto de manifestarse entre su gente, enviaba antes un mensajero que anunciaba su advenimiento. Y el mensajero había llegado al palacio tan solo unos meses atrás.
Estaba claro que la Diosa venía a ocuparse de Anfisa y de los extraños que habían usurpado el poder. En el pasado, el gran sacerdote había insistido en numerosas ocasiones a Anfisa para que destruyese el templo de la Diosa, pero ella nunca había accedido.
Hasta que se sometió al Bautismo de Agua.
-Sarma, no respondes. ¿Acaso no me has oído?
-No es eso, Majestad, es que...
-¡Silencio! Eres mi sirviente y harás lo que te ordene. Mis órdenes no son cuestionables. Te lo dire por última vez: ¡mata a la Diosa!
-Pero...