Quercus Alba
Un cuento con vino
Yo había pedido un bocadillo de queso, curado y aceitoso. Jacobo uno de morcilla, recalentada y grasienta. Y una botellita de tinto de la tierra.
Hacíamos una pausa en nuestro viaje por tierras de la Rioja Alta, deteniéndonos en Santo Domingo de la Calzada, en plena ruta del Camino de Santiago. El barcillo donde almorzábamos, pequeño y acogedor, estaba lleno de devotos y no devotos que, con zapatillas, pantalón corto, camiseta, sombrerito para el sol otoñal aún intenso y la concha de vieira colgada de la vara de madera, también hacían un alto en su camino.
La diferencia es que ellos iban a pie, y nosotros en coche.
Jacobo me había animado a hacer ese recorrido turístico después de que me diagnosticaran algo que da igual como se llame, pero que resultó ser inoperable, incurable e inevitable y que, según los tres médicos que me vieron, iba a acabar conmigo en un plazo de tiempo pasmosamente corto.
Cuarenta y pocos años son efectivamente pocos para despedirse de todo, y la súbita rapidez con la que se desarrollaron los acontecimientos («Doctor, llevo un tiempo con algunas molestias en...» «Siento mucho decirle que le quedan ocho meses de vida.» «¿En serio?» «Totalmente.» «Pues vaya...») me lanzó de repente a un mar de desesperación en la que mi existencia (buen trabajo, buen sueldo, buen piso de soltero, buenos amigos y buenas amigas, ninguna familia directa) perdió de pronto todo su sentido. A raíz de aquello pasé por un periodo de desconcierto en el que me dediqué a no hacer nada más que lamentarme de mi desgracia, hasta que finalmente, y gracias al apoyo y la ayuda incondicional de amigos como Jacobo, conseguí superarlo y recuperar mi integridad.
Así que, aprovechando que yo no tenía que volver al trabajo durante el resto de mi vida, un día Jacobo se pidió un par de semanas de vacaciones en el suyo y me convenció para que nos dedicásemos a recorrer el Camino, como peregrinos no devotos y motorizados.
En teoría yo no debía beber alcohol, al menos no demasiado, por culpa de los analgésicos que tenía que ingerir para controlar el dolor que cada día se hacía más frecuente e intenso, pero estábamos en la Rioja y, total, para lo que me quedaba, no estaba dispuesto a seguir desperdiciando mi tiempo.
–¿Qué tal el vino? –me preguntó Jacobo con la boca llena.
–Increíble –respondí–. Es sorprendente lo buenos que están estas cosechas limitadas de bodegas desconocidas.
–Ya lo creo, mejor que los famosos riojas que venden en las tiendas de Madrid.
–¿Y el bocata? –pregunté yo haciendo un gesto con la cabeza hacia la chorreante cosa que sujetaba entre sus manos.
–Asqueroso.
Nos reímos hasta que nuestra mirada se vio atraída por algo que portaba el camarero hasta una mesa que estaba un poco más allá de la nuestra, ocupada por dos señoritas que, como nosotros, seguían con su mirada el discurrir del muchacho.
Cuando lo dejó en la mesa no pudimos hacer menos que deleitarnos contemplando durante un rato las dos tablas de madera llenas de un jamón ibérico veteado de tocino blanquecino y cremoso, el más selecto manjar creado por la mano del hombre con ayuda de la de Dios. Justo hasta que oímos el ruidillo de las burbujas que escapaban al sacar las chapas de las botellas de refrescos.