El secreto de la luciérnaga

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Aquella enorme ninfa de lustrosa piel cenicienta y larga cabellera oscura no había conocido otra cosa más que sus tranquilos aposentos cerca de la luna menguante. Sus enormes ojos teñidos de áurea luz contemplaban las densas arboledas a su alrededor con gran placer. Le fascinaba sentarse sobre el etéreo nimbo que la había acompañado desde el mismísimo instante en que tuvo conciencia del mundo a su alrededor. Nunca se había preocupado por moverse del sitio en donde se había dado su extraño nacimiento, pues le bastaba con su nube blanca casi transparente y con el pequeño planeta rojizo que mantenía caliente la gigantesca oquedad de su pecho. Aunque no comprendía de dónde había venido o hacia dónde se dirigía, adoraba la sencillez de sus días.

Una cálida noche de verano, la inocente ninfa escuchó el suave murmullo de una diminuta luciérnaga que se posó sobre su hombro derecho. Aquel simpático insecto bioluminiscente le susurró una frase inesperada que la inquietó sobremanera. "Ya se acerca el momento de tu segundo nacimiento". En cuanto le entregó el mensaje, el animalito volador se marchó del sitio sin mirar atrás. Aquella noticia la tomó por sorpresa y le robó la facultad del habla por un largo rato. Por consiguiente, no tuvo oportunidad de preguntarle a la criatura alada a qué se refería y cuál era la razón para haber sido ella quien recibiese semejante anuncio tan enigmático. Quizás había sido algún error por parte del pequeño vocero y aquellas palabras no iban dirigidas hacia su persona.

Mientras intentaba hallar una posible explicación razonable para el inusual acontecimiento, sus brazos comenzaron a levantarse por sí solos hasta quedar bien extendidos a cada costado suyo. Los delicados filamentos que los componían estaban separándose poco a poco, como si fuesen a transformarse en decenas de versiones reducidas de sus gráciles miembros. No obstante, la forma que tomaron ya no parecía ser la de un par de extremidades. Eran una especie de tentáculos aplanados semejantes a lengüetas movientes. En medio de cada grupo de apéndices flotantes, unas masas plateadas casi transparentes empezaron a girar sobre sus propios ejes a gran velocidad. A partir de ellas, se formaron dos esferas metálicas densas y brillantes.

La ninfa se mostraba cabizbaja, inexpresiva, pues sus pensamientos estaban perdidos en un remoto rincón de su cerebro que había permanecido sin uso por cientos de años. Nunca había existido ningún ser o acontecimiento en toda Inclementia que resultase capaz de alterar su pacífico letargo perenne. Ni siquiera la molesta presencia de Scarlet. Aquella pobre chiquilla se la pasaba deambulando de un lado a otro, con el rostro perturbado, como si huyese de algo o alguien muy peligroso. En más de una ocasión había chocado de frente contra el gigantesco rostro de la somnolienta dríade, ante lo cual reaccionaba con exageradas muecas de pánico y se disculpaba repetidas veces, como si la hubiese herido de gravedad.

Íleku no terminaba de entender por qué Lina Light había abandonado las tierras sin previo aviso, dejando en su lugar a alguien que parecía ser tan descuidada e inexperta como esa mocosa. El hermoso bosque en cuyos dominios estaba tan a gusto se había transformado en un sitio caótico que no parecía tener espacio suficiente para todos sus habitantes. Para colmo de males, cada día parecían multiplicarse más y más las formas de vida allí. Todo apuntaba hacia un funesto destino para lo que una vez fuese completa armonía. Y de no haber sido por el inesperado encuentro con la luciérnaga, Inclementia podría haber desaparecido frente a los ojos impasibles de la ninfa sin que esta siquiera pestañeara. El secreto contenido en aquella frase había despertado a su indolente conciencia.

Los dorados orbes de la dríade ya no se separaban de los confines de la zona en donde había mayor densidad de árboles. Jamás había pensado en desplazarse para ver qué había más allá. Tenía una vaga idea de ello, pues a sus oídos habían llegado incontables testimonios de varias criaturas, las cuales aseguraban haberse encontrado con túneles oscuros y arremolinados que se conectaban con cientos de abismos en el tiempo. Muy pocos se atrevían a acercarse lo suficiente para comprobar si aquellas locuras eran verdad. Cualquiera se asustaría al enterarse de la existencia algo tan aterrador como un pasadizo hacia lugares desconocidos, peligrosos y, quizás, mortales. El terrible agolpamiento de especies en el centro de Inclementia era algo de esperarse.

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