Tercera parte

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Al día siguiente se despertó tarde, después de un sueño intranquilo que no le había procurado descanso alguno. Se despertó de
pésimo humor y paseó por su buhardilla una mirada hostil. La habitación no tenía más de seis pasos de largo y ofrecía el aspecto más
miserable, con su papel amarillo y polvoriento, despegado a trozos, y tan baja de techo, que un hombre que rebasara sólo en unos
centímetros la estatura media no habría estado allí a sus anchas, pues le habría cohibido el temor de dar con la cabeza en el techo. Los
muebles estaban en armonía con el local. Consistían en tres sillas viejas, más o menos cojas; una mesa pintada, que estaba en un
rincón y sobre la cual se veían, como tirados, algunos cuadernos y libros tan cubiertos de polvo que bastaba verlos para deducir que no
los habían tocado hacía mucho tiempo, y, en fin, un largo y extraño diván que ocupaba casi toda la longitud y la mitad de la anchura
de la pieza y que estaba tapizado de una indiana hecha jirones. Éste era el lecho de Raskolnikof, que solía acostarse completamente
vestido y sin más mantas que su vieja capa de estudiante. Como almohada utilizaba un pequeño cojín, bajo el cual colocaba, para
hacerlo un poco más alto, toda su ropa blanca, tanto la limpia como la sucia. Ante el diván había una mesita.
No era difícil imaginar una pobreza mayor y un mayor abandono; pero Raskolnikof, dado su estado de espíritu, se sentía feliz en
aquel antro. Se había aislado de todo el mundo y vivía como una tortuga en su concha. La simple presencia de la sirvienta de la casa,
que de vez en cuando echaba a su habitación una ojeada, le ponía fuera de sí. Así suele ocurrir a los enfermos mentales dominados por
ideas fijas.
Hacía quince días que su patrona no le enviaba la comida, y ni siquiera le había pasado por la imaginación ir a pedirle
explicaciones, aunque se quedaba sin comer. Nastasia, la cocinera y única sirvienta de la casa, estaba encantada con la actitud del
inquilino, cuya habitación había dejado de barrer y limpiar hacía tiempo. Sólo por excepción entraba en la buhardilla a pasar la escoba.
Ella fue la que lo despertó aquella mañana.
-¡Vamos! ¡Levántate ya! -le gritó-. ¿Piensas pasarte la vida durmiendo? Son ya las nueve... Te he traído té. ¿Quieres una taza?
Pareces un muerto.
El huésped abrió los ojos, se estremeció ligeramente y reconoció a la sirvienta.
-¿Me lo envía la patrona? -preguntó, incorporándose penosamente.
-¿Cómo se le ha ocurrido ese disparate?
Y puso ante él una rajada tetera en la que quedaba todavía un poco de té, y dos terrones de azúcar amarillento.
-Oye, Nastasia; hazme un favor -dijo Raskolnikof, sacando de un bolsillo un puñado de calderilla, cosa que pudo hacer porque,
como de costumbre, se había acostado vestido-. Toma y ve a comprarme un panecillo blanco y un poco de salchichón del más barato.
-El panecillo blanco te lo traeré en seguida pero el salchichón... ¿No prefieres un plato de chtchis? Es de ayer y está riquísimo. Te lo
guardé, pero viniste demasiado tarde. Palabra que está muy bueno.
Cuando trajo la sopa y Raskolnikof se puso a comer, Nastasia se sentó a su lado, en el diván, y empezó a charlar. Era una
campesina que hablaba por los codos y que había llegado a la capital directamente de su aldea.
-Praskovia Pavlovna quiere denunciarte a la policía -dijo.
El frunció las cejas.
-¿A la policía? ¿Por qué?
-Porque ni le pagas ni lo vas a hacer: la cosa no puede estar más clara.
-Es lo único que me faltaba -murmuró el joven, apretando los dientes-. En estos momentos, esa denuncia sería un trastorno para mí.
¡Esa mujer es tonta! -añadió en voz alta-. Hoy iré a hablar con ella.
-Desde luego, es tonta. Tanto como yo. Pero tú, que eres inteligente, ¿por qué te pasas el día echado así como un saco? Y no se sabe
ni siquiera qué color tiene el dinero. Dices que antes dabas lecciones a los niños. ¿Por qué ahora no haces nada?
-Hago algo -replicó Raskolnikof secamente, como hablando a la fuerza.
-¿Qué es lo que haces?
-Un trabajo.
-¿Qué trabajo?
-Medito -respondió el joven gravemente, tras un silencio.
Nastasia empezó a retorcerse. Era un temperamento alegre y, cuando la hacían reír, se retorcía en silencio, mientras todo su cuerpo
era sacudido por las mudas carcajadas.
-¿Has ganado mucho con tus meditaciones? -preguntó cuando al fin pudo hablar.
-No se pueden dar lecciones cuando no se tienen botas. Además, odio las lecciones: de buena gana les escupiría.
-No escupas tanto: el salivazo podría caer sobre ti.
-¡Para lo que se paga por las lecciones! ¡Unos cuantos kopeks! ¿Qué haría yo con eso?
Seguía hablando como a la fuerza y parecía responder a sus propios pensamientos.
-Entonces, ¿pretendes ganar una fortuna de una vez?
Raskolnikof le dirigió una mirada extraña.
-Sí, una fortuna -respondió firmemente tras una pausa.
-Bueno, bueno; no pongas esa cara tan terrible... ¿Y qué me dices del panecillo blanco? ¿Hay que ir a buscarlo, o no?
-Haz lo que quieras.
-¡Ah, se me olvidaba! Llegó una carta para ti cuando no estabas en casa.
-¿Una carta para mí? ¿De quién?
-Eso no lo sé. Lo que sé es que le di al cartero tres kopeks. Espero que me los devolverás.
-¡Tráela, por el amor de Dios! ¡Trae esa carta! -exclamó Raskolnikof, profundamente agitado-. ¡Señor...! ¡Señor...!
Un minuto después tenía la carta en la mano. Como había supuesto, era de su madre, pues procedía del distrito de R. Estaba pálido.
Hacía mucho tiempo que no había recibido ninguna carta; pero la emoción que agitaba su corazón en aquel momento obedecía a otra causa ¡Vete, Nastasia! ¡Vete, por el amor de Dios! Toma tus tres kopeks, pero vete en seguida; te lo ruego.
La carta temblaba en sus manos. No quería abrirla en presencia de la sirvienta; deseaba quedarse solo para leerla. Cuando Nastasia
salió, el joven se llevó el sobre a sus labios y lo besó. Después estuvo unos momentos contemplando la dirección y observando la
caligrafía, aquella escritura fina y un poco inclinada que tan familiar y querida le era; la letra de su madre, a la que él mismo había
enseñado a leer y escribir hacía tiempo. Retrasaba el momento de abrirla: parecía experimentar cierto temor. Al fin rasgó el sobre. La
carta era larga. La letra, apretada, ocupaba dos grandes hojas de papel por los dos lados.
«Mi querido Rodia -decía la carta-: hace ya dos meses que no te he escrito y esto ha sido para mí tan penoso, que incluso me ha
quitado el sueño muchas noches. Perdóname este silencio involuntario. Ya sabes cuánto te quiero. Dunia y yo no tenemos a nadie más
que a ti; tú lo eres todo para nosotras: toda nuestra esperanza, toda nuestra confianza en el porvenir. Sólo Dios sabe lo que sentí
cuando me dijiste que habías tenido que dejar la universidad hacía ya varios meses por falta de dinero y que habías perdido las
lecciones y no tenías ningún medio de vida. ¿Cómo puedo ayudarte yo, con mis ciento veinte rublos anuales de pensión? Los quince
rublos que te envié hace cuatro meses, los pedí prestados, con la garantía de mi pensión, a un comerciante de esta ciudad Ilamado
Vakruchine. Es una buena persona y fue amigo de tu padre; pero como yo le había autorizado por escrito a cobrar por mi cuenta la
pensión, tenía que procurar devolverle el dinero, cosa que acabo de hacer. Ya sabes por qué no he podido enviarte nada en estos
últimos meses.
»Pero ahora, gracias a Dios, creo que te podré mandar algo. Por otra parte, en estos momentos no podemos quejarnos de nuestra
suerte, por el motivo que me apresuro a participarte. Ante todo, querido Rodia, tú no sabes que hace ya seis semanas que tu hermana
vive conmigo y que ya no tendremos que volver a separarnos. Gracias a Dios, han terminado sus sufrimientos. Pero vayamos por
orden: así sabrás todo lo ocurrido, todo lo que hasta ahora te hemos ocultado.
»Cuando hace dos meses me escribiste diciéndome que te habías enterado de que Dunia había caído en desgracia en casa de los
Svidrigailof, que la trataban desconsideradamente, y me pedías que te lo explicara todo, no me pareció conveniente hacerlo. Si te
hubiese contado la verdad, lo habrías dejado todo para venir, aunque hubieras tenido que hacer el mismo camino a pie, pues conozco
tu carácter y tus sentimientos y sé que no habrías consentido que insultaran a tu hermana.
»Yo estaba desesperada, pero ¿qué podía hacer? Por otra parte, yo no sabía toda la verdad. El mal estaba en que Dunetchka, al
entrar el año pasado en casa de los Svidrigailof como institutriz, había pedido por adelantado la importante cantidad de cien rublos,
comprometiéndose a devolverlos con sus honorarios. Por lo tanto, no podía dejar la plaza hasta haber saldado la deuda. Dunia (ahora
ya puedo explicártelo todo, mi querido Rodia) había pedido esta suma especialmente para poder enviarte los sesenta rublos que
entonces necesitabas con tanta urgencia y que, efectivamente, te mandamos el año pasado. Entonces te engañamos diciéndote que el
dinero lo tenía ahorrado Dunia. No era verdad; la verdad es la que te voy a contar ahora, en primer lugar porque nuestra suerte ha
cambiado de pronto por la voluntad de Dios, y también porque así tendrás una prueba de lo mucho que te quiere tu hermana y de la
grandeza de su corazón.
»El señor Svidrigailof empezó por mostrarse grosero con ella, dirigiéndole toda clase de burlas y expresiones molestas, sobre todo
cuando estaban en la mesa... Pero no quiero extenderme sobre estos desagradables detalles: no conseguiría otra cosa que irritarte
inútilmente, ahora que ya ha pasado todo.
»En resumidas cuentas, que la vida de Dunetchka era un martirio, a pesar de que recibía un trato amable y bondadoso de Marfa
Petrovna, la esposa del señor Svidrigailof, y de todas las personas de la casa. La situación de Dunia era aún más penosa cuando el
señor Svidrigailof bebía más de la cuenta, cediendo a los hábitos adquiridos en el ejército.
»Y esto fue poco comparado con lo que al fin supimos. Figúrate que Svidrigailof, el muy insensato, sentía desde hacía tiempo por
Dunia una pasión que ocultaba bajo su actitud grosera y despectiva. Tal vez estaba avergonzado y atemorizado ante la idea de
alimentar, él, un hombre ya maduro, un padre de familia, aquellas esperanzas licenciosas e involuntarias hacia Dunia; tal vez sus
groserías y sus sarcasmos no tenían más objeto que ocultar su pasión a los ojos de su familia. Al fin no pudo contenerse y, con toda
claridad, le hizo proposiciones deshonestas. Le prometió cuanto puedas imaginarte, incluso abandonar a los suyos y marcharse con
ella a una ciudad lejana, o al extranjero si lo prefería. Ya puedes suponer lo que esto significó para tu hermana. Dunia no podía dejar
su puesto, no sólo porque no había pagado su deuda, sino por temor a que Marfa Petrovna sospechara la verdad, lo que habría
introducido la discordia en la familia. Además, incluso ella habría sufrido las consecuencias del escándalo, pues demostrar la verdad
no habría sido cosa fácil.
»Aún había otras razones para que Dunia no pudiera dejar la casa hasta seis semanas después. Ya conoces a Dunia, ya sabes que es
una mujer inteligente y de carácter firme. Puede soportar las peores situaciones y encontrar en su ánimo la entereza necesaria para
conservar la serenidad. Aunque nos escribíamos con frecuencia, ella no me había dicho nada de todo esto para no apenarme. El
desenlace sobrevino inesperadamente. Marfa Petrovna sorprendió un día en el jardín, por pura casualidad, a su marido en el momento
en que acosaba a Dunia, y lo interpretó todo al revés, achacando la culpa a tu hermana. A esto siguió una violenta escena en el mismo
jardín. Marfa Petrovna llegó incluso a golpear a Dunia: no quiso escucharla y estuvo vociferando durante más de una hora. Al fin la
envió a mi casa en una simple carreta, a la que fueron arrojados en desorden sus vestidos, su ropa blanca y todas sus cosas: ni siquiera
le permitió hacer el equipaje. Para colmo de desdichas, en aquel momento empezó a diluviar, y Dunia, después de haber sufrido las
más crueles afrentas, tuvo que recorrer diecisiete verstas en una carreta sin toldo y en compañía de un mujik. Dime ahora qué podía yo
contestar a tu carta, qué podía contarte de esta historia.
»Estaba desesperada. No me atrevía a decirte la verdad, ya que con ello sólo habría conseguido apenarte y desatar tu indignación.
Además, ¿qué podías hacer tú? Perderte: esto es lo único. Por otra parte, Dunetchka me lo había prohibido. En cuanto a llenar una
carta de palabras insulsas cuando mi alma estaba henchida de dolor, no me sentía capaz de hacerlo.
»Desde que se supo todo esto, fuimos el tema preferido por los murmuradores de la ciudad, y la cosa duró un mes entero. No nos
atrevíamos ni siquiera a ir a cumplir con nuestros deberes religiosos, pues nuestra presencia era acogida con cuchicheos, miradas
desdeñosas e incluso comentarios en voz alta. Nuestros amigos se apartaron de nosotras, nadie nos saludaba, e incluso sé de buena
tinta que un grupo de empleadillos proyectaba contra nosotras la mayor afrenta: embadurnar con brea la puerta de nuestra casa. Por
cierto que el casero nos había exigido que la desalojáramos.
»Y todo por culpa de Marfa Petrovna, que se había apresurado a difamar a Dunia por toda la ciudad. Venía casi a diario a esta
población, en la que conoce a todo el mundo. Es una charlatana que se complace en contar historias de familia ante el primero que
llega, y, sobre todo, en censurar a su marido públicamente, cosa que no me parece ni medio bien. Así, no es extraño que le faltara el
tiempo para ir pregonando el caso de Dunia, no sólo por la ciudad, sino por toda la comarca .Caí enferma. Tu hermana fue más fuerte que yo. ¡Si hubieras visto la entereza con que soportaba su desgracia y procuraba
consolarme y darme ánimos! Es un ángel...
»Pero la misericordia divina ha puesto fin a nuestro infortunio.
»El señor Svidrigailof ha recobrado la lucidez. Torturado por el remordimiento y compadecido sin duda de la suerte de tu hermana,
ha presentado a Marfa Petrovna las pruebas más convincentes de la inocencia de Dunia: una carta que Dunetchka le había escrito antes
de que la esposa los sorprendiera en el jardín, para evitar las explicaciones de palabra y demostrarle que no quería tener ninguna
entrevista con él. En esta carta, que quedó en poder del señor Svidrigailof al salir de la casa Dunetchka, ésta le reprochaba vivamente y
con sincera indignación la vileza de su conducta para con Marfa Petrovna, le recordaba que era un hombre casado y padre de familia y
le hacía ver la indignidad que cometía persiguiendo a una joven desgraciada e indefensa. En una palabra, querido Rodia, que esta carta
respira tal nobleza de sentimientos y está escrita en términos tan conmovedores, que lloré cuando la leí, e incluso hoy no puedo
releerla sin derramar unas lágrimas. Además, Dunia pudo contar al fin con el testimonio de los sirvientes, que sabían más de lo que el
señor Svidrigailof suponía.
»María Petrovna quedó por segunda vez estupefacta, como herida por un rayo, según su propia expresión, pero no dudó ni un
momento de la inocencia de Dunia, y al día siguiente, que era domingo, lo primero que hizo fue ir a la iglesia e implorar a la Santa
Virgen le diera fuerzas para soportar su nueva desgracia y cumplir con su deber. Acto seguido vino a nuestra casa y nos refirió todo lo
ocurrido, llorando amargamente. En un arranque de remordimiento, se arrojó en los brazos de Dunia y le suplicó que la perdonara.
Después, sin pérdida de tiempo, recorrió las casas de la ciudad, y en todas partes, entre sollozos y en los términos más halagadores,
rendía homenaje a la inocencia, a la nobleza de sentimientos y a la integridad de la conducta de Dunia. No contenta con esto, mostraba
y leía a todo el mundo la carta escrita por Dunetchka al señor Svidrigailof. E incluso dejaba sacar copias, cosa que me parece una
exageración. Recorrió las casas de todas sus amistades, en lo cual empleó varios días. Ello dio lugar a que algunas de sus relaciones se
molestaran al ver que daba preferencia a otros, lo que consideraban una injusticia. Al fin se determinó con toda exactitud el orden de
las visitas, de modo que cada uno pudo saber de antemano el día que le tocaba el turno. En toda la ciudad se sabía dónde tenía que leer
Marfa Petrovna la carta tal o cual día, y el vecindario adquirió la costumbre de reunirse en la casa favorecida, sin excluir aquellas
familias que ya habían escuchado la lectura en su propio hogar y en el de otras familias amigas. Yo creo que en todo esto hay mucha
exageración, pero así es el carácter de Marfa Petrovna. Por otra parte, es lo cierto que ella ha rehabilitado por completo a Dunetchka.
Toda la vergüenza de esta historia ha caído sobre el señor Svidrigailof, a quien ella presenta como único culpable, y tan
inflexiblemente, que incluso siento compasión de él. A mi juicio, la gente es demasiado severa con este insensato.
»Inmediatamente llovieron sobre Dunia ofertas para dar lecciones, pero ella las ha rechazado todas. Todo el mundo se ha
apresurado a testimoniarle su consideración. Yo creo que a esto hay que atribuir principalmente el acontecimiento inesperado que va a
cambiar, por decirlo así, nuestra vida. Has de saber, querido Rodia, que Dunia ha recibido una solicitud de matrimonio y la ha
aceptado, lo que me apresuro a comunicarte. Aunque esto se ha hecho sin consultarte, espero que nos perdonarás, pues ya
comprenderás que no podíamos retrasar nuestra decisión hasta que recibiéramos tu respuesta. Por otra parte, no habrías podido juzgar
con acierto las cosas desde tan lejos.
»He aquí cómo ha ocurrido todo:
»El prometido de tu hermana, Piotr Petrovitch Lujine, es consejero de los Tribunales y pariente lejano de Marfa Petrovna. Por
mediación de ella, y después de intervenir activamente en este asunto, nos transmitió su deseo de entablar conocimiento con nosotras.
Le recibimos cortésmente, tomamos café y, al día siguiente mismo, nos envió una carta en la que nos hacía su petición con finas
expresiones y solicitaba una respuesta rápida y categórica. Es un hombre activo y que está siempre ocupadísimo. Ha de partir cuanto
antes para Petersburgo y debe aprovechar el tiempo.
»Al principio, como comprenderás, nos quedamos atónitas, pues no esperábamos en modo alguno una solicitud de esta índole, y tu
hermana y yo nos pasamos el día reflexionando sobre la cuestión. Es un hombre digno y bien situado. Presta servicios en dos
departamentos y posee una pequeña fortuna. Verdad es que tiene ya cuarenta y cinco años, pero su presencia es tan agradable, que
estoy segura de que todavía gusta a las mujeres. Es austero y sosegado, aunque tal vez un poco altivo. Pero es muy posible que esto
último sea tan sólo una apariencia engañosa.
»Ahora una advertencia, querido Rodia: cuando lo veas en Petersburgo, cosa que ocurrirá muy pronto, no te precipites a condenarlo
duramente, siguiendo tu costumbre, si ves en él algo que te disguste. Te digo esto en un exceso de previsión, pues estoy segura de que
producirá en ti una impresión favorable. Por lo demás, para conocer a una persona, hay que verla y observarla atentamente durante
mucho tiempo, so pena de dejarte llevar de prejuicios y cometer errores que después no se reparan fácilmente.
»Todo induce a creer que Piotr Petrovitch es un hombre respetable a carta cabal. En su primera visita nos dijo que era un espíritu
realista, que compartía en muchos puntos la opinión de las nuevas generaciones y que detestaba los prejuicios. Habló de otras muchas
cosas, pues parece un poco vanidoso y le gusta que le escuchen, lo cual no es un crimen, ni mucho menos. Yo, naturalmente, no
comprendí sino una pequeña parte de sus comentarios, pero Dunia me ha dicho que, aunque su instrucción es mediana, parece bueno e
inteligente. Ya conoces a tu hermana, Rodia: es una muchacha enérgica, razonable, paciente y generosa, aunque posee (de esto estoy
convencida) un corazón apasionado. Indudablemente, el motivo de este matrimonio no es, por ninguna de las dos partes, un gran
amor; pero Dunia, además de inteligente, es una mujer de corazón noble, un verdadero ángel, y se impondrá el deber de hacer feliz a
su marido, el cual, por su parte, procurará corresponderle, cosa que, hasta el momento, no tenemos motivo para poner en duda, pese a
que el matrimonio, hay que confesarlo, se ha concretado con cierta precipitación. Por otra parte, siendo él tan inteligente y perspicaz,
comprenderá que su felicidad conyugal dependerá de la que proporcione a Dunetchka.
»En lo que concierne a ciertas disparidades de genio, de costumbres arraigadas, de opiniones (cosas que se ven en los hogares más
felices), Dunetchka me ha dicho que está segura de que podrá evitar que ello sea motivo de discordia, que no hay que inquietarse por
tal cosa, pues ella se siente capaz de soportar todas las pequeñas discrepancias, con tal que las relaciones matrimoniales sean sinceras
y justas. Además, las apariencias son engañosas muchas veces. A primera vista, me ha parecido un tanto brusco y seco; pero esto
puede proceder precisamente de su rectitud y sólo de su rectitud.
»En su segunda visita, cuando ya su petición había sido aceptada, nos dijo, en el curso de la conversación, que antes de conocer a
Dunia ya había resuelto casarse con una muchacha honesta y pobre que tuviera experiencia de las dificultades de la vida, pues
considera que el marido no debe sentirse en ningún caso deudor de la mujer y que, en cambio, es muy conveniente que ella vea en él
un bienhechor. Sin duda, no me expreso con la amabilidad y delicadeza con que él se expresó, pues sólo he retenido la idea, no las
palabras. Además, habló sin premeditación alguna, dejándose llevar del calor de la conversación, tanto, que él mismo trató después de
suavizar el sentido de sus palabras. Sin embargo, a mí me parecieron un tanto duras, y así se lo dije a Dunetchka; pero ella me contestó
con cierta irritación que una cosa es decir y otra hacer, lo que sin duda es verdad. Dunia no pudo pegar ojo la noche que precedió a surespuesta y, creyendo que yo estaba dormida, se levantó y estuvo varias horas paseando por la habitación. Finalmente se arrodilló
delante del icono y oró fervorosamente. Por la mañana me dijo que ya había decidido lo que tenía que hacer.
»Ya te he dicho que Piotr Petrovitch se trasladará muy pronto a Petersburgo, adonde le llaman intereses importantísimos, pues
quiere establecerse allí como abogado. Hace ya mucho tiempo que ejerce y acaba de ganar una causa importante. Si ha de trasladarse
inmediatamente a Petersburgo es porque ha de seguir atendiendo en el senado a cierto trascendental asunto. Por todo esto, querido
Rodia, este señor será para ti sumamente útil, y Dunia y yo hemos pensado que puedes comenzar en seguida tu carrera y considerar tu
porvenir asegurado. ¡Oh, si esto llegara a realizarse! Sería una felicidad tan grande, que sólo la podríamos atribuir a un favor especial
de la Providencia. Dunia sólo piensa en esto. Ya hemos insinuado algo a Piotr Petrovitch. El, mostrando una prudente reserva, ha
dicho que, no pudiendo estar sin secretario, preferiría, naturalmente, confiar este empleo a un pariente que a un extraño, siempre y
cuando aquél fuera capaz de desempeñarlo. (¿Cómo no has de ser capaz de desempeñarlo tú?) Sin embargo, manifestó al mismo
tiempo el temor de que, debido a tus estudios, no dispusieras del tiempo necesario para trabajar en su bufete. Así quedó la cosa por el
momento, pero Dunia sólo piensa en este asunto. Vive desde hace algunos días en un estado febril y ha forjado ya sus planes para el
futuro. Te ve trabajando con Piotr Petrovitch e incluso llegando a ser su socio, y eso sin dejar tus estudios de Derecho. Yo estoy de
acuerdo en todo con ella, Rodia, y comparto sus proyectos y sus esperanzas, pues la cosa me parece perfectamente realizable, a pesar
de las evasivas de Piotr Petrovitch, muy explicables, ya que él todavía no te conoce.
»Dunia está segura de que conseguirá lo que se propone, gracias a su influencia sobre su futuro esposo, influencia que no le cabe
duda de que llegará a tener. Nos hemos guardado mucho de dejar traslucir nuestras esperanzas ante Piotr Petrovitch, sobre todo la de
que llegues a ser su socio algún día. Es un hombre práctico y no le habría parecido nada bien lo que habría juzgado como un vano
ensueño. Tampoco le hemos dicho ni una palabra de nuestra firme esperanza de que te ayude materialmente cuando estés en la
universidad, y ello por dos razones. La primera es que a él mismo se le ocurrirá hacerlo, y lo hará del modo más sencillo, sin frases
altisonantes. Sólo faltaría que hiciera un feo sobre esta cuestión a Dunetchka, y más aún teniendo en cuenta que tú puedes llegar a ser
su colaborador, su brazo derecho, por decirlo así, y recibir esta ayuda no como una limosna, sino como un anticipo por tu trabajo. Así
es como Dunetchka desea que se desarrolle este asunto, y yo comparto enteramente su parecer.
»La segunda razón que nos ha movido a guardar silencio sobre este punto es que deseo que puedas mirarle de igual a igual en
vuestra próxima entrevista. Dunia le ha hablado de ti con entusiasmo, y él ha respondido que a los hombres hay que conocerlos antes
de juzgarlos, y que no formará su opinión sobre ti hasta que te haya tratado.
»Ahora te voy a decir una cosa, mi querido Rodia. A mí me parece, por ciertas razones (que desde luego no tienen nada que ver con
el carácter de Piotr Petrovitch y que tal vez son solamente caprichos de vieja), a mí me parece, repito, que lo mejor sería que, después
del casamiento, yo siguiera viviendo sola en vez de instalarme en casa de ellos. Estoy completamente segura de que él tendrá la
generosidad y la delicadeza de invitarme a no vivir separada de mi hija, y sé muy bien que, si todavía no ha dicho nada, es porque lo
considera natural; pero yo no aceptaré. He observado en más de una ocasión que los yernos no suelen tener cariño a sus suegras, y yo
no sólo no quiero ser una carga para nadie, sino que deseo vivir completamente libre mientras me queden algunos recursos y tenga
hijos como Dunetchka y tú.
»Procuraré vivir cerca de vosotros, pues aún tengo que decirte lo más agradable, Rodia. Precisamente por serlo lo he dejado para el
final de la carta. Has de saber, querido hijo, que seguramente nos volveremos a reunir los tres muy pronto, y podremos abrazarnos tras
una separación de tres años. Está completamente decidido que Dunia y yo nos traslademos a Petersburgo. No puedo decirte la fecha
exacta de nuestra salida, pero puedo asegurarte que está muy próxima: tal vez no tardemos más de ocho días en partir. Todo depende
de Piotr Petrovitch, que nos avisará cuando tenga casa. Por ciertas razones, desea que la boda se celebre cuanto antes, lo más tarde
antes de la cuaresma de la Asunción.
»¡Qué feliz seré cuando pueda estrecharte contra mi corazón! Dunia está loca de alegría ante la idea de volver a verte. Me ha dicho
(en broma, claro es) que esto habría sido motivo suficiente para decidirla a casarse con Piotr Petrovitch. Es un ángel.
»No quiere añadir nada a mi carta, pues tiene tantas y tantas cosas que decirte, que no siente el deseo de empuñar la pluma, ya que
escribir sólo unas líneas sería en este caso completamente inútil. Me encarga te envíe mil abrazos.
»Aunque estemos en vísperas de reunirnos, uno de estos días te enviaré algún dinero, la mayor cantidad que pueda. Ahora que
todos saben por aquí que Dunetchka se va a casar con Piotr Petrovitch, nuestro crédito se ha reafirmado de súbito, y puedo asegurarte
que Atanasio Ivanovitch está dispuesto a prestarme hasta setenta y cinco rublos, que devolveré con mi pensión. Por lo tanto, te podré
mandar veinticinco o, tal vez treinta. Y aún te enviaría más si no temiese que me faltara para el viaje. Aunque Piotr Petrovitch haya
tenido la bondad de encargarse de algunos de los gastos del traslado (de nuestro equipaje, incluido el gran baúl, que enviará por medio
de sus amigos, supongo), tenemos que pensar en nuestra llegada a Petersburgo, donde no podemos presentarnos sin algún dinero para
atender a nuestras necesidades, cuando menos durante los primeros días.
»Dunia y yo lo tenemos ya todo calculado al céntimo. El billete no nos resultará caro. De nuestra casa a la estación de ferrocarril
más próxima sólo hay noventa verstas, y ya nos hemos puesto de acuerdo con un mujik que nos llevará en su carro. Después nos
instalaremos alegremente en un departamento de tercera. Yo creo que podré mandarte, no veinticinco, sino treinta rublos.
»Basta ya. He llenado dos hojas y no dispongo de más espacio. Ya te lo he contado todo, ya estás informado del cúmulo de
acontecimientos de estos últimos meses. Y ahora, mi querido Rodia, te abrazo mientras espero que nos volvamos a ver y te envío mi
bendición maternal. Quiere a Dunia, quiere a tu hermana, Rodia, quiérela como ella te quiere a ti; ella, cuya ternura es infinita; ella,
que te ama más que a sí misma. Es un ángel, y tú, toda nuestra vida, toda nuestra esperanza y toda nuestra fe en el porvenir. Si tú eres
feliz, lo seremos nosotras también. ¿Sigues rogando a Dios, Rodia, crees en la misericordia de nuestro Creador y de nuestro Salvador?
Sentiría en el alma que te hubieras contaminado de esa enfermedad de moda que se llama ateísmo. Si es así, piensa que ruego por ti.
Acuérdate, querido, de cuando eras niño; entonces, en presencia de tu padre, que aún vivía, tú balbuceabas tus oraciones sentado en
mis rodillas. Y todos éramos felices.
»Hasta pronto. Te envío mil abrazos.
»Te querrá mientras viva

Crimen Y CastigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora