Hace unos seis años atrás, mi vida era convencionalmente perfecta. Salía de la casa a menudo, estudiada en un prestigioso colegio en la ciudad, obtenía lo que quería a su tiempo y tenía una familia muy unida. Tan unida que vivíamos todos en el mismo complejo de apartamentos privados; mi tía Carmencita y su esposo Moisés en el apartamento contiguo al mío, mi abuela Carmen y su esposo Raúl en el de más abajo y, por supuesto, yo, mi madre Ruth, mi padre Juan y mis hermanas Elizabeth y Delia en el apartamento que daba por terminada la extensión de las vastas estructuras.
Mi familia y yo éramos muy devotos al cristianismo y asistíamos a la iglesia por lo menos tres veces en semana. Crecí entre fiestas, risas, reglas y responsabilidades que mis padres intentaban imponerme en su intento por enseñarme a ser una persona de valores. Por supuesto, no tenia de que quejarme. Aun así lo hacía, pues no sabía lo que tenía en ese entonces, hasta que lo perdí todo. Mi padre era ingeniero y dueño de su propia compañía de construcción que lideraba junto a su socio Landrau; juntos habían forjado un imperio prospero. La familia de Landrau había pasado a ser prácticamente parte de nuestra propia familia; él y su esposa, Kathy, tenían tres hijos. Uno de ellos, el mayor, llevaba por nombre Alex y sus hermanas Nelly y Nim. Debo admitir que desde muy pequeña tuve cierto amor platónico por el hijo de esta nuestra familia adoptiva. Solíamos salir ambas familias todos los veranos a distintos países. Fuimos a la Republica Dominicana cinco veces, cada vez a un hotel diferente, dos veces a Orlando, Florida a los conocidos parques de diversiones de Disney Land y hasta llegamos a visitar Inglaterra y Canadá. Cada año era inolvidable. Para entonces tenía unos once años.
Luego de un tiempo, aun siendo demasiado ignorante como para formar parte de una conversación adulta, note que las cosas en la familia comenzaron a cambiar. Poco a poco los beneficios dentro del hogar se fueron acabando, hasta que llego el día en que mi madre me busco al colegio y no me volvió a llevar al día siguiente. Fue entonces cuando me explicaron que las cosas no estaban marchando como debían y que el problema económico era grave: mis padres no tenían dinero para pagar el colegio o la renta. Mi vida dio un giro en su mismo sitio. Ese mismo mes nos mudamos a la casa de una amiga de mi madre al otro lado del país y fui ubicada en la escuela pública más cercana. Ya se habían acabado las salidas, los viajes en verano y hasta la abundante comida en el refrigerador. Me separaron de mis amigos, mis familiares más cercanos y de aquella ciudad pequeña que había conocido desde siempre.
Llore por un largo tiempo, me sentía estúpida e impotente pero sabía que no podía llorar para siempre. Así que comencé a enfocarme en lo único que me succionaría todo el tiempo libre que me permitía pensar en mi desdicha: las asignaturas. Enfoque todas mis energías en los estudios y me transforme en una estudiante estrella en poco tiempo. No me acostumbraba al ambiente de la escuela pública. Me parecía hostil y las conversaciones entre los estudiantes envolvían temas sucios o que me eran sencillamente estúpidos. Así que me aislé y decidí valerme por mi misma, ignorando las burlas y las miradas malintencionadas de la gente que pensaba en mí como una criatura con quien gastar una broma pesada. Aun así, maneje hacerme invisible. La experiencia de supervivencia, por llamarla de alguna manera, me transformo en una persona fuerte, había cambiado la niña inocente por una joven astuta y decidida que no se conmovía ante cualquier cuadro doloroso. Sabía lo que quería y nadie se interpondría entre yo y mis metas. Algún día la vida me pagaría la mala jugada que una vez me hizo.
Con el tiempo, decidí hacer algunas amigas. Realmente, el término amigas les quedaba gigante a aquellas chicas que solo me hablaban de vez en cuando para que las ayudara con la tarea de matemáticas, y quienes luego se olvidaban de mí para entablar conversaciones entre ellas acerca de ropa, zapatos, maquillaje y chicos. Agh. De todos sus temas de conversación, este último era el que más me enfermaba. Ya que había llegado a pensar en los chicos como lo último en mi lista de deberes. Más bien, no se consideraban siquiera parte de mi lista. ¿Porque perder mi tiempo pensando en esos personajes inmaduros que solo parecían querer comer con la vista a cualquier pinche plástica que les pasara de largo? Intentaba evadir temas como estos para mantener la compostura, ya que cuando preguntaban mi opinión sobre el asunto, se formaba un debate de prioridades del cual yo nunca estuve dispuesta a salir perdedora.