Capítulo VII: La ciudad de los grilletes (II)

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Cayn casi podía palpar el ambiente taciturno de Ibela. Se trataba de una mezcla entre multitud de olores asquerosos, de una espesa oscuridad a la que asomaban con timidez los farolillos y las luces de los locales, de voces amortiguadas por las paredes de los edificios y sobre todo del componente más abstracto, que era a la vez el más importante: la certeza de que en la mayoría de locales y sótanos estaba teniendo lugar algo horroroso o, al menos, no el tipo de cosas de las que uno comenta a sus vecinos. Si uno no la conocía, Ibela podía parecer idéntica a cualquier gran ciudad pasadas las horas durante las que era prudente salir a la calle. Pero cuando ya había visto el monstruo en que se convertía por las noches, era imposible ignorar aquel manto de decadencia que la envolvía.


Adrian, por ejemplo, nunca había acompañado a Cayn en alguna de sus escapadas a Ibela. Si uno lo observaba con detenimiento podría ver que bajo las sendas capas de ropa sus movimientos eran naturales y ligeros. Cayn le había contado que en la ciudad de los grilletes incluso los ladrones seguían unas leyes, y el joven pelirrojo, al comprobar que aquello no era un hervidero de maleantes borrachos pegándose palizas en medio de la calle, se había relajado bastante. Y de hecho no había casi nada por lo que preocuparse. Ibela era un buen lugar para los negocios clandestinos en gran parte porque Ailre y su banda se habían preocupado de hacer que hubiese unas reglas para garantizar la confianza y la honradez, dentro de lo posible, entre toda la escoria que allí se reunía. En otras ciudades, si uno llevaba mercancía robada y planeaba venderla, era bastante probable que el comprador le timara o que le pegara una paliza para quitárselo. En Ibela nadie timaba a nadie —al menos en cuanto a la compraventa se refería; los juegos de azar ya eran un asunto bien distinto—, y si te pegaban una paliza era por parte de alguien ajeno al negocio, de algún bandido oportunista al que los propios guardias de Ailre detendrían si le pillaran. Ibela era el refugio de los ladrones, pero no del latrocinio. Aun así, siempre venía bien contar con un guardaespaldas, solo por si las moscas.


Al abrigo de la noche oscura, dejaron atrás las calles más cercanas a la muralla y penetraron en el corazón de la ciudad. Allí los edificios eran más altos y limpios, y el pavimento todavía no había adquirido aquel color negruzco mohoso que reinaba en los arrabales. Incluso el olor que salía de las tabernas resultaba más agradable, dentro de lo que cabía.


Cayn bajó la cabeza cuando se cruzaron con un hombre cuyo rostro ocultaba una capucha en pico. El rubio y su compañero también iban encapuchados, pero a Cayn seguían entrándole escalofríos cada vez que se topaban con alguien. Echó una mirada de arriba abajo al desconocido cuando pasó junto a ellos, a una distancia cautelosa. A la escasa luz que se escapaba por la puerta de uno de los bajos pudo ver su atuendo de cuero negro con parches descoloridos grisáceos y pardos y remiendos de un color mucho más intenso, todavía sin cuartear. Llevaba un cinto discreto con varios bolsillos colgantes y un par de huecos cónicos de los que sobresalían los pomos austeros de metal mate de dos puñales.


Un asesino, comprendió al instante. Lo vigiló con discreción hasta que se hubo perdido por la esquina de una callejuela, y solo entonces se tranquilizó un poco.


—Ey, Cayn —llamó la voz de Adrian detrás de él—. ¿Estás seguro de que vamos por buen camino? Digo, toda esta zona parece demasiado... elegante.


—Estoy seguro. Para ventas tan importantes como un huevo de dragón es mejor ir a tiro hecho. Vamos a ver a uno de los tasadores de Ailre.


—¿Tasadores? —Adrian sonó sorprendido—. ¿Se lo vamos a vender directamente a Ailre?

El ladrón de dragonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora