Acabo de despertar de un sueño maravilloso: el viento me quemaba los hombros y la luz ardía dentro de mi cabeza; pero ahora, al volver a mi cuerpo, sólo siento frío. El sol debe estar allí arriba, más allá de todas estas toneladas de piedra. Agito una mano frente a mi cara; el que dijo que la vista se acostumbra a la oscuridad estaba equivocado: moriré entre sombras. Sé que a mi alrededor están todas las riquezas de mi Faraón: los botines de guerra, los preciosos regalos de sus generales, las delicadas joyas e incluso las baratijas que arrebató durante sus valientes campañas más allá de sus fronteras. Siendo un Faraón tan admirado, el más grande de la dinastía, quién iba a pensar que una extranjera sería la elegida para acompañarle en su ultimo viaje. “Un honor reservado a unos pocos afortunados”, les oí murmurar antes de aspirar por última vez el aire del desierto.
Lo que más siento es que mi pueblo, los hombres y mujeres a los que me disponía a liberar, tampoco abandonarán ya la ciudad. Qué cerca he estado de reparar el mal, y qué tarde me llegó el valor. ¡Si sólo se me hubiera ocurrido antes! Yo no estaría aquí, y mis vecinos vivirían felices en algún otro lugar con las heridas de sus espaldas y sus corazones sanando lentamente. Tal vez ni siquiera el viejo herrero hubiera tenido que morir. Ocho meses en el harén del Faraón y ni se me había pasado por la cabeza escapar; y de pronto un viejo rostro conocido en una zanja llena de barro, una mueca de odio y un crujir de huesos pusieron mi mundo del revés. Al menos el recuerdo de su muerte entre los golpes indolentes de los soldados ha dejado ya de poblar mis sueños. El llanto de su mujer, sin embargo, no se me olvida: cada vez que cierro los ojos veo su mirada acusadora, su incomprensión e impotencia.
Hasta entonces siempre habían sido otros los que se habían jugado la vida por mí: mi madre la primera, y luego mi padre, el extranjero del que había heredado mi pelo cobrizo. Cuánto le debo a ese hombre: primero me defendió del invasor, y luego su herencia me había valido la entrada en el harén. No es que la vida allí fuera fácil, pero al menos no tenía que cargar piedras, ni curar las heridas supurantes de esos animales de carga que algún día habían sido mis vecinos.
He llorado aquí dentro durante días, pero ya ni eso me consuela. ¿Quién va a escucharme aquí? ¿La roca muerta levantada por la sangre y el esfuerzo de mi pueblo? Ni siquiera tengo dioses a los que rezar: los que me escuchaban de pequeña me han sido arrancados a base de sangre y golpes, y los de Egipto no parecen quererme tampoco.
La roca sobre la que apoyo mi espalda dolorida sigue tan fría como cuando me arrojaron aquí. Me duelen las rodillas, y mi estómago ya no gime: parece haberse resignado a su suerte. Pido perdón a mi amo y apoyo las manos en el sarcófago para levantarme. La próxima vez que me siente será la última. Recorro con mis dedos los surcos dela tapa. El cetro dorado está debajo de esa piedra, pero casi me parece verlo brillar de nuevo entre sus manos en el luminoso salón del palacio junto al río. Las lágrimas me salen sin que apenas lo note, y no sé si se derraman por él o por mí, por esta suerte que me ha tocado correr, por la muerte que me acecha en esta infinita oscuridad.
Las dagas enjoyadas están a unos pocos pasos. Quizá pueda alcanzarlas antes de perder el sentido. Lucho por dar el primer paso; el segundo es más fácil. Tanteo el aire en busca de la pared. Otro paso más, casi un tropiezo. Ya puedo sentir las rocas en las yemas de mis dedos. Me tiro contra ellas. La cabeza me da vueltas. ¿Dónde estoy? ¿Por qué gira la habitación? Mis rodillas ceden; el esfuerzo ha sido dolorosamente inútil. La parca avanza con paso lento a través de mi garganta y mi pecho.
Trago y, tras un dolor seco, noto un líquido espeso correr por mi garganta, ¿acaso es mi propia sangre la que ha de salvarme de esta horrible sed? Me rindo. Si alguien ahí arriba estaba esperando que lo dijera, que escuche ahora: me rindo.