XXII. ¿Quién dijo que la locura la padecen solo los locos?

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—Tierra llamando a Paula —dijo Flinn chasqueando sus dedos delante de mi cara.

—¿Sí?

—Déjame ver tus brazos.

—Tengo mucha hambre, hablamos luego —dije alejándome pero él me cogió del brazo haciendo que hiciera una cara de dolor.

Se acercó a mi y dejó al descubierto mis muñecas, rotas.

—Eres estúpida ¿Sabes?

—No eres el primero que me lo dice hoy.

—¿A ti te gustaría que fuera yo el que tuviera esas cicatrices en mis muñecas?

—No —lo miré asustada y rápidamente miré sus intactas muñecas.

—Lo suponía —me miró adolorido y besó cada una de mis muñecas —. No sabes el daño que me hace verte así.

—Lo siento.

Él se sentó en mi cama y con una cuchilla que no sé de dónde salió se cortó una de sus muñecas.

Yo, rápidamente, me acerqué a él y le quité ese estúpido instrumento de las manos.

—¿Qué rayos crees que estás haciendo —lo miré dolida con lágrimas en los ojos.

—Lo mismo que tú.

—No lo vuelvas a hacer.

—Lo mismo digo.

—No es tan fácil —tragué saliva mirando como la sangre seguía saliendo de sus muñecas.

—Pues por cada corte que te hagas yo haré lo mismo.

—¿Qué? Estás loco Flinn —apreté mis puños con impotencia.

—Por ti —. Se pasó las manos nerviosamente por el pelo.

¿Qué piensan que pasará en el siguiente capítulo?

Muñeca rotaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora