Prólogo

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— ¿Por qué me haces esto? — Suplicó en un dolorido alarido la mujer que miraba con pesar aquel rostro encapuchado, cuya tela ocultaba su identidad.

Había disfrutado de un día relativamente normal con su marido, aprovechando que su hijo había partido hacía unas largas semanas, habían decidido recuperar la chispa romántica que se había marchitado con el pasar de los años durante una corta temporada. Aquel día en particular habían pasado el día en su casa de campo, porque su marido se había empeñado en cazar unos cuantos visones para obtener un abrigo de piel para su amada. Después habían caminado por el bosque bajo las agradables caricias solares y finalmente habían regresado a su residencia para cenar y descansar.

No habían visto esto llegar. Durante la agradable velada que habían pasado, alguien estaba acechando con ansias depredadoras lo que ellos consideraban su refugio, su hogar. Fácilmente había logrado acceder al interior de aquel grandioso castillo y no era para menos. Se había estado preparando para este golpe con mucho de tiempo de antelación, estudiando cada detalle meticulosamente y memorizando cada salida y entrada de los pasadizos secretos. Con pasos sigilosos entró a la alcoba, en la que aquella feliz pareja guardaba reposo entre los silenciosos brazos nocturnos. Su plan a punto de comenzar.

Cerró la puerta sigilosamente detrás de sí, procurando no despertar a ninguno de los dos y con pasos ligeros esparció queroseno desde una punta de la habitación hasta la otra, dividiendo aquella. También se aseguró de echar un poco a los laterales de la cama y algunas partes del suelo, mientras se relamía los labios ante el placer de la anticipación, al compás de los latidos de su corazón ante la excitación del momento.

Cuando sintió que cada pieza encajaba, sacó la afilada navaja que portaba consigo y asestó un golpe certero en el estómago del hombre, cuyo sueño poco tardó en morir. Los gruñidos por parte del hombre y los gritos de la mujer tampoco se hicieron esperar, iniciando la famosa melodía del pánico. No se giró en ningún momento, sus ojos estaban fijos en su siguiente objetivo: una vela de los candelabros.

— ¡¿Quién eres?! — La mujer gritó histérica al advertir la silueta aproximándose con la vela.

No contestó. Se agachó de cuclillas y la pequeña llama acarició aquel inflamable material, el que hacía posible el reinado del fuego. Las llamas invadieron la habitación con apremiante necesidad y los chillidos de la mujer aumentaron su desesperación.

La mujer sintió la desesperación reinar pronto en su cuerpo, miró hacia todas partes, intentando localizar alguna salida, y de pronto recayó en su esposo, el hombre al que amaba con todas sus fuerzas se encontraba tumbado en la cama, intentando detener la hemorragia que bañaba aquellas pulcras sábanas, y fue hacia él, con sus lágrimas quemándole la piel acarició su rostro ya pálido y helado, y lentamente sus ojos se posaron en su herida, la tocó, intentando detener la hemorragia y escuchó la risa de su atacante, levantó la vista una vez más y aterrada, miró sus ojos, había algo en ellos que se le hacía familiar, pero el odio no dejaba reconocer a quién pertenecía aquella mirada.

El fuego pronto comenzó a quemar cada rincón de la habitación, el tiempo se acababa.

— ¡Cariño! — la mujer acarició su rostro frío y se bajó de la cama para intentar levantarlo, pero no pudo, y lo único que logró fue hacer que su amado cayera al suelo, lastimándose más y el hombre, aquel que había sido el causante de esa tragedia se rió de ella, y de su vano intento por rescatar a su esposo.

La sangre que manchaba sus pequeñas manos la hicieron lloriquear como una niña pequeña, aterrada e imposibilitada de más acciones, cayó al suelo y miró a su alrededor, el fuego se tragaba todo el lugar, el humo le calaba en la garganta.

— ¿Por qué? — preguntó.

Las cataratas que desbordaban sus ojos no cesaban. Su frustración se acumuló en la boca del estómago, cuando su cama se transformó en una isla rodeada por un océano de fuego imposible de atravesar. Sus pupilas paseaban desesperadas en busca de una salida, gritando con sus gestos corporales el ferviente deseo de aferrarse a la vida.

— ¿Por qué me haces esto?

Sus labios se curvaron en una malévola sonrisa, exudando veneno y maldad. Llevó su mano hasta la tela que lo había mantenido encapuchado, y echó aquella hacia atrás, desencadenando el desenlace final de la incógnita. Los ojos de la mujer se abrieron en órbitas y sus dientes golpeteaban incesantemente sus pálidos dedos ante el horror.

— No puede ser... — Musitó en murmullo muerto. La sonrisa de aquella persona se ensanchó todavía más, se había imaginado aquella escena tantas veces en su mente, pero presenciarlo era mejor que cualquier sueño predicho. — ¡Esto es traición! ¡Estás desobedeciendo las o...-! ¡Aaah! — Se interrumpió ella misma con sus gritos cuando finalmente el fuego comenzó a devorarla.

Se dio la vuelta y abandonó la alcoba, aun pudiendo escuchar los gritos de la mujer presa del pánico, pero no había salida ni salvación, así lo había preparado. Ni siquiera la servidumbre iba a tener la oportunidad de escapar.

Una vez fuera contempló el castillo cubierto de llamas incontrolables, llamas hambrientas que destruían todo a su paso y erosionaban cada legado de aquella familia. Había salido todo tal y como planeado y estaba satisfecho, así que optó por marcharse a su morada mientras el olor a muerte lo embriagaba.

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⏰ Última actualización: Mar 31, 2016 ⏰

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