SHEHEREZADE

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Los primeros acordes de la orquesta sonaron atemorizantes. Acallando a los trombones, y casi susurrando una disculpa, el clarinete anunció la calma. Pero nada la preparó para el primer canto del violín. De la mano del joven extranjero, la música de aquél compositor ruso -de nombre tan complicado como el de la obra que sonaba- brillaba en las cuerdas del violín principal como un coro de ángeles pidiendo clemencia para un alma torturada. La suya, sin duda. Pero ¿quién era este tipo que había aparecido como una gran estrella en medio de los demás músicos, con cara de niño mimado de aplausos y luces? Es decir, sabía todo sobre él: su nombre, su número de ID, la marca de su auto, pero claramente Sofía esperaba otra cosa. Otra cosa. Un cerdo engreído, un intelectual sociópata, un pobre sujeto atrapado en su prodigio, pero no... esto. 

La golpeó su belleza, en primer lugar, pese a que nunca se dejaba impresionar por este tipo de cosas; es que no era una belleza prototípica, parecía más bien la figura andrógina del un ángel de Boticelli; casi infantil. Pero luego estaba la música, la belleza de la música que lo hacía parecer aún más ajeno a este mundo, como si se transfigurara a través de las cuerdas, viajando graciosamente desde el mar tempestuoso que danzaba en las notas de la orquesta hacia este otro mundo simple y ordinario de gente que se abanicaba, que miraba sus celulares y cuchicheaba cosas sin importancia. Su virtuosismo y carisma fue encendiendo paulatinamente la atmósfera del teatro, pasando de la más correcta aprobación hasta el éxtasis casi religioso. ¿Y ella? Ella sólo estaba allí, pasmada ante la belleza, como Martín frente a la estatua de Ceres en su pequeña placita universal. Paralizada.

Cuando ya no quedaban piezas de tocar, o quizás cuando los demás músicos de la orquesta reclamaron con justicia que ya era tiempo de irse, el joven prodigio, Sergei Ivanov, anunció que se marchaba y tras la ovación cumplió su amenaza de no regresar más a escena. La gente no se fue sino hasta que entraron a escena los sujetos del aseo municipal y por fin creyeron que el nuevo ídolo ya no volvería. Desde luego Sofía ya no estaba allí.

Instalada en un vehículo menor, cercano al bus que transportaba a toda la orquesta, esperaba con paciencia la salida del teatro de todos los músicos. Pero Sergej no salió jamás. Alterada por fallar en su primera noche, optó por salirse de su propio libreto y preguntar.

- Disculpe – le dijo a un músico – quisiera pedirle al joven intérprete un autógrafo, ¿dónde puedo encontrarlo?

- Quiso caminar, seguramente salió por la puerta principal del teatro

Caminar. En una calle de provincia, donde con suerte encontrará un café de carrito en la calle. Ni modo. Se fue corriendo detrás de su caso número 22, antes de que la casualidad se lo llevase lejos de su alcance. 

Cuando finalmente dio con él, lo siguió a una distancia prudente por diez cuadras. El chico parecía divertido, espiando a su vez a las parejas que se besaban en las plazas, entrando en los centros comerciales y revisando todo para no llevarse nada, admirando la arquitectura de la ciudad y el fondo estrellado de esa noche veraniega.

De pronto Sofía olvidó por qué lo seguía. Se quedó mirándolo como una adolescente mientras conversaba con un indigente, embelesada en su sonrisa y la del pobre hombre, que se reía a carcajadas de este extranjero amable. Tan embelesada, que cuando se dio cuenta que él también la estaba mirando, ya habían pasado varios segundos.

El caso 22Donde viven las historias. Descúbrelo ahora