EN LA OSCURA CASUCHA, la madre tensó el cuerpo para el último empujón y el bebé se deslizó en las atentas manos de Gaia.
—Buen trabajo —dijo esta—. Genial. Es una niña.
El bebé lloró indignado y Gaia exhaló un suspiro de alivio al comprobar que tenía todos los dedos de las manos y los pies, además de una espalda perfecta. Era un buen bebé, sano y bien formado, aunque algo pequeño. Lo envolvió en una manta y lo alzó hacia la parpadeante luz de la lumbre para enseñárselo a la exhausta madre. A Gaia le hubiese gustado que su propia madre hubiera estado allí para ayudarla, sobre todo con la placenta y el bebé. Sabía que, normalmente, no se le daba el recién nacido a la parturienta para que lo sostuviera, ni siquiera un momento, pero ella se lo estaba pidiendo y Gaia no tenía cuatro manos.
—Por favor —susurró la joven madre, haciéndole señas con ternura.
El llanto del bebé disminuyó y Gaia decidió dejárselo. Sin embargo, hizo lo posible por no escuchar sus cariñosos arrullos mientras la lavaba entre las piernas, con los movimientos suaves y eficaces que su madre le había enseñado. Estaba emocionada y un poco orgullosa: aquel había sido su primer parto, y sin ayuda alguna. Había ayudado a su madre muchas veces y hacía años que sabía que iba a ser comadrona, pero en aquel momento se había hecho por fin realidad. Ya estaba acabando; se acercó a su bolso para sacar la pequeña tetera y las dos tazas que su madre le había regalado en su decimosexto cumpleaños, hacía solo un mes. A la luz de los rescoldos, llenó la tetera con el agua de una botella. Después avivó el fuego y, bajo la explosión de luz amarillenta, miró a la madre y a su tranquilo bultito.
—Lo has hecho muy bien —le dijo Gaia—. ¿Cuántos iban con este? ¿Cuatro?
—En realidad, es el primero —contestó la joven madre, la voz cálida de placer y sobrecogimiento.
—¿Cómo?
Los ojos de la mujer brillaron un instante cuando miró a Gaia; después sonrió. Con un ademán tímido se colocó un rizo de cabello húmedo detrás de la oreja.
—No te lo he dicho antes porque me daba miedo que te marcharas.
Gaia se sentó despacio junto al fuego, colgó la tetera en la barra de metal y giró esta para ponerla sobre las llamas.
Los primeros partos eran los peores, los más peligrosos y, aunque este había ido bien, era consciente de que habían tenido mucha suerte. A aquella mujer debería haberla atendido una comadrona con experiencia, no solo por ella y el bebé, sino por lo que venía a continuación.
—Me hubiera quedado —contestó en voz baja—, pero solo porque no podía venir nadie más. Mi madre estaba en otro parto.
La mujer no parecía oírla.
—¿No es preciosa? —murmuró—. Y es mía. Quiero quedármela.
«Ay, no», pensó Gaia. Su satisfacción y su orgullo desaparecieron como por ensalmo. Entonces, más que nunca, deseó que su madre estuviera allí. Hasta la Vieja Meg hubiera servido. O cualquiera.
Abrió el bolso para sacar una aguja nueva y un frasquito de tinta marrón, luego agitó la lata de té sobre la tetera para echar unas hojas. El aroma llenó poco a poco la habitación, y la madre esbozó una sonrisa cansada y serena.
—Nunca hemos hablado —dijo—, pero te he visto varias veces con tu madre, en el mercadillo o junto al muro. Todos dicen que llegarás a ser tan buena como ella, y desde hoy yo digo que ya lo eres.
—¿Tienes marido o madre? —preguntó Gaia.
—No. Han muerto.
—¿Y el chico que me mandaste? ¿Es tu hermano?
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Marca de Nacimiento- Caragh M. O'Brien
RandomEn un mundo futuro agostado por el sol inclemente, donde el agua es más valiosa que el oro, hay quienes viven dentro de las murallas del Enclave y quienes, como Gaia Stone, comadrona de dieciséis años, viven extramuros. Gaia siempre ha creído que su...