Grité con todas mis fuerzas, pero mama no me escuchó.
Tomarme de la mano, significaba la
inequívoca sentencia de huida. Una huida obligada. Creo que a mamá no le
gustaba ese lugar, de alguna manera, siempre se las arreglaba para que su
disimulo no hiciera más que el efecto contrario.
Mis amigos me saludaban, aunque sus miradas estaban algo perdidas, inmersas en alguna otra cosa más importante –tal vez- que mi furtivo escape.
Mamá caminaba rápido, yo en cambio, no podía pretender zancar las calles como ella lo hacía. Tenia apenas cinco años y movimientos lentos, muy lentos. Mis gestos ya no ocultaban mi fastidio, y su mano apretaba a la mia como una tenaza aceitada en transpiración. Atravesamos el parque, dos cuadras a la derecha, una más a la izquierda y por fin, casa. Se había terminado el trajín y yo volvía a mi lentitud habitual.
Me senté frente a la ventana de mi
habitación y con mi monótono balanceo me dediqué a mirar la sombría calle otoñal. No recuerdo cuánto, porque el tiempo no era fraccionado en mi mundo,
pero a merced del reloj, puse dilucidar que habían pasado al menos tres horas
hasta que los gritos de mamá se hicieron oír. Era la hora de la comida.
Mi hermana subió hasta mi habitación y con la ternura que la caracterizaba me dijo "Bauti, es hora de comer, además...hoy te prepare el postre que más te gusta!". No la miré, no porque no quisiera , sin embargo mi esfuerzo fue corresponder su mano, con una dulzura en cámara lenta, aunque precisa. Bajamos los escalones,
como rey y reina. Mamá había cocinado algo rápido. Se me ocurría que toda la
rapidez que a ella le sobraba, era la misma lentitud que yo tenía a montones, y viceversa. Sin embargo, yo era un privilegiado a la hora de comer. Mi hermano mayor –Facu- era quien me ayudaba y hacía que mi boca fuera un hangar en cada cena.
A mi me gustaba, y me divertía. Pero mi rigidez no me permitía si quiera
esbozar una sonrisa en agradecimiento. A veces suplía mis carencias de modo tal vez poco convencional: buscaba mi caballito más preciado y se lo "regalaba" aunque sólo por un rato . Falkor era mi mejor amigo. Además, tenía aún más importancia, porque había sido papá quien me lo
había regalado, y ahora, mis recuerdos y Falkor era lo que me quedaba de papá.
Mi mundo, no era como el de ellos.
Luego de la cena, el ansiado postre y un Boing 747 de comida a mi boca. "Excelente", pensé. El azúcar era sin dudas, mi gran debilidad. Y Lauri preparaba la chocotorta más rica del mundo, y además, era
para mí, estaba hecha especialmente para mi.
La cena terminó, y las tareas se
dividieron. Lauri, Facu y yo, nos fuimos a ver esa caja boba. Los sonidos y
colores que emanaban de ese cuadrado, no sólo me fastidiaba, sino que me
alteraba un poco. Ciertos días lo demostraba con mis intempestivos ataques, no era que lo hiciera a propósito, sino que no lo podía controlar. La culpa, la
angustia y la tremenda imposibilidad de pedir perdón, hacía que aquellos
sucesos fueran un torbellino total. Una crisis en mi.
Sin embargo, esa noche, nada me alteró. El día había sido lento, como todos. La alteración sólo había llegado de la mano de mamá. Pero luego, la calma poco a poco se adueñó de mi.
El día estaba llegando a su fin, y el
ritual estaba por comenzar. Acostarme no era tarea sencilla. Lauri, Facu y yo
dormíamos en la misma habitación. Yo era chico para decidir, sin embargo, ellos sí tenían edad suficiente para hacerlo. ¡Y se habían decidido a quedarse conmigo!
Así que luego de un rato, mamá me llevó al baño y me lavó los dientes. Lauri terminó de ver su telenovela habitual, con la que suspiraba incluso dormida por ese actor del momento, y Facu había hecho escala en la computadora antes de acostarse.
El pijama celeste de aviones era mi
preferido, en realidad, el único con el que dormía.
La abuela Paca tuvo que salir de urgencia a comprarme uno igual la mañana siguiente de aquella noche crítica. Mamá quería ponerme otro pijama, y el lio comenzó. Mis movimientos se hicieron casi
compulsivos, y no hubo forma. Tuvo que ponerme el pijama de aviones, aunque estuviera sucio. Asi es que, de algún modo, habían comprendido que yo sólo dormiría bajo esas condiciones. En el inventario de mi ropa, había tres aviones celestes.
Giraba como un trompo, no se cuánto tiempo giraba, pero tenía que hacerlo. Luego vendría el cuento, como cada noche, mientras mis movimientos se iban lentificando aún más y para cuando ya casi lo lograba, Lauri y Facu me llenaban de besos, con ese amor que me llenaba el alma. El
ritual se repetía a diario. Mamá también me daba un beso y todos a dormirse.
Esa noche, con la culminación de los besos, paso lo inesperado. Necesitaba decirlo, como si fuera a vomitar un sonido sordo. Todos me miraban algo aterrados y sin saber que hacer. Incluso yo estaba asustado, lo desconocido siempre me asustaba. Todo comenzó con una especie de convulsión, un movimiento continuo que duró poco mas de dos minutos, y por fin,
con una especie de distorsión finita, logré pronunciar dos palabras que
salieron de mi boca como una babosa continuación de letras. "Lo dije", pensé
apenas soltaba la última "o" de la palabra. No entendí porque, pero esa noche todos dormimos con lágrimas en los ojos.