El miércoles 21 de agosto tembló

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Aun no daban las las siete de la mañana. Los frágiles rayos del sol ya se precipitaban sobre las montañas de tono ocre cuando una ligera sacudida a la cama me hizo abrir los ojos y afinar los oídos para escuchar ese peculiar zumbido que invade el ambiente cuanto tiembla. Los años de vivir en esta ciudad, donde la tierra se mueve tan cotidianamente como el trafico, te familiarizan con ellos. Viene el recuerdo de los edificios derrumbados y el dolor humano que sucedió veinte años atrás. Se detona una descarga súbita de adrenalina, te asusta y engendra temor Era un veintiuno de Noviembre.

El sonido inconfundible que interrumpe la fragilidad de la armonía diaria. En el momento que que no es de noche ni es de día, emerge desde lo más profundo de la tierra, tan parecido al susurro de la mala noticia después de un breve silencio y en realidad revela más que las palabras que describirían la naturaleza de la tragedia.

Las puertas del clóset empezaron a chocar y la madera crujió con el mismo ritmo con el que caen las olas en la bahía sosegada. Miré las cortinas para comprobar si en realidad estaba temblando o era simplemente que despertaba otra vez, abatido por la dolorosa pesadilla en que se convirtieron los últimos días y noches.

Sí, estaba temblando. Todo empezaba a moverse, tomando más fuerza con cada milésima de segundo y pensaba en las olas de mar abierto. Para mi desasosiego, descubrí también que las almohadas no guardaban el rastro de olor de David. Estaba solo. Ni él, ni su olor.

No le temía al temblor, pero pensé en la antigüedad del edificio y qué sucedería si se viniera abajo. Parecía más fácil si mi vida terminaba ahí. Me imaginé muerto, bajo los escombros, qué más daba ya. En ese momento que más daba ya.

Pensé en la fragilidad de la vida, en mi hogar usurpado por un desconocido, en mi futuro incierto. Vinieron de golpe a mi mente todas las mañanas que desperté en esa cama, en las tardes que estuve ahí. Ya habían pasado diez meses desde que amanecí en ella por primera vez y curiosamente, también lo hice solo.

La primera vez que desperté en ese lugar fue un domingo. Recuerdo la primera mezcla de emoción por empezar una nueva vida en mi propia casa y la extrañeza de no reconocer el entorno, despertar desnudo y empezar a recorrer el nuevo espacio, aún con cajas amontonadas y cosas sin acomodar. Imaginaba los colores que llenarían los días venideros, pues aquella mañana de domingo no sentía temor, mi ser entero sólo estaba compuesto de certezas.

Sí, sabía que era el inicio de la felicidad. Percibí aquel presente con todos mis sentidos y, convencido de que mi momento había llegado finalmente, después de años de esperar y buscar a la persona que te hace entender el sentido verdadero de la vida, después de años de errores, miedos, entregas vacuas y noches de soledad, había llegado David y, realmente, creí que a partir de entonces sólo sería feliz.

Que absurda es la vida cuando se mira desde lejos, cuando el tiempo ha pasado, cuando descubres que casi nada existió.

Las puertas del clóset seguían cerradas, como si el temblor no las hubiera afectado pero yo las oí crujir, vi las confrontarse por el movimiento y no podían ya ser las mismas. El temblor debió haber cambiado algo en ellas. Luego pensé que en realidad era yo el diferente: desperté con un dolor que sofocó mis órganos. Intenté respirar profundó, aunque en vano. El aire era como el denso humo de un incendio, irrespirable. Quería cobrar conciencia sobre lo que había dentro de mí. Lo hice, me horroricé y entonces me puse a llorar.

Ya no pude volver a dormir. Me quede allí, acostado, mirando con los ojos ensombrecidos por las lágrimas esos tablones de madera que cubrían la pared, de piso a techo, de lado a lado. Olía la almohada en busca de rastros de olor de David, intentaba imaginar que estaba ahí, que me acompañaba, que volvería al anochecer. Pero no había vestigios de él. Eventualmente empecé a mirar de reojo el reloj del buró, es un reflejo cotidiano. En realidad, la hora no me importaba, ni el temblor, ni el recurso de David. Esa mañana, en esa hora precisa, nada importaba. Ni siquiera yo.

Pasó poco más de una hora cuando el hombre desconocido volvió a abrir la puerta de mi recámara, ahora vestido ahora vestido como para ir a trabajar, lo cual supuse, ya que después del temblor oí el agua de la regadera y sus pasos entre el baño y el cuarto de televisión. También escuche la música cuando encendió la radio. Tarareaba una canción y lo imaginé bailando mientras se rasuraba.

Asomó la cara por la puerta con un forzado gesto de sinceridad.

-Oye, perdón por lo de anoche- Dijo rechinando los dientes. La música seguía sonando en la otra recamara.

La noche anterior conocí formas indecibles de violencia, me enfrente a un hombre capaz de torturar con sólo palabras. Ahora me pedía perdón de una manera tan vaga que estuve seguro que nada tenía que ver con lo que sucedió antes del amanecer, ni con lo que sentí, ni con la herida que me dejó. Intenté controlar mi propio temblor y algo musité, apenas para mí, apenas para que fuera escuchado por mi dignidad. Hizo una mueca de disgusto que casi no vi, pues me giré hacia la ventana y me revolví entre las sábanas de nuevo.

Agazapado en mi cama como animal malherido, oí la puerta de la recámara cerrarse, la radio enmudeció, oí sus pasos en la escalera, abrió y cerró la puerta de entrada. Después vino un espeso silencio que oprimía mis pensamientos. Finalmente ese hombre se había ido y eso mitigaba mi temor, Necesitaba estar solo en mi casa, en ese lugar donde me sentía tan seguro. El lugar al que llegaba cada día, donde todo empezaba al despertar y todo terminaba cuando iba a dormir. El hogar que habíamos construido David y yo durante diez meses, el único que tenía.

Seguí acurrucado hasta confirmar que, efectivamente, se había ido y no volvería. Decidí entonces llamar al trabajo y reportarme enfermo. Pensé que debía pasar el tiempo, matar las horas hasta que anocheciera.

Era la séptima mañana desde que David se había marchado y dentro de mí sabía que quizá no volvería a verlo nunca más. Ahora vivía con un extraño que me arrebataba mi hogar.



Los años de los amantes Hugo Marroquin Donde viven las historias. Descúbrelo ahora