Traición del destino

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La lluvia azotaba las ventanas de cristal, mientras sus ojos se deslizaban por algún pequeño rincón de aquella ciudad. Parecía mirar, pero no lo hacía realmente. Su cuerpo estaba allí, pero su mente viajaba a un lugar escondido entre sus sentimientos y su intelecto. Una guerra entre ellos se había desatado, sin causar mínimo daño a su alrededor, mas dentro de ella todo se derrumbaba en pedazos sin ella notarlo, desde ese edificio al que hacían llamar hogar, pero al fin y al cabo, sólo era un pedazo de bloque con cemento y varillas. Un lugar que ya no tenía significado sentimental para ella. Tomó un nuevo sorbo de su taza de porcelana que contenía su té. El sabor llenó su paladar mientras sentía el líquido caliente colarse por su garganta. Suspiró nuevamente, como si fuera a expulsar todo el sentimiento lleno de dolor reprimido en su estómago. No lo logró. Miró el té y se reflejó en él. Pudo observar como los sentimientos le carcomían por dentro. Como se ahogaba en esa pequeña taza de té caliente.

-Margaret.- Un hombre le llamó la atención asomándose por el umbral de la puerta de la sala de estar.

Él hombre que protagonizaba sus tripulados pensamientos. Ella dirigió la mirada hacia él y por dentro algo de ella se conmovió. Miró como las celdas de su cabello dorado iban peinadas hacia atrás. A diferencia de antes que lo llevaba rebelde. Sus ojos investigaron su cara como sí fuera la última vez que lo iba a ver. Descubrió qué extrañaría esos ojos azules en los cuales se ahogó muchas veces. Su nariz perfilada y perfecta la cual había besado varias veces, con una ternura empapada de amor. Veía como sus labios se apretaban en una línea fina. Así los miró pensando en los buenos momentos que tuvo entre ellos. Su corazón se estremeció dentro de su pecho al pensar en que habían sido ensuciados por otra mujer. Sus ojos se posaron en su gran cuerpo al cual lo cubría una etiqueta gris y en su mano derecha sujetaba un maletín. Todo eso lo pensó en los dos segundos que tuvo para contestar.

-¿Ya te vas?- Cuestionó ella con voz más seca de lo que pretendía.

-Si, hoy tendré una reunión muy importante.- Él, le regaló una sonrisa inconsciente de lo que conocía su esposa.

Infidelidad. Era la palabra que se repetía una y otra vez en su cabeza como una pesadilla sin final. Mientras lo miraba a los ojos fijamente lo único que pensaba era en sus manos en el cuerpo de otra mujer. Sus labios en otros labios. Se imaginaba las promesas de amor que le hizo a esa mujer que desconocía ella. Él, se acercó a ella con cuidado y la misma sonrisa plasmada en sus labios. Hasta quedar frente a ella. Su perfume invadió los sentidos de ella y como siempre solía pasar nuevamente su corazón escapó de su jaula y empezó a latir velozmente. Habían pasado cinco años de matrimonio y aun así, encuentros como estos la ponían nerviosa. Ella volteó su mirada hacia la ventana, nuevamente sin gesto alguno en su rostro.

-Deberías irte ya, o llegarás tarde.- Él miró su reloj de mano y asintió con la cabeza.

-Es cierto.- Él le dio un beso en la mejilla y luego ella escuchó sus pasos rápidos alejándose de su cuerpo.

-Nos vemos a la noche cariño. Te amo.- Con esas últimas dos palabras logró que dos gotas de dolor se deslizaran por sus mejillas mientras escuchaba la puerta cerrarse. Ella caminó hasta la cocina, dejó la taza de té que había sido testigo de la escena y caminó con paso lento hasta su habitación. Allí se sentó sobre la cama y deslizó el celular fuera de uno de sus bolsillos. Marcó un número y colocó el celular en su oído esperó unos cuantos tonos.

-¿Hola?- Un hombre con voz gruesa contestó al otro lado de el celular.

-Es Margaret necesito tu ayuda.-
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Los autos pasaban a gran velocidad en la calle frente a Margaret. La lluvia ya había cesado pero aún así se sentía el aire húmedo y frío. Ella había quedado en encontrarse con un hombre frente a la cafetería. Mientras esperaba pacientemente la llegada de él hombre, colocó un mechón de pelo oscuro y liso detrás de su oreja. Ella no era muy mayor. Apenas tomaba el gustito de la vida cruzando la barrera entre los veintinueve y los treinta años. Su piel tan blanca y suave como la nieve, había sido salpicada con unos pequeños lunares que tenía esparcidos en su cara. Sus ojos grandes eran color avellana tan claros como expresivos. Podía hablar sin tener que usar las palabras, con una sola mirada te relataba mil cuentos sin contar. La nariz, pequeña y sus labios, pintados de un color natural. Sumida en sus pensamientos mirando hacia la calle. Un auto se estacionó frente a ella con tal fuerza y rapidez, que todo el agua que había estado en el suelo salpicó sobre ella y su delicado traje azul. En reflejo dio un paso atrás para que el agua no la empapara.

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