EL RESTO DEL DÍA pasa en una nebulosa y antes de que toque el timbre final me escabullo y me meto en el bosque. No quiero tomar la carretera a casa, no quiero arriesgarme a ver a nadie del colegio, y menos a Sarah, que me ha informado de que, mientras yo andaba escondida, ella ha estado leyendo sobre la pérdida y, según todos los expertos, ya es hora de que empiece a hablar de lo que estoy pasando... pero ni ella, ni los expertos, ni Abu, ya que estamos, pueden entenderlo. Necesitaría un alfabeto nuevo, uno hecho de caídas, de placas tectónicas que se desplazan, de oscuridad profunda y devoradora. Mientras paseo entre las secuoyas rojas, y mis zapatillas absorben días enteros de lluvia, me pregunto por qué los parientes de los difuntos se molestan siquiera en ponerse de luto cuando el propio dolor te viste con unas ropas tan inconfundibles. El único que no pareció notarlo hoy en mí —aparte de Rachel, que no cuenta— fue el chico nuevo. Él ya solo podrá conocer a este nuevo yo, sin hermana.
Veo sobre la tierra un pedazo de papel lo suficientemente seco como para escribir algo, me siento en una roca, saco el boli que ahora siempre llevo en el bolsillo de atrás y garabateo en el papel una conversación que recuerdo haber tenido con Bailey, después lo doblo y lo entierro en la tierra húmeda. Cuando salgo del bosque a la carretera que lleva a nuestra casa, me siento inundada de alivio. Quiero llegar a casa, donde Bailey está más viva, donde todavía puedo verla asomada a la ventana, el pelo indomable y negro flotando alrededor de la cara mientras dice, «Vamos, Len, vamos al río, pronto».
—¿Qué tal? —escucho la voz de Toby y doy un respingo. Fue el novio de Bailey durante los últimos dos años, mitad vaquero, mitad fanático del skate, enamorado como un loco de mi hermana y totalmente desaparecido últimamente, a pesar de que Abu no hace más que invitarle a casa.
—Ahora tenemos que apoyarle mucho —repite constantemente. Está tumbado boca arriba en el jardín de Abu con las dos perras pelirrojas del vecino, Lucy y Ethel, tiradas durmiendo a su lado. Es normal ver esta clase de cosas en primavera. Cuando florecen las trompetas de ángel y las lilas, el jardín de Abu se abarrota de esporas. Unos instantes entre las flores y hasta las personas más activas se encuentran de pronto boca arriba contando nubes.
—Estaba... bueno, arrancando las malas hierbas para Abu —dice, medio cortado porque le he pillado en una postura tan relajada.
—Tranquilo, nos pasa a todos.
Con su mata de pelo de surfista y cara ancha salpicada de pecas, Toby es lo más parecido a un león que puede llegar a ser un humano sin cambiar de especie. Cuando Bailey le vio por primera vez, las dos habíamos salido a leer por la carretera (todos nosotros leemos por la carretera; la poca gente que vive en nuestra calle sabe que nuestra familia lo hace y vuelven a casa en sus coches a paso de tortuga por si acaso uno de nosotros va paseando y anda especialmente absorto). Yo iba leyendo Cumbres borrascosas, como siempre, y ella iba leyendo Como agua para chocolate, su favorita, cuando un magnífico caballo alazán pasó trotando hacia lo alto del camino. «Bonito caballo», pensé, y volví a Cathy y Heathcliff, y solo levanté la vista unos segundos después cuando escuché el golpe del libro de Bailey que caía contra el suelo.
Ya no estaba a mi lado, sino que se había detenido unos pasos más atrás.
—¿Te pasa algo? —pregunté, mirando a mi hermana, que de pronto parecía lobotomizada.
—¿Has visto a ese chico, Len?
—¿Qué chico?
—Dios, a ti sí que te pasa algo, ese chico increíble que iba montado en el caballo, es como si lo hubieran sacado de mi novela o algo por el estilo. No me puedo creer que no lo vieras, Lennie —su exasperación ante mi falta de interés por los chicos era tan perpetua como mi exasperación ante su preocupación por ellos—. Se giró al pasar a nuestro lado y me sonrió... era tan guapo... Como el Revolucionario del libro —se agachó a recogerlo, sacudiendo el polvo de la portada—. Ya sabes, el que monta a Gertrudis en su caballo y la secuestra en un arranque de pasión...