Salvaje

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Una vez pensé: nunca he estado a solas con ella. Y si fuera a esperarla… pues creí vislumbrar su sombra instantes de que los demás se fueran. Y cuando me iba conseguí vislumbrar. Pero esto no es el principio ni el final de mi historia.

La conocí hace ya tres años. Estaba sentada admirando la luna, y cuando me acerqué a ella, con una sola mirada bastó para darme a entender la gran angustia que la carcomía por dentro. Con una inquisitiva mirada le pregunté el por qué, pero ella no quiso contestarme. No insistí, tan solo me fui. Al día siguiente lo volví a intentar, pero al ver que no conseguía nada probé nuevas formas. Me dediqué a observar como se relacionaba con los demás y pronto me di cuenta de que prefería estar sola. Más adelante vi como cada que quería desaparecer, no ser encontrada, se iba a lo más profundo del bosque a admirar al sol y a luna le cantaba melancólicas canciones, al sol lo acunaba con su voz, con hermosas nanas. Pero de repente llegó él, un horrible ser que quería apoderarse de ella. Al principio no le hice caso, pero cuando comenzó a apartarme, algo en mi interior se rebeló.

Él era negro como el carbón y tenía fuertes patas, todos le temían, todos excepto yo. Tenía blancos y afilados colmillos. Todo su ser manifestaba arrogancia, desprecio, cada gruñido suyo era como una tormenta que doblegaba hasta el más fuerte. Nadie se atrevía a interponerse en su camino y esto no me hubiese molestado de no ser por que ella, se empezó a fijar en él. Esto fue la gota que colmó el vaso, desde ese momento le declaré la guerra. Él se presento ante mí, imponente, con su peludo y negro cuerpo. Le lancé una mirada asesina y nos pusimos en guardia con los pelos tiesos, con un profundo gruñido en la garganta y las garras preparadas para atacar y desgarrar al adversario. Llegó el momento, me lancé contra él pero un desgarrador aullido que provenía de ella, me convenció de que no debía atacarle si no quería ganarme su odio eterno, pero ya era demasiado tarde. Le había desgarrado una oreja, y él se volvió contra mí loco de ira y dolor. Comprendí que la lucha era desigual y me fui. Solo me volví un instante para ver en los ojos de mi amor imposible una chispa de compasión.

Aquello me dio aliento, ánimo y fuerzas para suficientes como para seguir adelante y jurarme volver. Fui al rincón donde solía espiarla y escucharla a escondidas. Pronto me fui alejando, pues debía volverme fuerte y poderoso para poder ganarme el así el derecho a poseerla. En mi camino se cruzó una desafortunada perdiz que me sirvió de cena y al abrigo de las rocas dormí aquel fatídico día. Muchos meses estuve viviendo así, sin un sitio fijo donde vivir, entrenándome a diario para fortalecerme hasta que un día, una manada se cruzó en mi camino.

Su macho alfa estaba débil, como si acabase de librar un combate. Entonces yo le reté. El cansado macho aceptó. Su pesada e irregular respiración se podía apreciar a simple vista. Gané la pelea, pero me costó más de lo que había supuesto. Le había subestimado. De hecho, hubo un momento, en que por un pequeño desliz, casi pierdo y en consecuencia, lo más probable fuera que hubiese muerto.

Ahora el líder de una manada. Todos los miembros de esta escondieron el rabo entre las piernas, todos excepto una. La hembra alfa se acercó a mí con las orejas gachas pero el rabo inhiesto. La olfateé y descubrí que estaba en celo, pero no me atraía ya que yo solo tenía cabeza para una. Por eso cuando me enteré del paradero de mi antigua manada partí hacia allí. Pero ahora no viajaba solo. Era el macho alfa, el jefe de una manada. Cuando llegamos los demás, incluida la hembra alfa, se pusieron a gruñir y a enseñarme los dientes en señal de amenaza. Con un gesto los hice parar.

Mi antigua manada estaba liderada ahora por él, por mi antiguo enemigo, pero de ella no había ni rastro. Por eso decidí no pelearme. Entonces me puse a pensar: nunca he estado a solas con ella. Y si fuera a esperarla…pues creí vislumbrar su sombra instantes antes de que los demás se fueran. Y cuando ya me iba a ir conseguí vislumbrarla. Estaba ante mí y me hacía gestos para que me apresurara en ir. Cuando llegué, me hizo seguirla, a lo más profundo del bosque, donde antaño la espiara, y allí, con la luna de fondo, la olfateé. Tenía un suave aroma a pino y su hermoso pelaje rojizo me tenía embaucado. Me había quedado paralizado. Ella me miró traviesa y, por fin reaccioné. Estuvimos corriendo por el bosque un buen rato. Cuando por fin la alcancé con un aullido de júbilo, nos revolcamos y surgió el amor.

Unos meses después dio a luz a cuatro lobeznos que pasaban el día pegados a ella y no me dejaban acercarme. Mi instinto me pedía a gritos que acabase con ellos, pero como a ella se la veía tan contenta, intentaba resistirme a este impulso.

Como no me hacía caso ya pasadas unas semanas del nacimiento de los cachorros me empecé a impacientar. Al final no pude más y me dejé llevar por mi impulso asesino. Me fui de mi mismo y cuando volví en mí, la vi furiosa, ante mí, poniendo detrás a los dos cachorros que habían sobrevivido a mi ataque.

Estaba ante mí, enseñándome los dientes y un profundo gruñido que brotaba de su garganta. Mis impulsos que antes me habían empujado a matar a los cachorros que eran una amenaza para mí, ahora me impedían atacar a las hembras. De modo que me tendí en el suelo, dejando visible mi cuello, humillándome… pero no contenta con esta humillación se acercó a mí y, me atacó con uñas y dientes. Yo intentaba irme, escaparme, pero ella estaba loca de ira y quería matarme. Cada vez me resultaba más difícil esquivar sus ataques y al fin me alcanzó. Hundió sus dientes en mi cuello, y cuando ya me estaba desangrando, tras asegurarse de que moriría, se fue.

Con los ojos cerrados y un dolor insoportable que me quedaba por dentro, lancé mi último suspiro y mi pensamiento, inevitablemente, fue para ella…                                                                   

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