Micaela se pasó la mañana entera y parte de la tarde en el museo, pero se fue convencida de que no había visto ni siquiera una décima parte. Le dolían los pies y la espalda; tenía la sensación de haber visitado Atenas, Roma y Egipto a la vez.
Finalizado el trayecto, se dirigió hacia la cafetería del propio museo y aprovechó ese rato para descansar y leer la guía. Vio el número de teléfono de Gonzalo y estuvo tentada de llamarlo, pero no lo hizo. Después del rato que pasaron juntos en el parque la noche anterior, tenía que reconocer que no era como se lo había imaginado; era considerado, simpático, y era obvio que quería con locura a su familia. Pero a pesar de eso, Micaela seguía convencida de que era ambicioso, competitivo y que sólo vivía para su trabajo. Él mismo había reconocido que jamás había visitado la ciudad por vacaciones, que todas las veces que había estado allí había sido por temas laborales. Pero si eso era cierto, ¿cómo sabía lo de la vista del Empire State? Micaela sacudió la cabeza para despejarse, se terminó el café que había pedido, que no sabía a nada, y se levantó. Antes de continuar con su ruta hacia la Quinta Avenida, quería detenerse unos segundos en la tienda que había visto en la entrada; su hermana la mataría si no le mandaba una postal de allí.
Gonzalo comió de nuevo con John y éste le contó que su abuelo estaba muy intrigado con su trabajo y que deseaba conocerlo. Él no rechazó la invitación, pero dijo que lo mejor sería dejarlo para más adelante. Lo cierto era que, antes de conocer al famoso señor MacDougall, quería absorber el máximo de información posible. En aquellos pocos días había averiguado que el «viejo MacDougall», que era como lo llamaban en la empresa, era a la vez temido y admirado, y sabía que si quería hablar con él, no era sólo porque creyera que era simpático, sino porque quería decirle en persona lo que pensaba de la fusión.
Gonzalo regresó a su despacho y dejó el celular encima de la mesa. Micaela no lo había llamado, y seguro que no iba a hacerlo, pero aun así lo dejó allí. Siguió repasando el contrato y cada vez veía más problemas. La empresa que quería fusionarse con Biotex, Lab Industry, se tomaba muy en serio la teoría de que el pez grande se come al pequeño, y Gonzalo estaba convencido de que sólo habían escogido la fórmula de la «fusión», y no de la «adquisición», por motivos legales, y con una abogada como Maria Blanchet representándolos, seguro que estaban bien asesorados. Después de su llamada, Gonzalo se había informado, y la señorita Blanchet era famosa por su ambición, su buen hacer y su inagotable tenacidad. El trato para Biotex no era malo, pero necesitaba estudiar toda la documentación mucho más a fondo antes de poder llegar a una conclusión. Y si no dejaba de mirar el teléfono cada dos segundos, no lograría hacerlo jamás. Respiró hondo y volvió a concentrarse en su trabajo.
-¿Va a quedarse mucho más rato? -preguntó el hombre de mantenimiento.
Gonzalo levantó la vista de los papeles, y durante unos instantes, no entendió nada. ¿Por qué le hablaba en inglés? Miró a su alrededor, y entonces recordó dónde estaba: Nueva York.
Había logrado concentrarse tanto que se había olvidado de que no estaba en su despacho de Barcelona. Eran más de las nueve, habían pasado ya cuatro horas desde la última vez que miró el reloj, y en la oficina no quedaba nadie. Se había vuelto a quedar solo. John se había despedido de él antes de irse, pero Gonzalo optó por quedarse un rato más y, absorto como estaba en la lectura, no se dio cuenta de que se había hecho tan tarde. No era de extrañar que le doliera la cabeza; se masajeó las sienes para ver si así mejoraba un poco.
-No, ahora mismo me voy -respondió Gonzalo.
Éste le dio las buenas noches y siguió con su trabajo.
Gonzalo apagó el ordenador y, después de ordenar un poco la mesa, salió del despacho. Iba andando por el pasillo cuando se dio cuenta de que se había olvidado el celular encima de una de las carpetas y dio media vuelta para ir a buscarlo.
Estaba a unos diez metros de la puerta cuando oyó que estaba sonando y, sin saber muy bien por qué, echó a correr.
No contestaba. No debería haberlo llamado.
Seguro que era demasiado tarde y que estaba ocupado. Empezaba a arrepentirse de haberlo hecho. Micaela se había pasado toda la tarde paseando por la Quinta Avenida, entusiasmada por recorrer aquella calle que salía en tantas películas. Cuando iba camino, pasó por delante de una cafetería muy similar a la que entraron la noche anterior Gonzalo y ella, y se le ocurrió que podrían repetir la experiencia y lo llamó. Iba a colgar cuando:
-¿Sí? -dijo Gonzalo intrigado. Puesto que Micaela no le había dado su número, era imposible que él supiera que era ella quien lo llamaba.
-¿Gonzalo? -preguntó, enredándose un dedo entre un mechón de pelo.
-¡Micaela! -Superada la sorpresa inicial continuó-: ¿Cómo estás?
-Eh, bien. -Se quedó callada y él tampoco dijo nada-. Es que... pasaba por delante de un sitio parecido al de ayer por la noche y he pensado...
-¿Qué has pensado? -Ante la sorprendida mirada del hombre de mantenimiento, Gonzalo volvió a sentarse en su silla.
-Nada. -Respiró hondo-. Es una tontería.
-Dímelo de todos modos. -Después de lo que había esperado esa llamada no iba a dejar que colgara tan fácilmente.
-Que podríamos repetirlo.
-Micaela -dijo él al instante.
-¿Sí?
-No es ninguna tontería. -Antes de que ella se echara atrás, Gonzalo preguntó-: ¿Dónde estás?
-Estoy delante de una enorme tienda de juguetes. Esa que sale en la peli de Big -explicó Micaela mirando el rótulo de la entrada.
-FAO, sé dónde está. Está a sólo dos manzanas de mi oficina. No te muevas, llego en cinco minutos.
-De acuerdo.
Ambos colgaron el teléfono, y mientras Micaela se quedó embobada mirando las muñecas del escaparate, Gonzalo corrió de nuevo por el pasillo, pero esta vez con una sonrisa en los labios.
Por mucho que intentara engañarse y convencerse de lo contrario, Micaela tenía ganas de ver a Gonzalo. Tenía ganas de contarle lo fascinante que le había parecido el museo y de charlar con él sobre las carísimas tiendas que poblaban aquella avenida. No era que le gustase, sólo hacía unos días que lo conocía y, a partir del domingo, cuando ella se fuera del hotel, ya no volvería a verlo. Pero tenía que reconocer que la noche anterior se lo había pasado muy bien y, si de verdad se atrevía a ser sincera, eso no le pasaba desde hacía mucho tiempo. Desde que había dejado su trabajo en el hospital sólo salía con su hermana y con los compañeros de las clases de cocina. Le gustaba estar sola, y si por casualidad alguno de sus amigos le tiraba onda, aunque su ego agradecía el cumplido, no la hacía titubear. Entonces, si lo tenía tan claro, ¿por qué le habían sudado las manos al marcar su teléfono? ¿Y por qué ahora no podía dejar de mirar el reloj? Por suerte, alguien le dio un golpecito en la espalda y le evitó tener que responder a esas preguntas.
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A fuego lento <<adaptada>>
FanficAdaptación de "A fuego lento" de una de mis escritoras favoritas la maravillosa Anna Casanovas. Gonzalo quiere darle un giro radical a su vida y se instala en Nueva York. Micaela siente que es momento de retomar los sueños que sacrificó por converti...