Serán días amarillos

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 –Señora, ¿puede salir la Paca a jugar?

Francisca era una niña baja, regordeta, con bigotillo, que sangraba cada vez que sonreía. Cuando nació, Úrsula Cariños estaba convencida de que eso no había salido de ella. Los primeros meses vagaba con el carrito por parques y estanques preguntando a las aves si sabían dónde vivía la cigüeña, que quería devolverla. Una pata brillante y pomposa le dijo: «La pobre murió hace tiempo. Tal vez de tristeza. Suspiraba mucho». Úrsula tuvo que alimentar entonces al patito feo. Le puso Francisca, porque era el nombre de la abuela, porque era lo que se hacía. Cuando caminaba con ella por la calle siempre llevaba una manta que le compró a un cámbrato, que según él hacía polvo las cosas, por si alguien se burlaba de ellas.

–¡Paaaaca! –chilla Andresito, y Francisca sale a mirar.

–Nena, aléjate de la ventana, a ver si los vecinos van a pensar que tengo animales en el piso –grita Úrsula, que está fumando en el balcón.

–Ya bajo, Andrés –contesta la Paca mientras se pone las sandalias y tapa con las sábanas los libros de la cama. Cuando ve a la niña en la calle Úrsula le dice:

–Francisca, a las nueve. Que no te vuelva a traer el comisario porque asustes a la gente.

Los dos chiquillos salen pitando pendiente abajo. Un gato les persigue ladrando. Desfila por el aire un fuerte sabor a mar. Andresito maúlla al minino mientras camina de espaldas. La Paca se balancea sobre el bordillo de la acera. Unas viejitas que habían asediado el Reino de la Calle con sus sillas de plástico comentan mientras pasan los dos: «¿Cómo es que la dejan fuera?» «¡Qué engendro, la Virgen!» «¿Y el alcalde es que no hace nada?» «Oi, oi, oi, ¡qué escándalo!». Andresito les regala un «buenas tardes» con lacito y ellas comentan lo precioso que es. El muchacho, de dulce piel negra, ojillos de cristal y manos de gallina, era el hijo menor de don Calabacín, el pescadero más carero de la Ictocampaña.

Ya habiendo salido de los dominios de las viejas, Andrés le mete prisa a Francisca.

–Paca, baja ya de ahí, que la Mari nos lleva esperando en la caleta media hora.

Y cuando llegan a la caleta, después de pedirle permiso a las piedras para pasar, se encuentran a la Mari hablando con un perro viejo petiso color chocolate.

–Me pregunta que si he visto a un gato ladrando, que el muy brujo le ha cambiado la voz.

Mari Tsé-Tsé era famosa por tener la sangre fría. Enseñaba a sus amigos a lanzar miradas venenosas y en invierno llevaba mangas cortas. Le habían adelantado tres cursos, y la gente creía que era por medir uno ochenta. Pasó una vez que un repelente de la clase le preguntó eso como quien pide papel higiénico a gritos en casa. Ella lo encerró en un aula con uno de los exámenes que tuvo que pasar y no lo dejó salir hasta que sacara un diez.

–Que vaya cuesta arriba, aunque va a tener que pasar por la aduana de las viejas –contesta Andrés.

El perro, con ganas de revelarles que el mundo era plano, se marcha sin decir nada y pensando que los jóvenes viven muy lejos de la órbita de la realidad. Mari acaricia el horizonte con las pestañas y Andresito pregunta intrigado:

–¿A qué miras? ¿A Marutá?

–Calla, loco. Pensaba en que queda nada para el suicidio. Mira nomás, el mar está gallito.

–Chacho, está todo el mundo con el suicidio ahora –añade Francisca.

–Estamos en la costa, ¿habrá que preocuparse, nena? –contesta la Mari.

Serán días amarillosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora