La sangre caía por su rostro mientras el sudor que bajaba desde su frente se la llevaba a través de un viscoso y rápido río que salpicaba su cuerpo y manchaba la arena.
El momento para el que había sido entrenado toda su vida y para el que le habían dicho que había nacido, estaba por fin frente a sus ojos y él solo tenía que dejar caer el brazo aliviando la tensión que le provocaba el peso de la espada, pero no podía.
Entre sus vagos y difusos recuerdos había unos claros como el agua cristalina que, de la lluvia a su boca, le había dado la vida cuando mendigaba por las calles pidiéndole a un Dios que no existía una clemencia que jamás llegó y que ahora deseaba. Ese recuerdo, clavado en su mente como una espina, le apuñalan ahora y le marcaba con la misma vivez dolorosa con la que el fuego marca al ganado.
Y con decisión y súplica le miraban los ojos azul celeste de aquel niño que fue arrancado de los brazos de su propia madre muerta y separado de él mientras ambos lloraban desconsolados alzando los brazos el uno al otro para aferrarse a lo único que tenían.
Pero esos ojos ya no estaban en un niño pequeño, ni él era un crío indefenso llorando a su madre muerta y a su padre que los abandonó a su suerte en medio de una guerra que jamás comprenderían. Él era ahora un hombre dispuesto a luchar por sobrevivir, impulsado por el clamor del público, ansioso ante la culminación de la batalla, y el de ojos como el mar que se derramaban por sus mejillas era ahora un hombre como él que había caído en la desgracia de ser menos tempestuoso y agresivo en el campo de batalla.
El emperador lo miró con enojo y su ceño se frunció demandante y ofendido por la desobediencia de su cadete bien entrenado que parecía olvidar ahora el punto más crucial de todo, el único motivo de su existencia y el significado de la victoria y la ejecución.
El público calló durante unos momentos y todas las miradas de los hombres lo azotaron el filo de la vergüenza. No estaba haciendo aquello para lo que estaba ahí, para lo que había nacido, para lo que vivía.
La calma se tornó tormenta y pronto los abucheos destrozaron el interior de su pecho y llegaron a sus orejas como olas que rompían sobre él con furia, llevándolo a la deriva de un mar de deshonra donde no sabía ya lo que estaba bien o no.
La línea entre el bien y el mal se había perdido entre la arena del campo de batalla y en vez de estar dibujada con la sangre que manchaba el escenario lo estaba con más arena, tornándose difusa y desapareciendo ante sus ojos. Dejando la elección totalmente en sus manos sin criterio alguno sobre lo que haría, sin nada más que su instinto luchando contra su instrucción.
Dio un paso al frente alzando más la espada mientras la sangre que manchaba el filo brillante se escurría por este y, caliente, chorreaba entre sus manos compitiendo con el calor abrasador del sol y la vergüenza que lo quemaban por dentro y por fuera.
El hombrecillo en el suelo, sin su escudo y sin su arma, sin un solo trecho en su piel que no estuviese cubierto por sangre, sudor y arena, retrocedió moviéndose tan rápidamente como sus profundas heridas le permitían y, ahora sin el yelmo que lo había estado ocultando durante la batalla, miró con sus profundos ojos al que debía ser su verdugo y sintió un deja vu al contemplar los ojos esmeralda llenos de un temor infantil y una desesperación abismal ante la pérdida de los lazos de sangre.
El emperador se levantó de su sitio y dio la orden de nuevo, con enfado y elevando su voz sobre las peticiones sanguinarios del gran público.
El calor ardiente sobre su cabeza lo sofocó y el griterío de la multitud enturbió sus ideas, el peso del arma en su brazo le hizo flaquear y el recuerdo de aquel pequeño rogando por permanecer a su lado lo azotó de nuevo.
Se sacó el helmo preparado para mirar a los ojos del hombre que sería derrotado por él, aunque esta vez sería diferente de las otras batallas en la arena y el combate se libraba realmente en su interior.
Cerró los ojos y dejó que las enseñanzas de aquellos que le habían arrancado de entre los fríos brazos de su madre le recorrieron el cuerpo apoderándose de su ser y dirigiendo su brazo.
El público aplaudió y aclamó a su héroe con fervor cuando este decapitó, de un solo y letal golpe, al único hombre en el mundo al que podría llamar hermano.
Las lágrimas corrieron por sus ojos y se sintió despojado de su identidad mientras su honor vacío y plástico era alimentado por el ultraje a lo poco que quedaba de su familia y se dispuso a volver de nuevo con el resto de gladiadores, aguardando a la batalla inminente entre las paredes del coliseo.
Él había nacido para matar y ese día, algo en él murió junto a su contrincante.
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Nacido para morir
General FictionCuando tu honor se cae a cachos mezclándose con la arena del campo de batalla y los lazos de sangre se desparraman, rojos y cálidos, sobre el filo de tu espada, cuando eso pasa ¿Sabes distinguir el bien del mal?