Eme había presenciado muchos suicidios.
Cuando se despertó, el cielo tras la ventana se estaba pintando con colores anaranjados, y los rayos de sol que antes se habían abierto paso entre las persianas y habían trazado líneas en su espalda habían desaparecido por completo. Eme notó el familiar hormigueo en la boca de su estómago, indicándole que ya era hora, pero no se esforzó en apresurarse: sus años de experiencia le habían enseñado que aún tenía tiempo.
Se levantó de la cama de sábanas blancas en la que había estado tumbado unos segundos antes, y se dirigió al espejo que reposaba en un rincón de la habitación con pasos lentos pero firmes.
Eme se permitió admirarse durante unos breves segundos; al fin y al cabo, era el único que podía hacerlo. Pasó unos dedos temblorosos por su torso de piel oscura, parando con brusquedad en el lado izquierdo de su pecho. Vacío. Suspiró con amargura y se dirigió al armario, abriéndolo para dejar descubrir una fila de camisas y pantalones idénticos, y los acarició con la mano, observándolos, como si realmente hubiera una decisión que tomar. Después de pasar unos momentos completamente perdido en sus pensamientos, cogió uno de los tantos pantalones negros y se lo puso, y cuando hizo lo mismo con una de las camisas oscuras, con su inicial bordada en rojo en el bolsillo, sus facciones parecieron volverse más afiladas.
Eme nunca utilizaba su nombre completo. Había aprendido a odiarlo. La gente le tenía miedo; lo susurraban en vez de decirlo en voz alta, evitaban hablar sobre ello, lo cubrían con palabras dulces para explicárselo a los niños, temblaban cuando lo notaban cerca. Igual que había aprendido a odiar su nombre, Eme también había aprendido a odiar a esa gente. Por eso sentía una extraña simpatía con los suicidas: aunque el arrepentimiento solía nublar su mente durante sus últimos latidos, se atrevían a abrazarlo, a gritar en vez de murmurar.
Eme se ató las botas y se puso una chaqueta negra, tan grande que parecía hundirse en ella. Salió de casa y caminó hasta su coche, a solo unos pasos de la puerta. Sentía que no estaba demasiado lejos, pero no soportaba caminar por la calle; todo el mundo era incapaz de verle, pero eso no evitaba que lo sintieran y que se apartaran inconscientemente.
Se dejó guiar por su presentimiento, y al cabo de pocos minutos se encontraba delante de un alto edificio de oficinas de paredes grises y ventanas grandes, la mayoría ya a oscuras, excepto un par de ellas en las cuales aún había luz. Eme salió del coche y entró en el edificio, sus pasos mudos contra el suelo de mármol, y se dirigió hacia el ascensor.
Mientras esperaba a llegar al decimotercer piso, se preguntó qué tipo de persona sería esta vez: si gritaría, lloraría, o caería en silencio; si había dejado una nota explicándose, si a alguien de verdad le importaría aquella nota.
El ascensor emitió un suave pitido cuando llegó a su destino, y cuando las puertas se abrieron Eme notó como si un gran peso se hubiera instalado en sus hombros. Cortó la distancia que le separaba de la puerta que llevaba a la azotea con unos pocos pasos, y aunque su corazón ya no latía, sintió como si este le diera un vuelco cuando vio a la chica de pie en la cornisa, encarando al vacío.
Se acercó a ella, y aunque no podía verle la cara, sí que podía ver la tristeza que irradiaba por cada poro de su piel. Iba vestida con unos tejanos desgastados y una camiseta blanca, y Eme pensó absurdamente que tal vez tenía frío. Su pelo era del color del café con leche y caía sobre sus hombros formando pequeños remolinos. Cuando llegó a su lado y vio su rostro, el peso que antes había sentido en sus hombros pareció desplazarse hasta su pecho, y si Eme aún respirara, su respiración se hubiera cortado.
Se suponía que Eme no debía sentir aquellas cosas. Su único trabajo era acompañar a esas personas hacia su final, dejarlas marchar en paz; pero a veces simplemente no se veía capaz de hacerlo.
Se sentó en la cornisa al lado de la chica, observando el moretón azulado en su mejilla derecha y las marcas húmedas que señalaban el recorrido que sus lágrimas habían hecho hacía un rato. Eme la miraba con los ojos de alguien que había vivido siglos y había visto a muchas personas arrojarse al vacío: su mirada era oscura y pesada, pero tintada de comprensión.
Eme sabía que no debía hacerlo, pero los ojos de la chica eran muy azules y muy tristes, y necesitaba saber la causa de las goteras en su pecho, así que alargó la mano para rozar la suya, y en cuanto sus pieles entraron en contacto, Eme cerró los ojos y sintió un escalofrío.
Cuando volvió a abrirlos, estaba en el cuerpo de la chica hacía unos días. Había un hombre delante de ella, que Eme reconoció como su padre, y le estaba gritando algo sobre cómo era una decepción para la familia y que su forma de amar estaba mal. Eme notó un nudo formarse en la garganta de la chica, pero eso no le impidió contestar, también gritando; sus palabras estaban rotas, pero sonaba firme cuando decía que no había nada de malo en querer a alguien, que su amor por ella era válido. Fue entonces cuando su padre alzó la mano y esta colisionó con su rostro, y Eme se obligó a sí mismo a salir de los recuerdos de la chica.
Entreabrió los ojos, apartando su mano como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Había salido de sus recuerdos porque no quería arriesgarse a escuchar su nombre: los nombres siempre lo perseguían, llenando el interior de sus párpados de pesadillas.
Eme vio a la chica temblar, y supo que era el momento. Se levantó, y cuando la chica dio un paso al frente, saltando al vacío, él cogió su mano, cayendo con ella. No gritó, pero Eme podía notar el arrepentimiento burbujeando dentro de ella a medida que se acercaban al pavimento. Cuando faltaban unos metros para colisionar con el suelo, Eme apretó la mano de la chica, y notó como su vida se desvanecía. Eme escuchó su último latido, guardándolo en su memoria como hacía con todos los demás. Entonces la dejó ir, quedándose flotando en medio del aire, y observó su cuerpo inerte en el pavimento con infinita tristeza. Descendió hasta llegar a su lado, y cerró los párpados de la chica, porque un mundo tan cruel no merecía ver unos ojos tan bonitos.
Se alejó, sabiendo que el peso en su pecho tardaría días en aligerarse.
Eme había presenciado muchos suicidios, y estos le hacían desear cada vez un poquito más no existir.
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Eme
Short StoryEme nunca utilizaba su nombre completo. Había aprendido a odiarlo. La gente le tenía miedo; lo susurraban en vez de decirlo en voz alta, evitaban hablar sobre ello, lo cubrían con palabras dulces para explicárselo a los niños, temblaban cuando lo no...