Cinco años atrás. "Una primera impresión"

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Anais se miró al espejo, acobardada. Apoyó las manos en el lavabo mojado y acercó su rostro al cristal, inclinándose. Su cara se reflejó en él. Se observó con detenimiento, parándose en cada uno de sus rasgos. Y decidió que no se gustaba demasiado. Tenía la cara redonda, aniñada; tanto que parecía una hogaza de pan. Sus ojos, que de pequeña eran de un color verde intenso, se habían ido oscureciendo hasta formar un extraño iris mitad verde mitad marrón, excesivamente turbio. Además, aquella noche había dormido tan poco que unas pequeñas ojeras se habían instalado bajo sus pestañas inferiores. Su boca era demasiado fina y enana para una cara tan redonda; y su nariz destacaba sobre todo lo demás, porque era un poco grande y con una ligera curva. Y tenía granos: espinillas en la nariz y algunos pequeños en la frente y en la barbilla. Es más, había uno enorme, que estaba rojo e hinchado y atraía la atención de todo el mundo. Anais lo odiaba con toda su alma, pero parecía que no tenía intención de desaparecer jamás. Al menos, pensó, su pelo, de color castaño brillante con ciertos tonos rubios, era bonito y llamativo. Lo llevaba corto, con la parte de arriba un poco levantada, por lo que dejaba su cara al descubierto y resaltaba sus rasgos femeninos.

Observando su reflejo, Anais llegó a la conclusión de que poco podía hacer con su cara, sus granos, su nariz aguileña y sus ojeras. Realmente, los adolescentes eran por lo general bastante feos y ella, a sus catorce años, no iba a ser menos. Como a todas las chicas, le hubiera gustado tener un cuerpo de infarto y una cara de rasgos hermosos, quizás incluso exóticos, de esos que cortan la respiración y no se olvidan jamás. Pero era consciente de que eso solo sucedía en las películas y en aquellas novelas románticas que tanto le gustaba leer.

Al final, se separó del espejo con un bufido de insatisfacción. Decidió que no valía la pena preocuparse por algo que no estaba en su mano cambiar. Además, en teoría, los granos desaparecían con el tiempo y las ojeras con una buena noche de sueño; la nariz, desgraciadamente, no tenía solución. Deseó que, al menos, los años le afinaran un poco aquel rostro aniñado y le definieran los rasgos.

Entonces, se preguntó por qué estaba pensando aquellas tonterías. Parecía una niña tonta e insegura analizando su cuerpo todo el rato, como si de un maniquí se tratara. Se sintió bastante estúpida, pero se justificó pensando que todo era debido a la ansiedad que la carcomía por dentro.

Llevaba nerviosa toda la semana, desde que Dani, su amigo de la infancia, le había llamado para pedirle que tocara en su grupo de punk-rock. Anais había empezado a tocar el bajo a los doce años con su ayuda y, por supuesto, también la de un excelente profesor particular. No se consideraba excesivamente buena, pero soñaba con llegar a serlo algún día. Sin embargo, nunca se le había ocurrido buscar un grupo donde tocar, quizá porque se veía demasiado pequeña y tenía otras preocupaciones. Pero cuando Dani se lo había propuesto —porque buscaban una chica para el grupo y con ella había tocado muchas veces para divertirse—, Anais no había podido evitar ilusionarse como loca y aceptar una prueba.

Y, por fin, tras una semana ansiosa, esperando que llegara el momento de conocer al grupo, había llegado la hora. Y estaba asustada. Anais sabía que los amigos de Dani eran mucho más mayores que ella, porque él tenía casi dieciocho años y el resto de componentes debían tener más o menos la misma edad. Ella no los conocía, pero sí les había visto de lejos: un chico de piel oscura, casi negra, y otros dos más, uno rubio muy alto y otro de pelo castaño y ojos grises. A Anais le intimidaban bastante y solía evitar acercarse a su amigo cuando estaba con ellos, porque no podía evitar pensar que se iban a reír de ella. Sin embargo, cuando había aceptado probar a entrar en su grupo, se había olvidado de todos sus miedos. Al menos, hasta aquel momento.

Anais Donde viven las historias. Descúbrelo ahora