Capítulo XLIII: El retorno del Patriarca Esmeralda

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Entre los recuerdos más vívidos que tenía de su infancia, Jotaro recordaba a su abuelo leyéndole La Guerra de los Mundos, poniendo demasiado énfasis y emoción en las escenas de destrucción, caos, muerte y misterio. Era un niño tan pequeño y tan ingenuo que creía, por instantes, que los extraterrestres invadirían Japón, demoliendo todo lo que él conocía y amaba; también pensaba que si se cubría hasta la cabeza con su cobertor, no pasaría nada malo y comenzaba a repetir "marcianos y extraterrestres, no soy nada especial. Largo, largo, aquí no hay nada qué destrozar".

Duró sin dormir días que se tornaron semanas, semanas que se convirtieron en meses... hasta que su abuelo le confesó que eso no era un diario, sino un libro de un escritor famoso.

Lo aborreció días que se tornaron semanas, semanas que se convirtieron en meses.

No obstante había algo en especial que se había quedado grabado en su mente: en los pasajes que antecedían destrucción y cataclismo, se describía una calma enorme, una insondable paz... ningún ruido había.

La tormenta realmente sucedía a la calma.

Y eso pasaba esa noche. Jotaro conducía con la mente y la vista puestas sobre el camino, perdiéndose en pensamientos del pasado y en ecos de este, que resonaban en el presente.

Cuando Caesar, Joseph y él llevaban unos cuántos metros recorridos, encontraron un auto abandonado, con suficiente gasolina como para emprender la marcha. Jotaro lo tomó y lo arrancó, pese a que no acostumbraba conducir grandes distancias, procurando que su abuelo y su acompañante se quedaran en la parte trasera del vehículo, tratando de tranquilizar los síntomas que les acarreaba la Gravedad.

Había funcionado pues el sueño les había vencido. Ahora, contrario a lo que podría parecer, los ronquidos de Joseph no eran ruidosos, sino muy leves y a veces elevaban su volumen, por algún problema que pudiera tener cuando respiraba estando recostado... sin embargo los ronquidos se apagaron y de pronto, Jotaro escuchó un leve carraspeo.

–¿Todo bien, hijo? –Preguntó Joseph con una voz más ronca que la habitual.

–Realmente no lo sé. –Respondía su nieto, algo ausente entre la preocupación y el embeleso. El hombre mayor suspiró, dejando salir el aire de su boca de forma que pareció una especie de ronroneo bajo y se talló un ojo con esmero. De cierta forma, estaba asombrado de que Jotaro se abriera así con él.

–¿Ah, no? –Era extraño: su pregunta era sincera y no sarcástica.

–No. Esto está más allá de mi entendimiento. Parece que está pasando de nuevo... –Sus labios temblaron por segundos. –Debo hacer algo pronto. La última vez no pude ayudar.

–¿La última vez? ¿Te refieres a–-?

–Esto ya ocurrió una vez. Varias veces. –Jotaro apretó el volante con sus manos, evitando resbalarlas con su sudor. –Tantas que son mis peores pesadillas. –Joseph conocía ese sentimiento en Jotaro, era la misma determinación que poseía cada miembro de su familia al enfrentarse a la aventura, al peligro, al destino que los entrelazaba y unía con Dio, más allá de las épocas, de la sangre que corría por sus venas. –Y ahora debo encargarme de eso.

–Pero... ¿sabes? Temo tanto por tu vida, hijo...

–Es mi destino enfrentarme a Dio, aunque... no te juzgo: esta vez Dio no está solo.

–¿Qué no está solo? –Preguntó Joseph, impactado. –Pero si nunca... nunca ha estado solo.

–No es un acompañante cualquiera. –Explicaba Jotaro. –Tiene a su lado a su más leal y poderoso aliado. Dime, viejo, ¿recuerdas las pesadillas? –El mayor enmudeció, gesto que Jotaro tomó como una afirmación. –Temo decirte que son reales: no son más que recuerdos modificados a gusto y placer del discípulo de Dio, estoy hablando de–-

Sweet dreams (are made of this) -Jojo's bizarre adventure-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora