¿Dónde estás?

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Yo aún seguía en la estación del tren. Todo estaba desolado y abandonado. Las casetas de taquillas se habían vuelto nidos de ratas. Los rieles hacían un ligero chirrido cuando el viento frío los rozaba. No había nadie, sólo entes paranormales que eran envueltos en un aura blanca destellante, fantasmas sufriendo con penas por no estar ni vivos ni muertos, condenados al limbo; seres que soñaban con ser liberados. La estación se había convertido en un cementerio, donde los únicos cadáveres eran mis sentimientos putrefactos que se iban descomponiendo poco a poco.

Aún seguía sentado en la estación 69, en el último asiento; esperando a un tren que se había ido hace mucho y nunca regresaría, esperando al amor que ya había fallecido.

Quizás debía olvidar, lo más prudente era desistir y dejar de esperarla, pero no tenía la culpa de que sus besos fueran mi alimento y amarla se había vuelto mi oficio favorito. No era el responsable de que ella se convirtiera en mi otra mitad, de que su amor fuera mi razón de ser. No moriría por la espera, iba a morir porque el fondo sabía que ella no regresaría.

Miraba el celular cada instante, esperando una llamada, un mensaje o una señal de ella. Era mi culpa por permitir que el amor se marchitara. Sentí que todo cambió cuando ya era demasiado tarde. Yo ya no era su prioridad y me mataba su indiferencia. Ella no se marchó, yo dejé que se fuera.

Abrí los ojos. Ella estaba acostada a mi lado, durmiendo acurrucada en mi regazo como un bebé recién nacido. Todo había sido un sueño, una mala jugada de mis pensamientos, que me hacían darme cuenta de lo importante y vital que era ella para mí. Más bien había sido una pesadilla, un ejemplo de lo poco que valía sin ella.

Laura estaba preciosa. Tenía un radiante rostro angelical. Su hermosa cabellera rubia brillaba debido a la tenue luz del resplandor del amanecer, que penetraba inocentemente por la ventana.

Como si ella supiera que estaba siendo observada, abrió los ojos y me miró.

-¿Qué pasa, amor?- preguntó adormecida.

-Nada. Es que me encanta ver cómo duermes, mi reina- le dije con una sonrisa.

-¿Sabes lo que me encanta a mí?- me preguntó somnolienta, mientras soltaba un bostezo.

-No sé- le respondí mirándola a los ojos.

-Me encanta la forma en que me miras- dijo cerrando los ojos y volviendo a acurrucarse a mi lado, colocando su cabeza sobre mi pecho al descubierto.

Vi el reloj. Eran las 7:23 A.M.

Al cabo de un rato, me levanté sigilosamente, procurando no despertar a mi novia.

Fui al baño. Me miré en el espejo. Mi pelo castaño estaba despeinado. Mi grandes ojos azules se veían relucientes como dos canicas, pero las ojeras le restaban puntos a mi apariencia. Era de complexión alto y delgado. Mi rostro era un poco infantil, pues aparentaba tener menos edad de la que tenia. Lucía de diecisiete o dieciocho años, cuando en realidad tenía veintiséis.

Me cepillé rápidamente y entré a la ducha.

El agua estaba bien fría. Las gotas de agua eran como piedras que caían en mi cuerpo. Era invierno, y además, yo vivía en Cold River, una ciudad de temperaturas bajas. El frío a veces era insoportable, pero había vivido ahí toda mi vida, por lo que ya me había acostumbrado.

Al terminar de bañarme, acerqué mi mano temblorosa al grifo de la ducha y lo cerré ejerciendo un poco de fuerza. Salí de la ducha y tomé mi toalla azul marino, que estaba colgada del toallero, al lado del estante en el que estaban los productos de belleza de Laura. Me sequé el cuerpo con la toalla y luego me la puse alrededor de la cintura.

¿Y Si Mañana No Estás Aqui?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora