La Noche

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     Entre risas y tragos había transcurrido la noche. La mayoría de ellos, lucían feas indumentarias, intentando asemejarse a cualquier tipo de criatura sobrenatural inventada por el hombre. No era el caso de Gregorio, a quien le parecía ridículo ese tipo de ambiente y sólo se encontraba ahí para acompañar a sus amigos.

     Un poco ebrio, decidió marcharse a su casa. La cabeza le daba vueltas, no sólo por el alcohol, más bien por esos pensamientos que lo atormentaban constantemente.

     "¡Estás loco, cómo vas a irte caminando!" Le habrían dicho sus amigos, cosa que él ignoró.

     «Halloween, noche de brujas... los hombres cada vez inventamos cosas más inútiles» pensó.

     La helada brisa de otoño golpeaba con fuerza los árboles a los costados de la avenida. Gregorio metió las manos en los bolsillos de su chaqueta para calentarlas y apuró el paso.

     Faltaba poco para la media noche y las calles de la ciudad se hallaban desiertas, sin ningún otro movimiento que el de los árboles y el solitario muchacho.

     Meditó un poco acerca del sentimiento de soledad que permanentemente lo embargaba. «la soledad absoluta no existe» se dijo a sí mismo, intentando consolarse. «incluso ahora, en la más oscura y fría noche, cuento con la compañía de los árboles y estrellas».

     Un atisbo de sonrisa subió a su rostro, pero fue interrumpido por un sonido, como especie de zumbido, que se hacía más audible rápidamente.

     La negra camioneta le pasó velozmente por un lado a Gregorio, tumbándolo de la impresión.

     ―¡Camina por la acera, imbécil! ―gritaron los tipos de la camioneta.

     Gregorio los fulminó con la mirada mientras se levantaba, escuchando el eco de las burlas hacia él. Pensó en ello mientras continuaba caminando.

     Era su imagen la de un joven triste y solitario que, sin temores, deambulaba por las inseguras calles vacías. No fue sino cuando había recorrido una decena de kilómetros, que decidió descansar un rato. Justo se encontraba cerca del parque principal de la ciudad y se dispuso a sentarse en la entrada.
Recordó la muerte de su padre ―la única persona en quien confiaba―. Las lágrimas luchaban para salir, ansiosas también por abandonarlo, pero Gregorio las reprimía y mantenía en cautiverio.

     ―No luces nada bien, muchacho... ―Gregorio, quien no temía a nada, volteó para mirar a su interlocutor.

     ―Tampoco usted, anciana. ¿La conozco?

     ―Lo dudo ―respondió―. Soy Teresa del Río, un placer.

     ―¿Qué clase de nombre es ese? ―mofó.

     ―El que me dio mi padre tras nacer en una embarcación del Río Orinoco ―explicó.

     ―Gracias al cielo mis padres no me llamaron "Gregorio del Hospital".

     ―Quizás si lo hubiesen hecho no estarías tan triste por la pérdida de tu padre ―replicó.

     ―¡No te acepto que hagas mención de eso, vieja impertinente! ―sentenció, intentando recordar si se le había escapado alguna palabra mientras pensaba en su padre.

     ―Calma, muchacho... no tengo ánimos de discutir contigo en ese tono ―dijo, calmada―, ¿Qué haces por aquí tan tarde? El parque ya cerró.

     ―Estoy de pasada, voy a mi casa.

     ―Es peligroso que andes sólo a ésta hora ―le dedicó una acogedora sonrisa.

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⏰ Última actualización: Mar 23, 2016 ⏰

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