Capítulo 1: El fortachón y el gusano

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-Eddie-

 Me encanta comer pasteles a lo María Antonieta.

Esa mujer es la personificación del lujo y la despreocupación, además siempre la he imaginado con costumbres elegantes y trato impecable. Y para alguien como yo, que no se me da bien nada de eso, es digno de admiración. Mientras la nata se extiende por mi boca no puedo evitar pensar que el mundo se desmorona unos kilómetros más allá del paraíso en que nos recluimos tres veces al año. Y es que parece que no saben que este resort con sus bandejas de pastelitos de 15€ la unidad, los centros de flores monumentales y el champán para millonarios, no son la verdad. Y ahí están tan panchos. Pero no puedo unirme al hechizo general y me molesta. Es una sensación agobiante, a mi alrededor todo parece un videoclip de Taylor Swift, solo que más real y menos estúpido.

 Es una sensación agobiante, a mi alrededor todo parece un videoclip de Taylor Swift, solo que más real y menos estúpido

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En la pista de baile hay un montón de mujeres que responden a cualquier adjetivo menos al de normal. Demasiado esbeltas, demasiado maquillaje para ver más allá de esos cuerpecitos muy bien vestidos. Aunque no se si sería la palabra adecuada suena algo que está en la frontera entre remix y reggaetón; Es tan ambiguo que cualquier salvaje podría sentirse como en casa con esa letra repetitiva e imposible de descifrar y el ruido ensordecedor.

Los hombres son un poco más variados. Se intuye en casi todos un abdomen musculado, pero no falta el madurito que sabe llevar la tripa con estilo. Todo muy impoluto, de blanco y negro, frac o traje. Se ve todo tan... de novela, que me pregunto dónde deben esconder a las personas normales y si tengo que firmar para que me liberen de este sufrimiento y me lleven con los míos. De momento no aparece nadie para guiarme en los trámites así que no me queda otra que seguir jugando a tener algo de clase entre los aperitivos. Hasta yo se que es patético, a mis diecisiete años y casi dieciséis acudiendo a fiestas como esta, con gente como esta, siento que todavía no he aprendido a desenvolverme.

—¡Eddiieee! ¡Mi amorrr! —Ah, ¿no os lo había dicho? Me llamo Eddie, Eddie Collins, porque supongo que ponerme un nombre normal era demasiado fácil. Martina está mirándome, dos gotas de sudor repasan el contorno de su barbilla. Siento en sus ojos la necesidad de escrutar cada cosa que hago, como un agente secreto que luego informará a la gran jefa (o sea, mi madre) En su radiografía rutinaria se para a la altura del escote y no puede disimular su desagrado:

—Cariño, deberías utilizar más esas mamas que Dios te dio—antes de que pueda meterme mano me tapo la zona del pecho. Cuarenta y cinco añazos tiene la tía y luego se quejan de la gente de mi edad.

—¡Martina!—reprocho quejándome. Ella solo se ríe repitiendo que era broma. Sé que no tengo un mal cuerpo pero no me gusta ir enseñando y no entiendo que tiene de malo este vestido. Es negro, con la espalda descubierta y remates en plata, sin escote.

—Bueno lo que te decía, me ha pedido tu padre que te diga que vengas afuera que te quiere presentar a alguien que te va a gustar mucho.

Mi padre y sus ideas. Yo solo asiento, aunque una vocecita interior me implora que corra para salvar mi vida. Salimos al jardín interior del hotel, los faroles tiñen de amarillo la noche cerrada rematada por el verde natural y las estrellas.

La sirena imperfectaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora