La gente del pueblo se reunió en la plaza, agitada, los padres sostenían a los niños entre sus brazos y arrimados a sus mujeres, todos respetaban las distancias, ya que cualquiera podía ser el culpable. Nicolás Pelayo, el personaje más carismático del pueblo, alguien a quien todos escuchaban debido a su liderazgo innato habló:
"Ayer, un sucio pecador quiso atentar contra la pureza de la hija de Don Santiago, el herrero, Herminia, la pobre, se encuentra traumatizada después de saber que podía haber sido profanada por el mismísimo diablo, o peor, ¡Un incubo! dejaría la semilla del mal entre nosotros, buenos cristianos, debemos encontrar al demonio, el padre Tomás nos acompañará para que estemos seguros ¡No bajéis la guardia!"
Haciendo una breve descripción sobre el yo medieval, de joven llegué al pueblo y trabajo como ayudante del panadero, nunca fui un católico tal y como lo son el resto de la comunidad, pero intento encajar en ella. A pesar de ello, poco hablo con la gente excepto con Peláez, el panadero, y su hijo Velasco, con el cual me llevo bastante bien, era mezquino y falto de buena salud, y no podía trabajar.
Dicho esto, la incorporación a la masa enfurecida sería una prioridad, ya que rehusar de un apoyo total, siendo quien soy, todo el mundo sospecharía de mí, y me temo que eso desembocaría en una noche iluminada por una hoguera. No me pongo en primera linea, para no mostrar un entusiasmo surrealista, pues se notaría que estoy actuando, pero tampoco es necesario que participe en toda la búsqueda, que puede alargarse horas, me pongo en medio de la muchedumbre, y poco a poco, veo como los hombres que no tienen hijas desisten y marchan a la taberna. en cuanto veo que Peláez se aleja del grupo, me acerco a el.
-Señor -debía mantener un registro lingüístico vulgar, para evitar denotar la estereotipada educación demoníaca-, ¿dónde vas? Quiero dejar esto, hacer compañía a su hijo, hoy se encuentra mal, está nervioso por la caza que hay hoy.
El panadero, acostumbrado a mi refinado lenguaje, que solo usaba delante de él y de su hijo, se dio cuenta de que el resto de los cazadores desconfiaban de mí.
-El muchacho y yo vamos a hacer compañía a mi hijo, hoy no goza de buena salud y no quiero dejarle solo mucho tiempo -gritó el señor Peláez a Pelayo. Este asintió, mas su mirada denotaba cierta desconfianza. Será mejor que no saliera de casa del señor Peláez hasta mañana.
-Está bien,id a hacer compañía al chaval, de momento somos suficientes para seguir la búsqueda.
Y así es como consigo salvarme de falsas acusaciones por parte de incultos. Y aún me queda algo de sol como para charlar con Velasco en el patio trasero.
Peláez y yo nos dirigimos a lo que por ahora llamo hogar.
La cerradura está forzada. Me alarmé, pero el adulto me tranquilizó diciéndome que llevaba un par de días así, que fue el mismo en una de sus borracheras con amigos que rompió la cerradura en un alarde de estupidez. Yo no tenía noticia de esto pues siempre entro y salgo por la puerta trasera cuando voy solo, y no presto atención a las cerraduras de las puertas cuando otro la habre o la cierra.
No se escuchan voces dentro, mientras Peláez se encarga de encender un fuego para preparar la cena y otros preparativos para continuar con sus labores de panadero, yo me dispongo de relatar lo sucedido en el día, con intención de hacer más amena la condena del pobre Velasco. Me dispongo a entrar en el cuarto cuando noto una mano en el hombro, la del panadero, tiene notorias ganas de ver a su hijo, hoy en especial, que su salud es un poco inestable y con lo sucedido en el día, el hombre necesitaba de compañía de alguien cercano. Aún después de tres años de lealtad, no formo parte de la familia.
Abre la puerta. Grita, chilla, vocifera y luego llora, un llanto reservado para la ocasión, era un llanto que me conmovió, y me puse a llorar también.
El desdichado Velasco tenía un cuchillo clavado en el cuello.
Peláez dirige su mirada hacia mí, llena de furia, de rechazo, me temo lo peor, ¡Él me vió! ¡No entré antes que el, no pude ser yo! Pero eso es algo que un viudo que acaba de perder a su único hijo puede pasar por alto. Poco después, su mirada se torna mansa, las lagrimas vuelven, y el corpulento hombre me abraza, de nuevo llorando, buscando cobijo en un mundo en el que ahora estaba solo.
Poco después, ambos calmados, decidimos actuar, hemos perdido demasiado tiempo.
-A ti no te creeran, te prenderán rápidamente, voy a avisar a Pelayo, tu sigue cualquier rastro, el demonio está aquí, es el mismísimo Satanás -el hombre rezuma furia, pero decidido, se da media vuelta y desaparece tras un portazo.
Me doy la vuelta, hay un rastro de sangre, el cual me dispongo a seguirlo. La valla que limita la parcela está roto, aparentemente por un hombre tan gordo como para no poder saltarla sin destrozarla, corro en esa dirección, no hay casas detrás de la cual donde me alojo, y pocos árboles, el asesino es bastante torpe, ha dejado una huella de sangre en una valla y bastantes matojos pisoteados. Rodeo las casas y veo a un hombre, bajito, gordo, calvo, evidentemente le reconozco, es Fausto, el barbero, el triunfador le llaman, por tener 3 hijos y 4 hijas. Ya está fatigado, pero aún así se dirige a la plaza, donde, según por los ecos, todo el pueblo debe estar allí reunido, debo detenerle, Peláez debe llegar antes que él.
Me dispongo a acercarme a él cuando, de repente, saca un cuchillo de entre los pliegues de su pantalón. Ahora que lo recuerdo, el que tenía mi amigo clavado en el cuello era uno nuestro, no llegó a necesitar su arma, pero ahora haría uso de el. Se lanza a por mí, estoy asustado, obviamente no estoy instruido en el arte de la lucha, corro, bordeo varias casas para ir a la plaza. Corro con todas mis ganas ¿qué demonios, el pobre gordo no me puede ni seguir, quizá...? Miro para atrás, el condenado ha dado media vuelta para ir a la plaza.
Llego corriendo y observo el panorama, Pelayo y el resto del pueblo están al corriente de lo sucedido. El gordo sudoroso comenzó a hablar, parecía un cerdo a punto de ser decapitado, pidiendo clemencia.
-Él, ¡él es el incubo! ¡No lo véis, el chaval, decía que estaba enfermo, pero era mentira, era para ocultarse, no voy a impedir que ningún monstruo que se haga pasar por enfermo viole a ninguna de mis niñas! -Pelayo deja de mirarme, la mirada amenazante, vigilante, ya no está sobre mí.
-¿Qué pruebas tienes de que ha sido el hijo de Peláez el que intentó entrar en casa de Santiago? -Pelayo estaba furioso, el alcalde y juez, el señor Miguel cuyo apellido desconozco, un cero a la izquierda cuando Pelayo tomaba palabra. Esta vez alza la voz, dada la magnitud de las circunstancias.
-Con estos actos, señor, no muestra absolutamente nada. Acaba de asesinar injustamente a un pobre ciudadano de mi pueblo, y no tiene ninguna prueba a su favor.
-¡Él es ahora el incubo, ha salido del cadáver y se ha metido ahí, en él! -Yo poco sé sobre incubos, pero supongo que se lo está inventando. Ese hombre es muy orgulloso, y odia a todos los jóvenes del pueblo que no son unos perfectos pretendientes para sus hermosas hijas. Esto es bien conocido por todos y un gran peso en la balanza del juicio que se está llevando a cabo.
Pero como era de esperar, el cura realiza un exorcismo con agua bendita sobre mí. Me abstengo a decir palabra, pues puede ser móvil para mi ejecución. No pasa nada, ni convulsiones, ni quemaduras, nada.
Todo el mundo mira al asesino, que ahora empuña un cuchillo, el mismo con el que antes amagó con atacarme. Pero le reducen rápidamente.
Con mi mente en las nubes, observo como el cura realiza el mismo proceso usado conmigo antes, pero el pobre bastardo es incapaz de morderse la lengua y suelta injurias a todos y cada uno de los presentes.
-¡Es él, es el incubo, lo ha poseído! -berrea el cura. Acto seguido, varios hombres maniatan al barbero mientras el hombre de Dios oraba por los presentes y el difunto.
Por la noche el hombre es encerrado en un calabozo situado en el ayuntamiento, a la espera de que una partida de la inquisición lo juzgue.
Poco queda por contar de la trágica historia. El funeral se celebró al día siguiente, a los tres días un Inquisidor llegó, juzgó con frialdad y se marchó bajo las órdenes de purificar al barbero con el fuego purificador, esto me recordó a una caza de brujas a la que tuve el poco gusto de asistir.
A partir de entonces, el señor Peláez y yo fuimos una familia, cada uno con el apoyo del otro, yo perdí a mis padres, él a su mujer e hijo, para él, era demasiado tarde para casarse y tener hijos, pero no para mí. Y me llamó hijo.